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                                                                                                                                El país del espanto, según Juan Villoro

                                                                                                                                Fragmento de “La tierra de la gran promesa”, según los editores de Literatura Random House, “una metáfora del México contemporáneo” y la más reciente novela del reconocido escritor.

                                                                                                                                Juan Villoro * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Juan Villoro en conferencia de prensa. El protagonista de “La tierra de la gran promesa” es Diego González, un documentalista que habla dormido. Está casado con una sonidista que trata de descifrar lo que dice en sueños. Viaja a Barcelona, pero el pasado lo alcanza como una pesadilla, porque lo culpan de haber hecho un documental para entregar a un narco. / Archivo
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Diego habló con él en un arrabal de la Ciudad de México al que fue conducido con los ojos vendados. Lo más desconcertante había sido el entorno del narcotraficante, muy distinto a los lujosos vicios que le atribuía la imaginación popular, alimentada por el discurso del gobierno. (Más: Entrevista de El Espectador al escritor Fernando Vallejo sobre México).

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                En su clan nadie probaba la mercancía. Luego guardó silencio, alzó los ojos y dijo que había tenido un pastor alemán que se volvió adicto lamiendo rastros de cocaína. “Le decíamos Julio César Chávez”, sonrió al referirse al boxeador que los rumores convertían en cliente y cómplice del cártel de Sinaloa. Fue el único momento de la entrevista en que mostró sus dientes ribeteados de oro.

                                                                                                                                Cuando Salustiano empezó a usar anteojos dejaron de decirle Kung Fu, pero no podía prosperar sin un apodo que lo definiera. Conquistó el definitivo en forma peculiar. Había nacido en el Vainillo, Sinaloa. Además, era afecto al desodorante de vainilla para los coches: “Me gusta que huelan a nuevo, subir a una troca limpiecita; lo malo es que luego dejan de oler así”, declaró en el documental.

                                                                                                                                La más reciente novela de Juan Villoro está en librerías colombianas.
                                                                                                                                Foto: Cortesía de Literatura Random House

                                                                                                                                Entrar a un coche y respirar la fragancia de lo recién estrenado significaba tener futuro, la vida por delante, en el kilómetro cero. Pero bastaban unos meses para que el aroma químico del lujo fuera agraviado por el polvo, los rasguños de los huizaches en las puertas, rastros sanguinolentos, pelos sueltos, un diente en la juntura de las vestiduras. Demasiado pronto el evanescente olor a estatus era relevado por el tufo de la muerte.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Para demostrar que conocía a sus oponentes, hablaba de ellos con una procacidad que les rendía homenaje. El capo parecía más cerca de las emociones que el encendido psicópata que lo perseguía. Mientras hablaba, Salustiano Roca desviaba los ojos hacia un rincón, intimidado por la cámara, en busca de algo que le diera confianza.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Los espectadores no podían saber lo que miraba fuera de cuadro: el perro que lo acompañaba en su encierro. No se trataba del pastor alemán cocainómano que mencionó en la entrevista, sino de un ejemplar callejero, color mostaza, tendido junto a una pared descascarada. Salustiano se refería a su trabajo con la parquedad de un ranchero que habla de una cosecha malograda. En cambio, los celadores que fueron destituidos después de la fuga, exhibían sin recato el lenguaje soez que atribuían al narco para confirmar así su conocimiento del terreno delictivo y la capacidad de combatirlo en sus propios términos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El ex director del penal le había dicho a Diego: “Me pidieron que apretara a ese hijo de la chingada. No es fácil someter a un cabrón que tiene tantos huevos. Le quitamos la tele, le quitamos el agua caliente, le restringimos la visita de sus putitas, pero el güey no se quejaba. Si le preguntabas, te decía que estaba a toda madre, ¡el muy jodido! No es fácil quebrar a gente así. Tienen todo el billete que quieras y las viejas que quieras. Se los quitas y resisten; pueden vivir en un túnel acompañados de su rata favorita”.

