El papel de la cultura en la Comisión de la verdad
Se requiere que la cultura sea vista y comprendida en toda su dimensión. Se requiere que seamos capaces de leer también las expresiones del arte y la cultura que brotan a diario en las comunidades que se resisten a hacer parte de las violencias sembrando mitos y ritos por todo el territorio para que perviva la esperanza.
Lucía González, comisionada de la Comisión de la Verdad
Hace ya un par de décadas, Gabriel García Márquez le preguntó a William Ospina por qué las soluciones a la guerra que planteaba Colombia no pasaban, esencialmente, por la educación y la cultura. Si bien hemos avanzado en hacer de la cultura un lugar para la construcción de lazos, resistencia, identidad, unidad y, sobre todo, lenguaje para nombrar los dolores, pero también los sueños y esperanzas; la reflexión sobre los asuntos de la cultura que han ayudado a instalar, desarrollar y perpetuar este conflicto armado que ha vivido Colombia por años no se han nombrado suficientemente. No se han relacionado, por ejemplo, los orígenes y formas en que se ha expresado el conflicto armado a los valores y a las prácticas culturales, y mucho menos han sido la base sobre la cual se propongan las transformaciones que el país requiere para vivir armónicamente en comunidad, como seres humanos con igual dignidad y con acceso pleno a los derechos.
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Hablar del poder transformador de la cultura resulta casi un insulto para las mentes ilustradas o para los pueblos que se han expresado a través de los lenguajes del arte y la cultura por siglos; sin embargo, en la institucionalidad nacional la conciencia sobre la potencia transformadora del arte y la cultura es muy precaria y en muchos casos, inexistente.
Como dice el profesor German Rey (Mayo 2018): “Si la cultura tiene que ver con la afirmación de los lazos, la pertenencia, el arraigo o las identidades, todos ellos se vieron fracturados durante este más de medio siglo de una manera pertinaz y sin tregua. Y si se relaciona con las memorias individuales y colectivas, las identidades, la comunicación, las creencias y el mundo simbólico, todos ellos fueron socavados constantemente por las diferentes formas de violencia”. ¿Por qué entonces la cultura no ocupa un lugar más preponderante en la pregunta por la paz?
La cultura es, en esencia, lo que realmente se transforma en una comunidad. La falta de conciencia sobre el papel transformador de la cultura ha hecho que un país como el nuestro desconozca sus orígenes, sus valores ancestrales, ubique por fuera de sí sus principales referentes, desconozca a sus pares, subvalore la riqueza inmensa de la diversidad y permanezca por años ajeno a su propia realidad. La ausencia de una comprensión profunda sobre esta dimensión dificulta enormemente la comprensión de la tarea política y social que la cultura juega en la constitución de un modo de ser nacional, local e individual. Y tal vez la tarea más urgente por cumplir, el escenario más profundo por abordar para realizar las transformaciones reales que Colombia requiere, es la de conceder a la cultura el lugar que corresponde y, a las artes, la misión enriquecedora de la vida que le compete.
Está claro para muchos que Colombia necesita con urgencia hacer el tránsito de una sociedad en guerra a una que aprende a convivir; lo que no está claro es que en el corazón de ese cambio requerido está la cultura entendida como “el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social” (Unesco), que fundada sobre creencias e imaginarios construidos por años, de manera inconsciente en la mayoría de las veces, define las identidades, los valores, valoraciones y las formas de relacionarnos: el sentido que damos al orden y a la ley. Pero no son las leyes y las instituciones las que transforman una sociedad sino la cultura que las sustenta y, por eso, intentar hacer un cambio imponiendo las formas sobre los sentidos hace lento o inútil este esfuerzo.
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Colombia necesita preguntarse sobre los asuntos de la cultura en los que se ha fundado esta guerra, sobre los valores, los paradigmas y las costumbres arraigadas por años que han permitido la eliminación, la exclusión, el desprecio o el señalamiento de personas y comunidades, de oficios, creencias y filiaciones políticas. Borrar o subvalorar al diferente se naturalizó desde el exterminio de poblaciones indígenas en la conquista, pasando por las “guahibiadas” o cacería de indígenas por colonos que habitaban los Llanos Orientales, desde finales del siglo XIX hasta finales del siglo XX, y los asesinatos de miles de indígenas en la Violencia, hasta nuestros días.
