“El pantano del terror”, un cuento para recordar a Truman Capote
Hoy se cumplen cuatro décadas de la muerte del gran escritor estadounidense, y este es el año del centenario de su natalicio, por lo que publicamos uno de sus relatos menos conocidos, del libro “Los primeros cuentos”, sello editorial Lumen.
Truman Capote * / Especial para El Espectador
—Lo que te digo, Jep, es que si piensas meterte en ese bosque a buscar a ese presidiario has perdido la razón con la que naciste. El chico que habló era menudo y tenía la cara morena cubierta de pecas. Miraba impaciente a su compañero.
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—Lo que te digo, Jep, es que si piensas meterte en ese bosque a buscar a ese presidiario has perdido la razón con la que naciste. El chico que habló era menudo y tenía la cara morena cubierta de pecas. Miraba impaciente a su compañero.
—Escúchame, dijo Jep. Sé muy bien lo que estoy haciendo, y no necesito ningún consejo de tu sucia boca.
—En verdad creo que estás loco. ¿Qué diría tu madre si se enterara de que estuviste en este bosque espantoso buscando a un presidiario?
—Lemmie, no te estoy pidiendo nada, y menos que me estés encima. Puedes regresar. Pete y yo seguiremos adelante y encontraremos a ese desgraciado, y luego iremos juntos, él y yo solos, y le diremos a toda esa gente que lo está buscando dónde está. ¿No es verdad, Pete?, y palmeó a un perro marrón canela que trotaba a su lado. (Lea un ensayo de Nelson Fredy Padilla sobre la influencia universal de la obra literaria de Trauman Capote)
Caminaron un poco más sin hablar. El chico llamado Lemmie no se decidía. El bosque estaba oscuro y silencioso. A veces un pájaro aleteaba o cantaba entre los árboles, y cuando se acercaba al río, ellos podían oírlo moviéndose rápidamente entre las rocas y las pequeñas cascadas. Sí, todo estaba realmente silencioso. Lemmie detestaba la idea de volver caminando solo hasta la salida del bosque, pero más detestaba la idea de seguir con Jep.
—Bueno, Jep, dijo por fin, creo que voy a regresar. No voy a seguir metiéndome en este lugar, no con todos estos árboles y arbustos que ese presidiario puede haber usado para esconderse y saltar sobre nosotros y matarnos.
—De acuerdo, vete, mariquita. Ojalá te agarre cuando estés cruzando el bosque solo.
—Bien, adiós. Supongo que te veré mañana en la escuela.
—Tal vez. Adiós. Jep pudo oír a Lemmie corriendo por la maleza, los pies furtivos como un conejo asustado. “Eso es lo que es”, pensó Jep, “sólo un conejo asustado.
Qué pendejo este Lemmie. Nunca debimos traerlo con nosotros, ¿verdad, Pete?”. Lo preguntó en voz alta, y el viejo perro marrón canela, quizás asustado por la interrupción demasiado brusca del silencio, lanzó un ladridito rápido y temeroso. Siguieron caminando en silencio. Cada tanto Jep se detenía y se quedaba escuchando atentamente el bosque. Pero no oía el menor sonido que indicara la presencia de alguien que no fuera él. A veces llegaban a un claro tapizado de suave musgo verde y sombreado por altos árboles de magnolias cubiertos de grandes flores blancas que olían a muerte.
“Tal vez debí haberle hecho caso a Lemmie. Este lugar realmente da miedo”. Contempló las copas de los árboles, entre las que cada tanto aparecían unos parches azules. Estaba tan oscura esa parte del bosque. Casi como si fuera de noche. De pronto oyó un zumbido. Casi en ese mismo instante lo reconoció y se quedó paralizado de miedo; luego, Pete lanzó un aullidito breve y horrendo que rompió el hechizo. Se dio vuelta: una gran serpiente se preparaba para atacar por segunda vez.
Jep saltó lo más lejos que pudo, tropezó y cayó boca abajo. ¡Dios, era el fin! Se obligó a mirar a su alrededor, esperando ver a la serpiente girando en el aire hacia él, pero cuando sus ojos pudieron hacer foco no encontraron nada. Luego vio la punta de una cola y un largo cordón de botones musicales reptando entre los matorrales. Por unos minutos no pudo moverse; estaba aturdido por la conmoción y tenía el cuerpo entumecido por el terror. Se incorporó por fin sobre un codo y buscó a Pete, pero Pete ya no estaba a la vista. Saltó y empezó a buscar el perro frenéticamente.