                                                                                                                                Retrato hablado tuvo el contradictorio éxito del escándalo. Diego recibió amenazas por teléfono y correo electrónico, y durante tres semanas creyó ser vigilado por un automóvil color chocolate. Después de una función, una mujer que tal vez era la madre de un desaparecido, lo elogió de un modo preocupante: “Ojalá nos dure mucho tiempo”, le dijo, como si tuviera los días contados.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El doctor De la Cruz le habló de otro célebre reo que había cumplido una larga condena: “Cometimos el error de liberarlo; tenía derecho a salir, pero cuando eso pasó se encontró con que era un ídolo, la gente lo adoraba. Se había convertido en la gran verga y de inmediato volvió a las andadas. No supimos torcerlo a tiempo”. Detestó a ese tipo dispuesto a violar la ley como única forma de cumplirla.

                                                                                                                                La fuga de Salustiano Roca lo liquidó a él y a su gente. Dos de los funcionarios despedidos murieron antes de que se estrenara el documental, en circunstancias imposibles de indagar, y De la Cruz se fue al extranjero. A los demás se les perdió la pista. En forma accidental, De la Cruz le brindó otro testimonio que él no grabó pero que no pudo olvidar. Cuando la cámara ya estaba apagada, el funcionario sacó un tequila de 55 grados que venía directamente del alambique y sirvió un par de copas.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Minutos después le dijo que tenía una hija de cinco años que no había pronunciado una palabra. El problema no era físico, sencillamente se negaba a hablar. La vista se le nubló al hablar de esa niña silenciosa, testigo de la descomposición en que vivía. “Llegué a tener catorce guaruras”, agregó, como si el número de guardaespaldas explicara la boca callada de su hija.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Sintió lástima por ese hombre repugnante y devastado que dejó de dormir, arruinó su cotidianidad y la de su familia y silenció a la niña que lo miraba con los ojos del miedo. A su manera era otra víctima. ¿Había forma de ser testigo del horror sin compartirlo? ¿Qué vínculo podía tener él con esa niña que no quería hablar? Sólo sabía de ella por la voz entrecortada de su padre, al que detestaba. De un modo extraño, también Diego formaba parte de la misma desgracia, la de vivir en un país donde el espanto era la principal sensación de pertenencia.

                                                                                                                                * Escritor y periodista mexicano. Entre otros, ganó el Premio Herralde de Literatura en 2004 por su novela “El testigo” y es uno de los autores más reconocidos de Latinoamérica. Este texto se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.

                                                                                                                                Juan Villoro en conferencia de prensa. El protagonista de “La tierra de la gran promesa” es Diego González, un documentalista que habla dormido. Está casado con una sonidista que trata de descifrar lo que dice en sueños. Viaja a Barcelona, pero el pasado lo alcanza como una pesadilla, porque lo culpan de haber hecho un documental para entregar a un narco. / Archivo
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Diego habló con él en un arrabal de la Ciudad de México al que fue conducido con los ojos vendados. Lo más desconcertante había sido el entorno del narcotraficante, muy distinto a los lujosos vicios que le atribuía la imaginación popular, alimentada por el discurso del gobierno. (Más: Entrevista de El Espectador al escritor Fernando Vallejo sobre México).

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                En su clan nadie probaba la mercancía. Luego guardó silencio, alzó los ojos y dijo que había tenido un pastor alemán que se volvió adicto lamiendo rastros de cocaína. “Le decíamos Julio César Chávez”, sonrió al referirse al boxeador que los rumores convertían en cliente y cómplice del cártel de Sinaloa. Fue el único momento de la entrevista en que mostró sus dientes ribeteados de oro.

                                                                                                                                Cuando Salustiano empezó a usar anteojos dejaron de decirle Kung Fu, pero no podía prosperar sin un apodo que lo definiera. Conquistó el definitivo en forma peculiar. Había nacido en el Vainillo, Sinaloa. Además, era afecto al desodorante de vainilla para los coches: “Me gusta que huelan a nuevo, subir a una troca limpiecita; lo malo es que luego dejan de oler así”, declaró en el documental.