En el 2020 fueron asesinados 300 líderes sociales, muchos de ellos indígenas, y 61 firmantes del Acuerdo de paz en la Habana sin que el Estado ni los ciudadanos levantáramos al unísono una voz de protesta contra estos actos de inhumanidad. “Desde el 1 de enero de 1973 hasta el 6 de abril de 2018 se han registrado, al menos, 14.637 violaciones a la vida, libertad e integridad cometidas contra sindicalistas:”[1], casos con un 98% de impunidad, solo para nombrar algunas poblaciones afectadas por la que no ha habido duelo nacional. No es solo la justicia la que falla, es nuestra propia dignidad la que queda en cuestión. ¿Cómo es posible que este país haya tenido mucho más de ocho millones de víctimas y aun nos preguntemos si es necesario hacer una reflexión que nos lleve a la no repetición y a emprender el camino hacia la reconciliación? ¿Qué hay de fondo que nos impide ver el daño que hay en nuestra cultura?
La guerra, por supuesto, ha profundizado el daño; ha naturalizado la muerte y el horror, ha alentado la disputa política, ha retrasado el desarrollo y la democracia; somos víctimas de un profundo trauma cultural que nos hace muy difícil vislumbrar el camino de salida.
Se requiere entonces que la cultura sea vista y comprendida en toda su dimensión. Se requiere que seamos capaces de leer también las expresiones del arte y la cultura que brotan a diario en las comunidades que se resisten a hacer parte de las violencias sembrando mitos y ritos por todo el territorio para que perviva la esperanza. Bastaría agudizar la mirada y el corazón y escuchar las canciones, las dramaturgias, los poemas, las festividades, los símbolos que claman por el respeto a la vida.
Pero algo ha empezado a suceder que es necesario estimular. Puede ser el momento para hacernos finalmente una idea más completa y rica de lo que somos y asumir esta complejidad no solo como una riqueza, sino como un valor moderno que nos permite ser originales y a la vez parte de muchos mundos y muchas culturas contrarios a un monocultivo y, por lo tanto, más resistentes, con mayores recursos para enfrentar las adversidades, con más respuestas para apoyarnos y servirle al mundo. Tal vez haya sido la guerra misma la que ha estimulado la necesidad de nombrar lo innombrable, de narrar lo inenarrable, de levantar la voz y hacerse sentir. Hoy, a través de las expresiones artísticas, conocemos más pueblos y más culturas.
Corresponde entonces a quienes tenemos una apuesta ética y política preguntarnos por el proyecto cultural sobre el que debe afincarse una nueva Colombia. Corresponde a las entidades culturales entender el valor de su existencia en la construcción de la nación, apuntar con criterio y carácter a una idea de sociedad y de Estado realmente democrático e incluyente, y hacer de su discurso, de su programación, de su interacción con el público y con la sociedad en general, una tarea conscientemente transformadora. Es urgente intentar desde la cultura los cambios que la economía y la política no han hecho.
Es por todo esto que, para la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, las pregunta por los asuntos de la cultura que han fundado y estimulado el conflicto armado en Colombia y la pregunta por los daños o afectaciones del conflicto armado a la cultura, tienen un importante lugar en la tarea investigativa con el fin de identificar estos factores culturales que es necesario transformar para vivir en paz. También hemos puesto atención y hemos estimulado las prácticas artísticas y culturales que emanan del corazón de las comunidades: a través de ellas las comunidades narran su historia, se hacen visibles con su tragedia y sus propuestas y, sobre todo, ponen en evidencia esa identidad que los ata al territorio y a los suyos. Esto les ha permitido resistir los embates de esta guerra infame que se resiste a parar.
