Y Mahoma fue a la montaña
Tras presenciar varias apariciones del arcángel Gabriel, Mahoma fue creando una nueva religión, cuya historia presentamos a continuación en esta, la sexta entrega de El origen de los dioses.
Fernando Araújo Vélez
Costumbres, herencias, repeticiones, leyendas. La historia de la humanidad ha sido la historia de las conversaciones, ideas y evoluciones, de las luchas, muertes y guerras, y la historia de los dioses, por supuesto, que de una u otra manera se fueron colando en el diario vivir y existir de cada quien, en sus rutinas, anhelos, creencias, certezas, supersticiones y búsquedas, y en un casi infinito etcétera de acciones y determinaciones que llevaron a los humanos a convencerse de que lo dado, lo establecido, siempre estuvo ahí, y que en esas especies de carteles, de mandamientos escritos como en piedra y pegados para la eternidad se inscribieron las inmensas verdades desde que el mundo empezó a ser mundo, pero no fue así, o no fue tan así con la gran mayoría de cosas.
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Costumbres, herencias, repeticiones, leyendas. La historia de la humanidad ha sido la historia de las conversaciones, ideas y evoluciones, de las luchas, muertes y guerras, y la historia de los dioses, por supuesto, que de una u otra manera se fueron colando en el diario vivir y existir de cada quien, en sus rutinas, anhelos, creencias, certezas, supersticiones y búsquedas, y en un casi infinito etcétera de acciones y determinaciones que llevaron a los humanos a convencerse de que lo dado, lo establecido, siempre estuvo ahí, y que en esas especies de carteles, de mandamientos escritos como en piedra y pegados para la eternidad se inscribieron las inmensas verdades desde que el mundo empezó a ser mundo, pero no fue así, o no fue tan así con la gran mayoría de cosas.
Por eso, por todo eso y mucho más, el año 0 no existía en los tiempos de Jesús, pues ni la gente tenía noción del cero ni Jesús era considerado fundador de ninguna religión, y tampoco ese 0 hacía parte de los tiempos de Mahoma ni de los de Buda o Zoroastro. Ellos, de alguna manera, fueron el año 0 de su historia, y tuvieron que transcurrir muchos años, siglos, milenios incluso, para que sus eras fueran contadas por sus discípulos y los discípulos de ellos, o para que se volvieran simplemente contables. Según el historiador Peter Watson, “la cronología que Occidente ha empleado durante varios siglos para fechar distintos acontecimientos, basada en la idea de un Anno Domini (el año de Nuestro Señor), de acuerdo con el cual la historia se divide en un antes y después de Cristo, no se introduciría hasta el siglo VI”.
Por los últimos años de ese mismo siglo, según el calendario cristiano, nació en La Meca un niño de la tribu Quraysh a quien llamaron Mahoma, y quien, de acuerdo con la leyenda y los diversos escritos de la época, fue prácticamente huérfano desde que nació. Desde niño, fue enviado en varias oportunidades a estar con los beduinos, en territorios que con el tiempo serían lo que hoy se llama Arabia Saudita. Como era una costumbre de los Quraysh, los niños eran mandados con sus ayas o protectoras para aprender de las tribus del desierto su sabiduría, su honradez y sus sanas costumbres, y allí, con sus amigos de infancia y su niñera como testigos, vivió el primer milagro de su vida y empezó a vislumbrar que estaba destinado para guiar a un pueblo, a su pueblo.
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El arcángel Gabriel se le había aparecido, como lo haría en otras ocasiones, y le había abierto el pecho para extraerle el corazón, y de este, un diminuto coágulo negro. Entonces, según quedó escrito en los Hádices, le había dicho: “Esta era la parte por donde Satán podría seducirte”. Segundos más tarde, el arcángel lavó el corazón en las aguas del pozo de Zamzam, lo sacudió y lo puso en su lugar. Sus amigos y las nodrizas que vieron la escena corrieron a donde estaban sus compañeros y otras niñeras para notificarles que Mahoma había sido asesinado. Entre gritos, sollozos y oraciones, corrieron a ver lo que había acontecido. Cuando llegaron, Mahoma los saludó como si nada extraño hubiera ocurrido.