Cuando lo encontró, Pete había rodado hasta una zanja rojiza y yacía muerto en el fondo, tieso e hinchado. Jep no lloró; estaba demasiado asustado para eso. ¿Qué haría ahora? No sabía dónde estaba. Empezó a correr y luego a llorar como loco a través del bosque, pero no pudo encontrar el camino. Oh, ¿qué sentido tenía? Estaba perdido. Luego recordó el río, pero era inútil. Corría a través del pantano, y por momentos era demasiado profundo para vadearlo, y en verano seguro que estaba infestado de serpientes. Se acercaba la oscuridad, y los árboles empezaban a arrojar sombras grotescas sobre él. “¿Cómo hará ese presidiario para permanecer aquí?”, pensó. “Oh, Dios, ¡el presidiario! Me había olvidado de él. Debo salir de este lugar».
Corrió y corrió. Por fin llegó hasta uno de los claros. La luna brillaba justo en el centro. Parecía una catedral. “Tal vez si me trepo a un árbol”, pensó, “podré ver el campo y encontrar la manera de salir de aquí”. Miró a su alrededor buscando el árbol más alto. Había un sicomoro flaco y erguido que casi no tenía ramas en la base. Pero Jep era bueno trepando. Quizá pudiera lograrlo. Abrazó el tronco del árbol con sus pequeñas, fuertes piernas, y empezó a impulsarse hacia arriba, palmo a palmo. Trepaba dos pies y bajaba uno. Mantuvo la cabeza hacia atrás, buscando la rama más próxima a la que pudiera abrazarse.
Cuando la alcanzó, se aferró a ella y dejó que las piernas soltaran el tronco y quedaran colgando. Por un segundo pensó que se desplomaría. Luego balanceó su pierna hacia la rama cercana y se sentó a horcajadas sobre ella, jadeando. Después de un rato siguió subiendo y trepando, rama tras rama. El suelo se alejaba más y más. Cuando llegó a la cima, alzó la cabeza por encima de la copa del árbol y miró en derredor, pero no pudo ver nada que no fueran árboles, árboles por todas partes.
Bajó hasta la rama más ancha y sólida del árbol. Se sentía seguro allí, tan lejos del suelo. Allí arriba nadie podía verlo. Tendría que pasar la noche en el árbol. Si tan solo pudiera permanecer despierto y no dormirse. Pero estaba tan cansado que le parecía que todo giraba y giraba a su alrededor. Cerró los ojos un segundo y casi perdió el equilibrio. Salió del trance sobresaltado y se abofeteó las mejillas. El silencio era tal que no oía los grillos ni la serenata nocturna de las ranas. No, todo era silencio y miedo y misterio.
¿Qué era eso? Saltó, asustado; oyó voces que se acercaban; ¡estaban casi debajo de él! Miró hacia abajo, hacia la tierra, y pudo ver dos figuras que se movían entre los matorrales. Se dirigían hacia el claro. ¡Oh, gracias a Dios! Debían de ser dos de los rastreadores. Pero luego oyó una de las voces que gritaba, débil y asustada: “¡Basta! ¡Oh, por favor, déjeme ir! ¡Quiero ir a casa!”. ¿Dónde había oído antes esa voz? Por supuesto, ¡era la voz de Lemmie! Pero ¿qué hacía Lemmie tan adentro en el bosque? Si se había vuelto a su casa. ¿Quién lo tenía en su poder? Todos esos pensamientos se precipitaron en la mente de Jep; luego, de pronto, se le vino encima el sentido de lo que estaba sucediendo.
¡El presidiario prófugo tenía a Lemmie! Una voz profunda y amenazante cortó el aire: “¡Cállate, mocoso!”. Podía oír el sollozo asustado de Lemmie. Ahora sus voces eran nítidas; estaban prácticamente debajo del árbol. Jep contuvo el aliento con temor. Podía oír los latidos de su corazón y le dolían los músculos contraídos del estómago. —¡Siéntate aquí, niño, ordenó el presidiario, y deja de gritar! Jep vio que Lemmie caía indefenso al suelo y rodaba por el suave musgo, tratando desesperadamente de sofocar sus sollozos. El presidiario seguía de pie. Era grande y musculoso. Jep no pudo verle el pelo; lo tenía cubierto con un enorme sombrero de paja, uno de los que llevan los presidiarios cuando trabajan en grupo, encadenados.
—Ahora dime, niño, exigió sacudiendo a Lemmie, ¿cuántos me están buscando? Lemmie no dijo nada. —¡Contéstame!
—No lo sé, contestó débilmente Lemmie.
—De acuerdo. Muy bien. Pero dime: ¿qué partes del bosque han revisado ya?