De esta tarea nos va quedando la confirmación de una herencia colonial llena de categorizaciones que se han convertido en desprecio de razas, clases y comunidades; de la doctrina anticomunista ha ido quedando el desprecio y la eliminación a todo pensamiento alternativo y reivindicativo. Pero también es necesario decir que en los cantos, las danzas, los poemas y en miles de actos creativos que nacen en nuestros ríos, montañas y ciudades, se hace visible una sociedad plural, rica, fuerte, con una voluntad infinita de resistir, re-existir, perdonar y, sobre todo, alentarnos a lograr la paz.
[1] Informe de la Escuela Nacional Sindical 2018
Hace ya un par de décadas, Gabriel García Márquez le preguntó a William Ospina por qué las soluciones a la guerra que planteaba Colombia no pasaban, esencialmente, por la educación y la cultura. Si bien hemos avanzado en hacer de la cultura un lugar para la construcción de lazos, resistencia, identidad, unidad y, sobre todo, lenguaje para nombrar los dolores, pero también los sueños y esperanzas; la reflexión sobre los asuntos de la cultura que han ayudado a instalar, desarrollar y perpetuar este conflicto armado que ha vivido Colombia por años no se han nombrado suficientemente. No se han relacionado, por ejemplo, los orígenes y formas en que se ha expresado el conflicto armado a los valores y a las prácticas culturales, y mucho menos han sido la base sobre la cual se propongan las transformaciones que el país requiere para vivir armónicamente en comunidad, como seres humanos con igual dignidad y con acceso pleno a los derechos.
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Como dice el profesor German Rey (Mayo 2018): “Si la cultura tiene que ver con la afirmación de los lazos, la pertenencia, el arraigo o las identidades, todos ellos se vieron fracturados durante este más de medio siglo de una manera pertinaz y sin tregua. Y si se relaciona con las memorias individuales y colectivas, las identidades, la comunicación, las creencias y el mundo simbólico, todos ellos fueron socavados constantemente por las diferentes formas de violencia”. ¿Por qué entonces la cultura no ocupa un lugar más preponderante en la pregunta por la paz?
La cultura es, en esencia, lo que realmente se transforma en una comunidad. La falta de conciencia sobre el papel transformador de la cultura ha hecho que un país como el nuestro desconozca sus orígenes, sus valores ancestrales, ubique por fuera de sí sus principales referentes, desconozca a sus pares, subvalore la riqueza inmensa de la diversidad y permanezca por años ajeno a su propia realidad. La ausencia de una comprensión profunda sobre esta dimensión dificulta enormemente la comprensión de la tarea política y social que la cultura juega en la constitución de un modo de ser nacional, local e individual. Y tal vez la tarea más urgente por cumplir, el escenario más profundo por abordar para realizar las transformaciones reales que Colombia requiere, es la de conceder a la cultura el lugar que corresponde y, a las artes, la misión enriquecedora de la vida que le compete.
Está claro para muchos que Colombia necesita con urgencia hacer el tránsito de una sociedad en guerra a una que aprende a convivir; lo que no está claro es que en el corazón de ese cambio requerido está la cultura entendida como “el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social” (Unesco), que fundada sobre creencias e imaginarios construidos por años, de manera inconsciente en la mayoría de las veces, define las identidades, los valores, valoraciones y las formas de relacionarnos: el sentido que damos al orden y a la ley. Pero no son las leyes y las instituciones las que transforman una sociedad sino la cultura que las sustenta y, por eso, intentar hacer un cambio imponiendo las formas sobre los sentidos hace lento o inútil este esfuerzo.
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Colombia necesita preguntarse sobre los asuntos de la cultura en los que se ha fundado esta guerra, sobre los valores, los paradigmas y las costumbres arraigadas por años que han permitido la eliminación, la exclusión, el desprecio o el señalamiento de personas y comunidades, de oficios, creencias y filiaciones políticas. Borrar o subvalorar al diferente se naturalizó desde el exterminio de poblaciones indígenas en la conquista, pasando por las “guahibiadas” o cacería de indígenas por colonos que habitaban los Llanos Orientales, desde finales del siglo XIX hasta finales del siglo XX, y los asesinatos de miles de indígenas en la Violencia, hasta nuestros días.