A partir de aquel suceso, a pesar de él y de acuerdo con diversas fuentes, Mahoma fue un hombre común y corriente casi hasta cumplir 40 años. Su padre, Abd al-Muttalib, había fallecido antes de que él naciera, y su madre, Aminah bintu Wahb, murió cuando acababa de cumplir cinco años. Su abuelo se hizo cargo de él y, luego, uno de sus tíos, Abu Talib, un comerciante que se lo llevó a vivir con él a distintos lugares con diferentes culturas. Su nombre original, Muhammad, Ibn Abdul-láh, Ibn Abdul Muttalib, Ibn Hashim, siempre fue pronunciado como “Muhammad” por los árabes, en clara señal de la etimología del nombre, cuyo significado era ‘el más alabado’ o ‘digno de alabanza’. Fue, según lo reseñaron textos de textos, amigo de sus amigos, paciente, fiel, disciplinado, atento y trabajador.
Pero de pronto, como cuando era muy niño, comenzó a transformarse y empezó a recibir diversas revelaciones por parte del arcángel Gabriel. El más importante, según Lucía Appugliese, de la RevistAcrópolis, “ocurrió un lunes por la noche, que se denominó ‘la noche del gran poder’, en uno de los retiros espirituales que solía realizar cerca de La Meca. Según la tradición, a Mahoma se le presentó un ángel y le dijo: “¡La bendición sea contigo, oh Mahoma!”, ante esta situación él, asustado, creyó haberse vuelto loco y se dirigió hasta la cima de la montaña para quitarse la vida arrojándose desde allí. Pero el ángel lo tomó con sus alas evitando que lo hiciera y volvió a hablarle: “¡Oh, Mahoma, no temas, porque tú eres el profeta de Dios, y yo soy Gabriel, el ángel de Dios!”.
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A los pocos minutos llegó a su casa, jadeante, y le refirió a su primera esposa, Maymuna bint al-hárith, con quien se había unido años atrás, que él estaba vagando por la montaña cuando escuchó una extraña voz que le decía “en nombre del Señor que ha creado al hombre, y que viene a enseñar al género humano lo que no sabe, Mahoma, tu eres el profeta de Dios, yo soy Gabriel”. Le aclaró que esas palabras habían sido divinas y que las había dicho el arcángel Gabriel, pero que provenían de Dios, y que desde el preciso instante en el que las escuchó sintió en todo su cuerpo e incluso más allá de su cuerpo una fuerza que jamás había sentido, la fuerza del poder profético. “Tales han sido las palabras divinas y desde ese momento he sentido dentro de mí la fuerza profética”. Fueron exactamente sus palabras.
Desde aquel día, al amanecer o al atardecer, por las noches o en las madrugadas, el arcángel Gabriel le fue dictando a Mahoma el Corán, que en su idioma se decía Qur’an y se derivaba del verbo qara’a, que significaba leer en voz alta, proclamar o recitar. El profeta repetía lo que el ángel le decía, la mayoría de las veces como si estuviera poseído, y solía hacerlo cuando estaba rodeado de gente. Sus oyentes más versados escribían sus palabras, para después interpretarlas e irlas ordenando. De cuando en cuando, desaparecía. Pasaban semanas y meses sin que se supiera de él. Al regresar, volvía a contar lo que el ángel Gabriel le había dictado, y relataba algunas de sus vivencias, como el viaje que hizo la noche del 26 y 27 del Rajab, el mes del respeto y de la abstinencia.
Mahoma viajó desde La Meca hasta Jerusalén a lomo del Borak, animal mitológico, y luego al cielo, para retornar a la mañana siguiente a su pueblo. Aquel luminoso episodio quedó escrito en uno de los versículos del Corán. Decía: “¡Gloria a quien una noche hizo viajar a su siervo desde la Mezquita Inviolable hasta la Mezquita más lejana, aquella cuyos alrededores hemos bendecido, para mostrarle parte de nuestros signos!”. En Jerusalén, voló por los siete cielos y “en cada uno de ellos encontró siete mensajeros”, como lo reseñó Appugliese. En el primer cielo halló varios ángeles, en el segundo encontró a Juan el Bautista y a Jesús, en el tercero vio a David y a Salomón, en el cuarto cielo encontró a Adán y a un ángel de la muerte, en el quinto a un ángel gigante y a Enoc, y en el sexto a Moisés”.
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En el siguiente, el séptimo y el último de los cielos, vio un inmenso ángel de setenta mil cabezas, cada una de ellas con setenta mil caras “y cada cara, setenta mil bocas, a la vez cada boca contaba con setenta mil lenguas que hablaban setenta mil idiomas. Más alejado vio al Abraham para pasar, luego, a estar en presencia de Dios, a los pies del trono de Alá”. Alá, al-lah, el Dios, fue desde el principio de los principios el único dios para los musulmanes. En varios versos del Corán quedó patentado que jamás hubo ni habría nadie que lo opacara. Los ángeles y los profetas, entre los que estaba Jesús, eran sus legionarios, por llamarlos de alguna manera. Sus acólitos. Quienes le colaboraban para sembrar la tierra de su mensaje y del bien.
