“El oro y la sangre”, de Juan José Hoyos
Sílaba Editores lanza la tercera edición del libro que se publicó por primera vez en 1994. El siguiente es uno de los textos periodísticos que hacen parte de este volumen.
Juan José Hoyos
En un lugar muy lejano de las selvas del Alto Andágueda, por el camino lleno de barro que atraviesa los montes y que va desde la fonda de Docabú hasta los potreros abiertos de la misión de Aguasal, hay un caserío formado por varios ranchos, casi todos construidos con tablas de madera y zinc. A primera vista no parecen ranchos indígenas: el techo no es de palma ni las paredes de guadua. Pero en ellos viven algunos indios emberas, refugiados con sus mujeres y sus hijos de una guerra absurda, como casi todas las guerras. Una guerra que ha matado ya a muchos hombres y mujeres y niños indígenas desde que estalló, en 1987.
El caserío es pequeño y a pesar de que algunas casas ya tienen pequeñas comodidades de las casas de los blancos, como mesas, camas y taburetes, aún conserva el aspecto de los pequeños pueblos levantados de afán por gente que huye de la muerte.
En la calle principal del caserío hay una fonda donde venden víveres y aguardiente y donde también se puede oír música algunas noches. La fonda tiene unas pocas mesas de madera burda y unos cuantos taburetes. A menos de mil metros de distancia, desde la puerta, se puede ver el enorme edificio de concreto y ladrillos de la misión de Santa Ana de Aguasal, donde hace unos años funcionaba el internado indígena fundado por los misioneros claretianos.
El dueño de la fonda es Guillermo Murillo, un embera nacido en el alto de Cascajero, que tuvo que abandonar su casa de la montaña junto con sus familiares después de los sucesos de febrero de 1987. Ese mes se partió en dos la historia del resguardo y miles de familias huyeron de sus casas al comenzar una racha de violencia que ha llenado de huérfanos, de penas y de sangre a los cuatro mil emberas que todavía viven en las selvas del río Andágueda.
Guillermo es de estatura baja, como casi todos los emberas de la montaña, pero es fornido y de brazos muy gruesos. En sus pequeños ojos brilla esa particular malicia de indio que le ha permitido sobrevivir hasta ahora a esa guerra entre hermanos que ya dura más de siete años. Hoy en su fonda hay música. No hay fiesta: simplemente se ha destapado una botella de aguardiente al caer la tarde. Las canciones salen de una grabadora de pilas, una de las tres mil o cuatro mil grabadoras de todas las marcas y tamaños que entraron al resguardo con la bonanza del oro. El dueño está tomando aguardiente y emborrachándose. Y mientras habla con uno de los maestros de la misión de Aguasal que ha ido a visitarlo, coge entre sus manos una pistola. Por momentos la toca como si fuera una joya tallada en un metal precioso. El arma es negra y pesada. Una Star 765. Parece una escuadra pavonada. Guillermo la mira con una sonrisa de satisfacción. Luego la pone sobre la mesa, con un poco de orgullo, y deja que el maestro la mire y la toque. Dice que la compró hace unos meses pero se niega a decir cuánto pagó por ella. En cambio dice cuántas balas puede disparar en una ráfaga.
Por supuesto que la pistola la compró sin papeles, como casi todas las pistolas que se compran y se venden en la selva. Guillermo tampoco tiene salvoconducto para usarla. En el Alto Andágueda no hay ninguna autoridad civil o militar que pida un papel de esos en muchas leguas a la redonda ni nadie que se ponga en la tarea inútil de conseguirlo.
Guillermo está feliz de tener la pistola ahí brillando entre sus manos. Cuando está en la tienda acostumbra dejarla en cualquiera de los tablones de los estantes. Cuando sale, la lleva metida en la pretina del pantalón. Siempre lista. Porque aun cuando las cosas están calmadas desde el año pasado, uno nunca sabe... Ahora la mira, mientras oye la música. El maestro insiste en preguntar por el precio del arma. ¿Quiere que le consiga una?, dice Guillermo. El maestro confiesa que lo suyo es pura curiosidad. Entonces Guillermo por fin dice por cuánto la compró en Pueblo Rico: quinientos mil pesos. Hoy puede valer cerca de un millón...
El maestro mira las tablas de madera con las que Guillermo ha levantado la fonda, las tejas de zinc con que construyó el techo, los anaqueles de la tienda casi vacíos, el surtido, las sillas... Y hace cuentas. Entonces comprende que la pistola que Guillermo tiene en sus manos vale más que todo eso junto.
