El país del espanto, según Juan Villoro
Fragmento de “La tierra de la gran promesa”, según los editores de Literatura Random House, “una metáfora del México contemporáneo” y la más reciente novela del reconocido escritor.
Juan Villoro * / Especial para El Espectador
Con frecuencia sentía que le negaban apoyos por la carga política de sus documentales. Logró filmar Retrato hablado gracias al sorprendente respaldo de Jaume Bonet. Entrevistó a Salustiano Roca, el Vainillo, capo de la droga que había huido de un penal en una ambulancia, vestido de médico, con la complicidad de las autoridades. (Recomendamos: entrevista de El Espectador a Juan Villoro sobre Diego Maradona).
Diego habló con él en un arrabal de la Ciudad de México al que fue conducido con los ojos vendados. Lo más desconcertante había sido el entorno del narcotraficante, muy distinto a los lujosos vicios que le atribuía la imaginación popular, alimentada por el discurso del gobierno. (Más: Entrevista de El Espectador al escritor Fernando Vallejo sobre México).
No se trataba de un villano que colecciona pistolas de oro, desayuna el hígado de su enemigo o le extirpa las uñas a la amante que lo traicionó, sino de un pobre diablo sin gramática, con la mirada perdida, que lo había citado en un cuarto donde el inodoro estaba tapado. El Vainillo hablaba en tono seco. Tal vez para ordenar decapitaciones alzara la voz, pero la cámara lo amedrentaba y su incapacidad verbal lo hacía ver humilde.
Su destino era una suma de precariedades. En la infancia le decían Kung Fu porque siempre tenía los ojos entrecerrados. Sólo se enteró de que padecía miopía a los veinte años, cuando le costaba trabajo apuntar con armas de fuego. Para entonces, ya estaba al servicio de un jefe de pandilla que le compró lentes. Diego le preguntó si consumía drogas y Salustiano negó con la cabeza.
En su clan nadie probaba la mercancía. Luego guardó silencio, alzó los ojos y dijo que había tenido un pastor alemán que se volvió adicto lamiendo rastros de cocaína. “Le decíamos Julio César Chávez”, sonrió al referirse al boxeador que los rumores convertían en cliente y cómplice del cártel de Sinaloa. Fue el único momento de la entrevista en que mostró sus dientes ribeteados de oro.
Cuando Salustiano empezó a usar anteojos dejaron de decirle Kung Fu, pero no podía prosperar sin un apodo que lo definiera. Conquistó el definitivo en forma peculiar. Había nacido en el Vainillo, Sinaloa. Además, era afecto al desodorante de vainilla para los coches: “Me gusta que huelan a nuevo, subir a una troca limpiecita; lo malo es que luego dejan de oler así”, declaró en el documental.
Entrar a un coche y respirar la fragancia de lo recién estrenado significaba tener futuro, la vida por delante, en el kilómetro cero. Pero bastaban unos meses para que el aroma químico del lujo fuera agraviado por el polvo, los rasguños de los huizaches en las puertas, rastros sanguinolentos, pelos sueltos, un diente en la juntura de las vestiduras. Demasiado pronto el evanescente olor a estatus era relevado por el tufo de la muerte.
A cada coche, Salustiano Roca le colgaba un pino oloroso a vainilla. En una refriega con otro cártel, el pino acabó sobre el cadáver ensangrentado de uno de sus lugartenientes. Roca organizó una venganza en la que murieron al menos dieciséis sicarios. A cada enemigo muerto le puso en el pecho un aromatizador de vainilla.
Esa tarjeta de presentación y su lugar de nacimiento definieron su nombre de guerra. Ante sus frases rotas y las manos que apretaba para concentrarse, Diego supo que si alguna vez tuviera que suplicar por su vida preferiría pedirle perdón al Vainillo que al exdirector del penal, el doctor Jacinto de la Cruz, hombre de amabilidad untuosa, con un posgrado en criminología en Missouri, que se transfiguraba al hablar del hampa.
Para demostrar que conocía a sus oponentes, hablaba de ellos con una procacidad que les rendía homenaje. El capo parecía más cerca de las emociones que el encendido psicópata que lo perseguía. Mientras hablaba, Salustiano Roca desviaba los ojos hacia un rincón, intimidado por la cámara, en busca de algo que le diera confianza.
Los espectadores no podían saber lo que miraba fuera de cuadro: el perro que lo acompañaba en su encierro. No se trataba del pastor alemán cocainómano que mencionó en la entrevista, sino de un ejemplar callejero, color mostaza, tendido junto a una pared descascarada. Salustiano se refería a su trabajo con la parquedad de un ranchero que habla de una cosecha malograda. En cambio, los celadores que fueron destituidos después de la fuga, exhibían sin recato el lenguaje soez que atribuían al narco para confirmar así su conocimiento del terreno delictivo y la capacidad de combatirlo en sus propios términos.