                                                                                                                                La más reciente novela de Juan Villoro está en librerías colombianas.
                                                                                                                                Foto: Cortesía de Literatura Random House

                                                                                                                                Entrar a un coche y respirar la fragancia de lo recién estrenado significaba tener futuro, la vida por delante, en el kilómetro cero. Pero bastaban unos meses para que el aroma químico del lujo fuera agraviado por el polvo, los rasguños de los huizaches en las puertas, rastros sanguinolentos, pelos sueltos, un diente en la juntura de las vestiduras. Demasiado pronto el evanescente olor a estatus era relevado por el tufo de la muerte.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Los espectadores no podían saber lo que miraba fuera de cuadro: el perro que lo acompañaba en su encierro. No se trataba del pastor alemán cocainómano que mencionó en la entrevista, sino de un ejemplar callejero, color mostaza, tendido junto a una pared descascarada. Salustiano se refería a su trabajo con la parquedad de un ranchero que habla de una cosecha malograda. En cambio, los celadores que fueron destituidos después de la fuga, exhibían sin recato el lenguaje soez que atribuían al narco para confirmar así su conocimiento del terreno delictivo y la capacidad de combatirlo en sus propios términos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El ex director del penal le había dicho a Diego: “Me pidieron que apretara a ese hijo de la chingada. No es fácil someter a un cabrón que tiene tantos huevos. Le quitamos la tele, le quitamos el agua caliente, le restringimos la visita de sus putitas, pero el güey no se quejaba. Si le preguntabas, te decía que estaba a toda madre, ¡el muy jodido! No es fácil quebrar a gente así. Tienen todo el billete que quieras y las viejas que quieras. Se los quitas y resisten; pueden vivir en un túnel acompañados de su rata favorita”.

                                                                                                                                Retrato hablado tuvo el contradictorio éxito del escándalo. Diego recibió amenazas por teléfono y correo electrónico, y durante tres semanas creyó ser vigilado por un automóvil color chocolate. Después de una función, una mujer que tal vez era la madre de un desaparecido, lo elogió de un modo preocupante: “Ojalá nos dure mucho tiempo”, le dijo, como si tuviera los días contados.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El doctor De la Cruz le habló de otro célebre reo que había cumplido una larga condena: “Cometimos el error de liberarlo; tenía derecho a salir, pero cuando eso pasó se encontró con que era un ídolo, la gente lo adoraba. Se había convertido en la gran verga y de inmediato volvió a las andadas. No supimos torcerlo a tiempo”. Detestó a ese tipo dispuesto a violar la ley como única forma de cumplirla.

                                                                                                                                La fuga de Salustiano Roca lo liquidó a él y a su gente. Dos de los funcionarios despedidos murieron antes de que se estrenara el documental, en circunstancias imposibles de indagar, y De la Cruz se fue al extranjero. A los demás se les perdió la pista. En forma accidental, De la Cruz le brindó otro testimonio que él no grabó pero que no pudo olvidar. Cuando la cámara ya estaba apagada, el funcionario sacó un tequila de 55 grados que venía directamente del alambique y sirvió un par de copas.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Minutos después le dijo que tenía una hija de cinco años que no había pronunciado una palabra. El problema no era físico, sencillamente se negaba a hablar. La vista se le nubló al hablar de esa niña silenciosa, testigo de la descomposición en que vivía. “Llegué a tener catorce guaruras”, agregó, como si el número de guardaespaldas explicara la boca callada de su hija.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Sintió lástima por ese hombre repugnante y devastado que dejó de dormir, arruinó su cotidianidad y la de su familia y silenció a la niña que lo miraba con los ojos del miedo. A su manera era otra víctima. ¿Había forma de ser testigo del horror sin compartirlo? ¿Qué vínculo podía tener él con esa niña que no quería hablar? Sólo sabía de ella por la voz entrecortada de su padre, al que detestaba. De un modo extraño, también Diego formaba parte de la misma desgracia, la de vivir en un país donde el espanto era la principal sensación de pertenencia.

                                                                                                                                * Escritor y periodista mexicano. Entre otros, ganó el Premio Herralde de Literatura en 2004 por su novela “El testigo” y es uno de los autores más reconocidos de Latinoamérica. Este texto se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.

                                                                                                                                Por Juan Villoro * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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