Y se queda pensando...
Desde 1978, cuando la policía entró por la fuerza a Río Colorado, muchas armas como esa han reemplazado a las cerbatanas tradicionales de los emberas en el resguardo del Alto Andágueda. Y desde 1987, cuando empezó a correr la sangre a montones, es raro encontrar en ese vasto territorio un rancho donde haya un hombre que no tenga escondidos en el zarzo, o envueltos en plásticos, y enterrados junto a su tambo, una escopeta o una pistola, una carabina o un fusil. Algunas familias han vendido hasta sus vacas para comprarlos.
Hace veinte años, en las cincuenta mil hectáreas que ocupan los emberas en el Alto Andágueda —desde Aguasal hasta Río Colorado y desde Piedra Honda hasta el nudo de San Fernando—, no había más armas que el revólver del padre Betancur, cura párroco de la misión de Aguasal, y el revólver del inspector de Policía que pagaba el municipio de Bagadó. Los indios cazaban con sus cerbatanas y los escasos colonos negros de El Chuigo lo hacían con escopetas de fisto de un solo tiro. Los emberas vivían pobres, como todos los indios de este país, y se enfermaban de paludismo y de tuberculosis, y también sufrían de desnutrición, pero vivían tranquilos y se morían de lo que los blancos llaman muerte natural. De vez en cuando en alguna borrachera que terminaba en trifulca moría un indio macheteado o acuchillado por un enemigo. Cuando lo conocí, hace quince años, en su tambo, cerca del alto de Cascajero, Guillermo Murillo no había tenido necesidad de aprender a disparar.
¿Por qué ahora Guillermo tiene una pistola que vale más que toda su casa y sus enseres juntos? ¿Por qué hay armas enterradas y escondidas a lo largo y a lo ancho de las selvas? ¿Por qué tantas familias siguen escondidas, viviendo en ranchos miserables, junto a la carretera Quibdó-Medellín, y no se atreven a volver al resguardo? ¿Por qué se acabó la paz y hoy yacen bajo la tierra tantos hermanos de sangre asesinados a machete y a balazos?
La historia es muy larga y muy triste, y tiene que ver con una mina de oro que descubrió en 1975, en las montañas de la parte de arriba del resguardo, un embera de Río Colorado llamado Aníbal Murillo. Y es una historia de oro y de sangre.
En un lugar muy lejano de las selvas del Alto Andágueda, por el camino lleno de barro que atraviesa los montes y que va desde la fonda de Docabú hasta los potreros abiertos de la misión de Aguasal, hay un caserío formado por varios ranchos, casi todos construidos con tablas de madera y zinc. A primera vista no parecen ranchos indígenas: el techo no es de palma ni las paredes de guadua. Pero en ellos viven algunos indios emberas, refugiados con sus mujeres y sus hijos de una guerra absurda, como casi todas las guerras. Una guerra que ha matado ya a muchos hombres y mujeres y niños indígenas desde que estalló, en 1987.
El caserío es pequeño y a pesar de que algunas casas ya tienen pequeñas comodidades de las casas de los blancos, como mesas, camas y taburetes, aún conserva el aspecto de los pequeños pueblos levantados de afán por gente que huye de la muerte.
En la calle principal del caserío hay una fonda donde venden víveres y aguardiente y donde también se puede oír música algunas noches. La fonda tiene unas pocas mesas de madera burda y unos cuantos taburetes. A menos de mil metros de distancia, desde la puerta, se puede ver el enorme edificio de concreto y ladrillos de la misión de Santa Ana de Aguasal, donde hace unos años funcionaba el internado indígena fundado por los misioneros claretianos.
El dueño de la fonda es Guillermo Murillo, un embera nacido en el alto de Cascajero, que tuvo que abandonar su casa de la montaña junto con sus familiares después de los sucesos de febrero de 1987. Ese mes se partió en dos la historia del resguardo y miles de familias huyeron de sus casas al comenzar una racha de violencia que ha llenado de huérfanos, de penas y de sangre a los cuatro mil emberas que todavía viven en las selvas del río Andágueda.