El ex director del penal le había dicho a Diego: “Me pidieron que apretara a ese hijo de la chingada. No es fácil someter a un cabrón que tiene tantos huevos. Le quitamos la tele, le quitamos el agua caliente, le restringimos la visita de sus putitas, pero el güey no se quejaba. Si le preguntabas, te decía que estaba a toda madre, ¡el muy jodido! No es fácil quebrar a gente así. Tienen todo el billete que quieras y las viejas que quieras. Se los quitas y resisten; pueden vivir en un túnel acompañados de su rata favorita”.
Retrato hablado tuvo el contradictorio éxito del escándalo. Diego recibió amenazas por teléfono y correo electrónico, y durante tres semanas creyó ser vigilado por un automóvil color chocolate. Después de una función, una mujer que tal vez era la madre de un desaparecido, lo elogió de un modo preocupante: “Ojalá nos dure mucho tiempo”, le dijo, como si tuviera los días contados.
El doctor De la Cruz le habló de otro célebre reo que había cumplido una larga condena: “Cometimos el error de liberarlo; tenía derecho a salir, pero cuando eso pasó se encontró con que era un ídolo, la gente lo adoraba. Se había convertido en la gran verga y de inmediato volvió a las andadas. No supimos torcerlo a tiempo”. Detestó a ese tipo dispuesto a violar la ley como única forma de cumplirla.
La fuga de Salustiano Roca lo liquidó a él y a su gente. Dos de los funcionarios despedidos murieron antes de que se estrenara el documental, en circunstancias imposibles de indagar, y De la Cruz se fue al extranjero. A los demás se les perdió la pista. En forma accidental, De la Cruz le brindó otro testimonio que él no grabó pero que no pudo olvidar. Cuando la cámara ya estaba apagada, el funcionario sacó un tequila de 55 grados que venía directamente del alambique y sirvió un par de copas.
Minutos después le dijo que tenía una hija de cinco años que no había pronunciado una palabra. El problema no era físico, sencillamente se negaba a hablar. La vista se le nubló al hablar de esa niña silenciosa, testigo de la descomposición en que vivía. “Llegué a tener catorce guaruras”, agregó, como si el número de guardaespaldas explicara la boca callada de su hija.
Sintió lástima por ese hombre repugnante y devastado que dejó de dormir, arruinó su cotidianidad y la de su familia y silenció a la niña que lo miraba con los ojos del miedo. A su manera era otra víctima. ¿Había forma de ser testigo del horror sin compartirlo? ¿Qué vínculo podía tener él con esa niña que no quería hablar? Sólo sabía de ella por la voz entrecortada de su padre, al que detestaba. De un modo extraño, también Diego formaba parte de la misma desgracia, la de vivir en un país donde el espanto era la principal sensación de pertenencia.
* Escritor y periodista mexicano. Entre otros, ganó el Premio Herralde de Literatura en 2004 por su novela “El testigo” y es uno de los autores más reconocidos de Latinoamérica. Este texto se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.
Con frecuencia sentía que le negaban apoyos por la carga política de sus documentales. Logró filmar Retrato hablado gracias al sorprendente respaldo de Jaume Bonet. Entrevistó a Salustiano Roca, el Vainillo, capo de la droga que había huido de un penal en una ambulancia, vestido de médico, con la complicidad de las autoridades. (Recomendamos: entrevista de El Espectador a Juan Villoro sobre Diego Maradona).
Diego habló con él en un arrabal de la Ciudad de México al que fue conducido con los ojos vendados. Lo más desconcertante había sido el entorno del narcotraficante, muy distinto a los lujosos vicios que le atribuía la imaginación popular, alimentada por el discurso del gobierno. (Más: Entrevista de El Espectador al escritor Fernando Vallejo sobre México).
No se trataba de un villano que colecciona pistolas de oro, desayuna el hígado de su enemigo o le extirpa las uñas a la amante que lo traicionó, sino de un pobre diablo sin gramática, con la mirada perdida, que lo había citado en un cuarto donde el inodoro estaba tapado. El Vainillo hablaba en tono seco. Tal vez para ordenar decapitaciones alzara la voz, pero la cámara lo amedrentaba y su incapacidad verbal lo hacía ver humilde.
Su destino era una suma de precariedades. En la infancia le decían Kung Fu porque siempre tenía los ojos entrecerrados. Sólo se enteró de que padecía miopía a los veinte años, cuando le costaba trabajo apuntar con armas de fuego. Para entonces, ya estaba al servicio de un jefe de pandilla que le compró lentes. Diego le preguntó si consumía drogas y Salustiano negó con la cabeza.
En su clan nadie probaba la mercancía. Luego guardó silencio, alzó los ojos y dijo que había tenido un pastor alemán que se volvió adicto lamiendo rastros de cocaína. “Le decíamos Julio César Chávez”, sonrió al referirse al boxeador que los rumores convertían en cliente y cómplice del cártel de Sinaloa. Fue el único momento de la entrevista en que mostró sus dientes ribeteados de oro.
Cuando Salustiano empezó a usar anteojos dejaron de decirle Kung Fu, pero no podía prosperar sin un apodo que lo definiera. Conquistó el definitivo en forma peculiar. Había nacido en el Vainillo, Sinaloa. Además, era afecto al desodorante de vainilla para los coches: “Me gusta que huelan a nuevo, subir a una troca limpiecita; lo malo es que luego dejan de oler así”, declaró en el documental.