—No lo sé.
—Oh, maldito seas, el presidiario abofeteó a Lemmie, que sufrió un nuevo ataque de histeria. “Oh, no, no, esto no puede estar sucediéndome”, pensó Jep. “Todo es un sueño, una pesadilla. Despertaré y descubriré que nada de esto ocurrió”. Cerró los ojos y los abrió, en un intento físico de demostrar que todo era sólo una pesadilla. Pero el presidiario y Lemmie estaban allí; y allí estaba él, encaramado en el árbol, demasiado asustado incluso para respirar. Si sólo tuviera algo pesado, podría arrojarlo sobre la cabeza del presidiario y dejarlo seco. Pero no tenía nada. Interrumpió sus pensamientos a mitad de camino, pues el presidiario volvía a hablar.
—Bien, vámonos, niño; no podemos quedarnos aquí toda la noche. La luna también se ha ido; debe de estar por llover. Y examinó el cielo a través de las copas de los árboles. A Jep se le congeló la sangre de terror; el presidiario parecía estar mirando directamente la rama en la que él estaba sentado. Lo descubriría de un momento a otro. Jep cerró los ojos. Los segundos pasaron como horas. Cuando por fin tuvo el valor de volver a mirar, vio que el presidiario trataba de levantar a Lemmie del suelo. ¡Gracias a Dios, no lo había visto!
—Levántate, niño, antes de que te dé una paliza, dijo el presidiario. Sostenía a Lemmie en el aire como una bolsa de papas. Luego, de pronto, lo dejó caer. “¡Deja de llorar!», le gritó. El tono de su voz era tan electrizante que Lemmie enmudeció en el acto. Algo estaba ocurriendo. El presidiario estaba de pie junto al árbol, escuchando atentamente el bosque. Entonces lo oyó también Jep. Algo se acercaba a través de los matorrales. Oyó un chasquido de ramas y matas arañadas. Desde donde estaba sentado pudo ver qué era. Diez hombres cerraban un círculo alrededor del claro. Pero el presidiario sólo podía oír el ruido. No estaba seguro de qué sucedía; sintió pánico.
—¡Estamos aquí!, aulló Lemmie: ¡aquí...!
Pero el presidiario lo había sujetado y apretaba furtivamente su rostro contra el suelo. El pequeño cuerpo se debatió y pataleó y luego, súbitamente, se aflojó y yació muy quieto. Jep vio cómo el presidiario retiraba su mano de la parte posterior de la cabeza del chico. Algo sucedía con Lemmie. Luego Jep lo comprendió en un fogonazo, como si simplemente lo supiera: ¡Lemmie estaba muerto! ¡El presidiario lo había asfixiado hasta matarlo! Los hombres dejaron de acercarse en puntas de pie e irrumpieron furiosamente a través de la maleza. El presidiario vio que estaba atrapado; retrocedió contra el tronco del árbol de Jep y se puso a gemir. Y luego todo había terminado. Jep aulló y los hombres alzaron los brazos para recogerlo. Saltó y aterrizó ileso en brazos de uno de los hombres. El presidiario lloraba esposado.
—¡Maldito niño! ¡Todo por su culpa! Jep miró hacia Lemmie. Uno de los hombres estaba inclinado sobre él. Jep oyó que se volvía hacia el hombre que estaba a su lado y le decía: —Sí, está muerto. Entonces Jep se echó a reír. Reía histéricamente, y por sus mejillas corrían lágrimas saladas y cálidas.
* Traducción Alan Pauls. Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Truman Capote: Nacido en Nueva Orleans, Truman Capote estudió en el Trinity School y la St John’s Academy de Nueva York. A los 23 años publicó su primera novela, Otras voces, otros ámbitos (1948), en la que relata la búsqueda de identidad de un joven sureño. Entre sus títulos se destacan Un árbol de la noche y otros cuentos (1949), El arpa de hierba (1951), Se oyen las musas (1956), Desayuno en Tiffany (1958) y Música para camaleones (1980). Su obra más famosa es la novela de no ficción A sangre fría (1966), llevada al cine por Richard Brooks en 1967, que revolucionó para siempre la historia de la literatura. Murió el 25 de agosto de 1984 en Los Ángeles, EE. UU. La Biblioteca Capote del sello Lumen ha publicado A sangre fría, Desayuno en Tiffany, Música para camaleones, Los primeros cuentos -donde se recogen relatos escritos en su juventud-, Plegarias atendidas, Retratos y Otras voces, otros ámbitos, a los que ahora se agrega El arpa de hierba.