Guillermo es de estatura baja, como casi todos los emberas de la montaña, pero es fornido y de brazos muy gruesos. En sus pequeños ojos brilla esa particular malicia de indio que le ha permitido sobrevivir hasta ahora a esa guerra entre hermanos que ya dura más de siete años. Hoy en su fonda hay música. No hay fiesta: simplemente se ha destapado una botella de aguardiente al caer la tarde. Las canciones salen de una grabadora de pilas, una de las tres mil o cuatro mil grabadoras de todas las marcas y tamaños que entraron al resguardo con la bonanza del oro. El dueño está tomando aguardiente y emborrachándose. Y mientras habla con uno de los maestros de la misión de Aguasal que ha ido a visitarlo, coge entre sus manos una pistola. Por momentos la toca como si fuera una joya tallada en un metal precioso. El arma es negra y pesada. Una Star 765. Parece una escuadra pavonada. Guillermo la mira con una sonrisa de satisfacción. Luego la pone sobre la mesa, con un poco de orgullo, y deja que el maestro la mire y la toque. Dice que la compró hace unos meses pero se niega a decir cuánto pagó por ella. En cambio dice cuántas balas puede disparar en una ráfaga.
Por supuesto que la pistola la compró sin papeles, como casi todas las pistolas que se compran y se venden en la selva. Guillermo tampoco tiene salvoconducto para usarla. En el Alto Andágueda no hay ninguna autoridad civil o militar que pida un papel de esos en muchas leguas a la redonda ni nadie que se ponga en la tarea inútil de conseguirlo.
Guillermo está feliz de tener la pistola ahí brillando entre sus manos. Cuando está en la tienda acostumbra dejarla en cualquiera de los tablones de los estantes. Cuando sale, la lleva metida en la pretina del pantalón. Siempre lista. Porque aun cuando las cosas están calmadas desde el año pasado, uno nunca sabe... Ahora la mira, mientras oye la música. El maestro insiste en preguntar por el precio del arma. ¿Quiere que le consiga una?, dice Guillermo. El maestro confiesa que lo suyo es pura curiosidad. Entonces Guillermo por fin dice por cuánto la compró en Pueblo Rico: quinientos mil pesos. Hoy puede valer cerca de un millón...
El maestro mira las tablas de madera con las que Guillermo ha levantado la fonda, las tejas de zinc con que construyó el techo, los anaqueles de la tienda casi vacíos, el surtido, las sillas... Y hace cuentas. Entonces comprende que la pistola que Guillermo tiene en sus manos vale más que todo eso junto.
Y se queda pensando...
Desde 1978, cuando la policía entró por la fuerza a Río Colorado, muchas armas como esa han reemplazado a las cerbatanas tradicionales de los emberas en el resguardo del Alto Andágueda. Y desde 1987, cuando empezó a correr la sangre a montones, es raro encontrar en ese vasto territorio un rancho donde haya un hombre que no tenga escondidos en el zarzo, o envueltos en plásticos, y enterrados junto a su tambo, una escopeta o una pistola, una carabina o un fusil. Algunas familias han vendido hasta sus vacas para comprarlos.
Hace veinte años, en las cincuenta mil hectáreas que ocupan los emberas en el Alto Andágueda —desde Aguasal hasta Río Colorado y desde Piedra Honda hasta el nudo de San Fernando—, no había más armas que el revólver del padre Betancur, cura párroco de la misión de Aguasal, y el revólver del inspector de Policía que pagaba el municipio de Bagadó. Los indios cazaban con sus cerbatanas y los escasos colonos negros de El Chuigo lo hacían con escopetas de fisto de un solo tiro. Los emberas vivían pobres, como todos los indios de este país, y se enfermaban de paludismo y de tuberculosis, y también sufrían de desnutrición, pero vivían tranquilos y se morían de lo que los blancos llaman muerte natural. De vez en cuando en alguna borrachera que terminaba en trifulca moría un indio macheteado o acuchillado por un enemigo. Cuando lo conocí, hace quince años, en su tambo, cerca del alto de Cascajero, Guillermo Murillo no había tenido necesidad de aprender a disparar.
¿Por qué ahora Guillermo tiene una pistola que vale más que toda su casa y sus enseres juntos? ¿Por qué hay armas enterradas y escondidas a lo largo y a lo ancho de las selvas? ¿Por qué tantas familias siguen escondidas, viviendo en ranchos miserables, junto a la carretera Quibdó-Medellín, y no se atreven a volver al resguardo? ¿Por qué se acabó la paz y hoy yacen bajo la tierra tantos hermanos de sangre asesinados a machete y a balazos?
La historia es muy larga y muy triste, y tiene que ver con una mina de oro que descubrió en 1975, en las montañas de la parte de arriba del resguardo, un embera de Río Colorado llamado Aníbal Murillo. Y es una historia de oro y de sangre.