En el 2020 fueron asesinados 300 líderes sociales, muchos de ellos indígenas, y 61 firmantes del Acuerdo de paz en la Habana sin que el Estado ni los ciudadanos levantáramos al unísono una voz de protesta contra estos actos de inhumanidad. “Desde el 1 de enero de 1973 hasta el 6 de abril de 2018 se han registrado, al menos, 14.637 violaciones a la vida, libertad e integridad cometidas contra sindicalistas:”[1], casos con un 98% de impunidad, solo para nombrar algunas poblaciones afectadas por la que no ha habido duelo nacional. No es solo la justicia la que falla, es nuestra propia dignidad la que queda en cuestión. ¿Cómo es posible que este país haya tenido mucho más de ocho millones de víctimas y aun nos preguntemos si es necesario hacer una reflexión que nos lleve a la no repetición y a emprender el camino hacia la reconciliación? ¿Qué hay de fondo que nos impide ver el daño que hay en nuestra cultura?
La guerra, por supuesto, ha profundizado el daño; ha naturalizado la muerte y el horror, ha alentado la disputa política, ha retrasado el desarrollo y la democracia; somos víctimas de un profundo trauma cultural que nos hace muy difícil vislumbrar el camino de salida.
Se requiere entonces que la cultura sea vista y comprendida en toda su dimensión. Se requiere que seamos capaces de leer también las expresiones del arte y la cultura que brotan a diario en las comunidades que se resisten a hacer parte de las violencias sembrando mitos y ritos por todo el territorio para que perviva la esperanza. Bastaría agudizar la mirada y el corazón y escuchar las canciones, las dramaturgias, los poemas, las festividades, los símbolos que claman por el respeto a la vida.
Pero algo ha empezado a suceder que es necesario estimular. Puede ser el momento para hacernos finalmente una idea más completa y rica de lo que somos y asumir esta complejidad no solo como una riqueza, sino como un valor moderno que nos permite ser originales y a la vez parte de muchos mundos y muchas culturas contrarios a un monocultivo y, por lo tanto, más resistentes, con mayores recursos para enfrentar las adversidades, con más respuestas para apoyarnos y servirle al mundo. Tal vez haya sido la guerra misma la que ha estimulado la necesidad de nombrar lo innombrable, de narrar lo inenarrable, de levantar la voz y hacerse sentir. Hoy, a través de las expresiones artísticas, conocemos más pueblos y más culturas.
Corresponde entonces a quienes tenemos una apuesta ética y política preguntarnos por el proyecto cultural sobre el que debe afincarse una nueva Colombia. Corresponde a las entidades culturales entender el valor de su existencia en la construcción de la nación, apuntar con criterio y carácter a una idea de sociedad y de Estado realmente democrático e incluyente, y hacer de su discurso, de su programación, de su interacción con el público y con la sociedad en general, una tarea conscientemente transformadora. Es urgente intentar desde la cultura los cambios que la economía y la política no han hecho.
Es por todo esto que, para la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, las pregunta por los asuntos de la cultura que han fundado y estimulado el conflicto armado en Colombia y la pregunta por los daños o afectaciones del conflicto armado a la cultura, tienen un importante lugar en la tarea investigativa con el fin de identificar estos factores culturales que es necesario transformar para vivir en paz. También hemos puesto atención y hemos estimulado las prácticas artísticas y culturales que emanan del corazón de las comunidades: a través de ellas las comunidades narran su historia, se hacen visibles con su tragedia y sus propuestas y, sobre todo, ponen en evidencia esa identidad que los ata al territorio y a los suyos. Esto les ha permitido resistir los embates de esta guerra infame que se resiste a parar.
De esta tarea nos va quedando la confirmación de una herencia colonial llena de categorizaciones que se han convertido en desprecio de razas, clases y comunidades; de la doctrina anticomunista ha ido quedando el desprecio y la eliminación a todo pensamiento alternativo y reivindicativo. Pero también es necesario decir que en los cantos, las danzas, los poemas y en miles de actos creativos que nacen en nuestros ríos, montañas y ciudades, se hace visible una sociedad plural, rica, fuerte, con una voluntad infinita de resistir, re-existir, perdonar y, sobre todo, alentarnos a lograr la paz.
[1] Informe de la Escuela Nacional Sindical 2018