Entrar a un coche y respirar la fragancia de lo recién estrenado significaba tener futuro, la vida por delante, en el kilómetro cero. Pero bastaban unos meses para que el aroma químico del lujo fuera agraviado por el polvo, los rasguños de los huizaches en las puertas, rastros sanguinolentos, pelos sueltos, un diente en la juntura de las vestiduras. Demasiado pronto el evanescente olor a estatus era relevado por el tufo de la muerte.
A cada coche, Salustiano Roca le colgaba un pino oloroso a vainilla. En una refriega con otro cártel, el pino acabó sobre el cadáver ensangrentado de uno de sus lugartenientes. Roca organizó una venganza en la que murieron al menos dieciséis sicarios. A cada enemigo muerto le puso en el pecho un aromatizador de vainilla.
Esa tarjeta de presentación y su lugar de nacimiento definieron su nombre de guerra. Ante sus frases rotas y las manos que apretaba para concentrarse, Diego supo que si alguna vez tuviera que suplicar por su vida preferiría pedirle perdón al Vainillo que al exdirector del penal, el doctor Jacinto de la Cruz, hombre de amabilidad untuosa, con un posgrado en criminología en Missouri, que se transfiguraba al hablar del hampa.
Para demostrar que conocía a sus oponentes, hablaba de ellos con una procacidad que les rendía homenaje. El capo parecía más cerca de las emociones que el encendido psicópata que lo perseguía. Mientras hablaba, Salustiano Roca desviaba los ojos hacia un rincón, intimidado por la cámara, en busca de algo que le diera confianza.
Los espectadores no podían saber lo que miraba fuera de cuadro: el perro que lo acompañaba en su encierro. No se trataba del pastor alemán cocainómano que mencionó en la entrevista, sino de un ejemplar callejero, color mostaza, tendido junto a una pared descascarada. Salustiano se refería a su trabajo con la parquedad de un ranchero que habla de una cosecha malograda. En cambio, los celadores que fueron destituidos después de la fuga, exhibían sin recato el lenguaje soez que atribuían al narco para confirmar así su conocimiento del terreno delictivo y la capacidad de combatirlo en sus propios términos.
El ex director del penal le había dicho a Diego: “Me pidieron que apretara a ese hijo de la chingada. No es fácil someter a un cabrón que tiene tantos huevos. Le quitamos la tele, le quitamos el agua caliente, le restringimos la visita de sus putitas, pero el güey no se quejaba. Si le preguntabas, te decía que estaba a toda madre, ¡el muy jodido! No es fácil quebrar a gente así. Tienen todo el billete que quieras y las viejas que quieras. Se los quitas y resisten; pueden vivir en un túnel acompañados de su rata favorita”.
Retrato hablado tuvo el contradictorio éxito del escándalo. Diego recibió amenazas por teléfono y correo electrónico, y durante tres semanas creyó ser vigilado por un automóvil color chocolate. Después de una función, una mujer que tal vez era la madre de un desaparecido, lo elogió de un modo preocupante: “Ojalá nos dure mucho tiempo”, le dijo, como si tuviera los días contados.
El doctor De la Cruz le habló de otro célebre reo que había cumplido una larga condena: “Cometimos el error de liberarlo; tenía derecho a salir, pero cuando eso pasó se encontró con que era un ídolo, la gente lo adoraba. Se había convertido en la gran verga y de inmediato volvió a las andadas. No supimos torcerlo a tiempo”. Detestó a ese tipo dispuesto a violar la ley como única forma de cumplirla.
La fuga de Salustiano Roca lo liquidó a él y a su gente. Dos de los funcionarios despedidos murieron antes de que se estrenara el documental, en circunstancias imposibles de indagar, y De la Cruz se fue al extranjero. A los demás se les perdió la pista. En forma accidental, De la Cruz le brindó otro testimonio que él no grabó pero que no pudo olvidar. Cuando la cámara ya estaba apagada, el funcionario sacó un tequila de 55 grados que venía directamente del alambique y sirvió un par de copas.
Minutos después le dijo que tenía una hija de cinco años que no había pronunciado una palabra. El problema no era físico, sencillamente se negaba a hablar. La vista se le nubló al hablar de esa niña silenciosa, testigo de la descomposición en que vivía. “Llegué a tener catorce guaruras”, agregó, como si el número de guardaespaldas explicara la boca callada de su hija.
Sintió lástima por ese hombre repugnante y devastado que dejó de dormir, arruinó su cotidianidad y la de su familia y silenció a la niña que lo miraba con los ojos del miedo. A su manera era otra víctima. ¿Había forma de ser testigo del horror sin compartirlo? ¿Qué vínculo podía tener él con esa niña que no quería hablar? Sólo sabía de ella por la voz entrecortada de su padre, al que detestaba. De un modo extraño, también Diego formaba parte de la misma desgracia, la de vivir en un país donde el espanto era la principal sensación de pertenencia.
* Escritor y periodista mexicano. Entre otros, ganó el Premio Herralde de Literatura en 2004 por su novela “El testigo” y es uno de los autores más reconocidos de Latinoamérica. Este texto se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.