“Muhammad no es el padre de ninguno de vuestros hombres, sino que es el mensajero de Allah y el sello de los profetas”, quedó escrito en el Corán, que estaba compuesto por decenas de centenares de versos que, más allá de lo sagrado o lo profano, le hacían honor a la legendaria historia de los árabes con la poesía, porque si hubo algún pueblo de la antigüedad que veneraba a los poetas y los versos, ese fue el pueblo árabe, que de generación en generación fue produciendo ritmos y rimas, conceptos e historia a través de sus cantos hablados, que, decían, iban al compás del andar de los camellos. Según el muy antiguo adagio de la magia lícita (sihr halal), los árabes empezaban a ser árabes desde la poesía. “La belleza de un hombre está en la elocuencia de sus palabras”, repetían.
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En su libro sobre las ideas y la historia de la humanidad a partir de ellas, Peter Watson dejó reseñado que “la poesía escrita más antigua, cuya forma es la de la qasidah, fue compuesta hacia el siglo VI. No obstante, para esta época ya hacía muchas generaciones que existía como tradición oral, donde se había desarrollado un conjunto de convenciones fijas. La casida puede tener hasta un centenar de versos y utilizar una única rima a lo largo de todos ellos”. Esos versos solían iniciarse con el exótico viaje del poeta a un lejano paraje, y sus temas favoritos comenzaban y se desarrollaban a través de largas peregrinaciones que hacía el protagonista a lomo de un camello. Casi que invariablemente, según Watson, el relator acaba su creación con una reflexión “sobre los límites del ser humano ante un mundo todopoderoso”.
Ese mundo todopoderoso, antes de Mahoma, eran los oasis y las rocas, y en algunos lugares, Hubal, una mítica deidad de forma semihumana que según la leyenda fue llevada a la península arábiga desde Babilonia. En La Meca, uno de los principales centros religiosos de su historia, cuyo nombre precisamente proviene de Makuraba (“santuario”), los árabes adoraban a al-ilah, allah, “el Dios”, desde el siglo V antes de Cristo, pero en general, con el tiempo y luego de la aparición de Mahoma, los musulmanes enterraron su prehistoria religiosa, o en el menos grave de los casos, denominaron ese período como “la época de la ignorancia”, un tiempo de muchas divinidades, figuras, ídolos y leyendas, pero de poca unión.
Luego todo cambió, o eso fueron diciendo los relatos de aquellos tiempos, susceptibles a los errores y las conveniencias, porque la primera biografía que se hizo sobre Mahoma fue en el año 767, casi 100 años después de su muerte. Ya el Corán estaba escrito, por supuesto. El arcángel Gabriel se lo había dictado en sus apariciones. Él las copió, a veces en hojas de palma, otras en piedras o simplemente las memorizó. El mensaje era similar al que habían pregonado Zoroastro, Jesús y Yahveh: existía un solo Dios y había un día del juicio final en el que se decidiría quién terminaría en el infierno (los condenados) y quién en el paraíso (los puros, fieles y juiciosos).
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Indica Watson que, “tras las voces en la caverna, la segunda etapa crucial de la vida de Mahoma empezó a los 21. Ese año, mientras aún se encontraba exiliado al otro lado del mar Rojo, se le acercaron algunos emisarios de una pequeña ciudad llamada Yathrib, a unos 320 kilómetros al norte de La Meca”. Palabras más, palabras menos, le imploraron que fuera una especie de juez de los conflictos de su ciudad, y le prometieron protección y fidelidad. Para estudiar la situación, envió a varias familias para que le informaran qué pasaba, y al año siguiente se reunió con ellas en una larga migración, “La Hijra, en árabe”, que desde entonces fue determinada por los árabes como el instante supremo de la historia del islam. Años más tarde, los musulmanes tomaron como su año 0, su punto de partida en el calendario, la Hégira, y trasladaron el centro de su fe a Yathrib, al-Madina (la ciudad). Mahoma pasó de ser predicador, a juez y político, e incluso a guerrero. Venció a los politeístas, afianzó las nuevas creencias, instauró leyes que con el tiempo fueron sagradas, derogó otras, destruyó falsos ídolos y erigió una nueva manera de pensar, actuar y vivir. Cimentó los pilares del islam en seis preceptos inamovibles, entre ellos la jihad (guerra santa), tan polémica y discutida desde su tiempo hasta hoy.