El picó: tótem negro del Carnaval de Barranquilla
A pesar de sus raíces en la africanía carnavalera, el picó no fue incluido en la declaración del Carnaval de Barranquilla como patrimonio inmaterial de la humanidad. Exploramos el poder de los sistemas de sonido.
Ángel Unfried
A finales del siglo XIX, el carnaval, que había nacido como una celebración europea en la Edad Media, se transformó en tierras caribeñas al ser apropiado por negros e indígenas. Hoy, los visitantes regresan al Caribe, pero la fiesta ya no es suya.
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A finales del siglo XIX, el carnaval, que había nacido como una celebración europea en la Edad Media, se transformó en tierras caribeñas al ser apropiado por negros e indígenas. Hoy, los visitantes regresan al Caribe, pero la fiesta ya no es suya.
En la conferencia “Carnaval: la reversible fiesta de los muertos”, el investigador Luis Rincón Alba remitió a aquel punto de inflexión: “El 25 de febrero de 1881, estallaron en Trinidad las Camboulay Riots. Estas revueltas de carnaval se diseminaron por los archipiélagos y el litoral en un momento transicional desde las raíces europeas hacia una apropiación por parte de las poblaciones negras, indígenas y criollas. En ‘Carnival, Canboulay, and Calypso’, John Cowley, narró que el origen de la revuelta fue una serie de prohibiciones debido al temor que tenían las autoridades por la utilización del carnaval para planear insurrecciones anticoloniales”.
Precisamente en Trinidad, un siglo más tarde y como confirmación de ese giro negro de la fiesta, nació una explosiva tradición que transformó nuevamente su carnaval. Trepados en camiones, los soundsystems se tomaron cada esquina de la isla. A lo largo del siglo XX, estas bestias musicales se replicaron en toda la América negra: en Haití y en Jamaica, como útero del calipso y el reggae; en Brasil, como tríos eléctricos con banda a bordo; y en Cartagena y Barranquilla, como ejes de un universo afrocolombiano, bajo el nombre de picós.
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Aunque para algunos la palabra remite a ese origen de los soundsystems a bordo de un camión, “pick-up”, los picós colombianos son estáticos y se sitúan de manera totémica en el corazón del ritual de la verbena. Laín Domínguez, uno de los principales depositarios de la cultura picotera, narró el inicio de la tradición: “En los años veinte existían los salones burreros, que eran amenizados por papayeras y grupos folclóricos. Después nacieron las verbenas, que también tenían bandas en vivo, pero entre un grupo y otro quedaba un bache. El picó nace, hacia 1935, por la necesidad de llenar estos espacios. Inicialmente, hace parte de matrimonios, quinceañeros y grados, pero desde 1937 se integra a las fiestas patronales y a la tradición del carnaval”.
En aquellos años, las verbenas barranquilleras latían en barrios como Las Nieves, Nueva Colombia, La Manga, Carrizal, La Alboraya y Simón Bolívar. Los picós que amenizaban aquellas fiestas aún no tenían nombre, sino que llevaban el apellido de sus familias, como un hijo más. El de los hermanos Ariza, el de los Martínez y el de los Pinzones. Ese carácter familiar prevaleció hasta hoy.
El de la familia Alemán nació en 1960, en Rebolo, fundado por Víctor Alemán Esparcia. Su hijo, Alex, habló con orgullo sobre su hermano mayor: El Timbalero. “En los años sesenta sonábamos en verbenas como Latin Soul, Tabaco Rojo y A pie descalzo. En los ochenta, el sonido del Timbalero llegó a las carrozas del carnaval en la Batalla de Flores y sonó en las tarimas de los barrios. Recuerdo especialmente el carnaval de 1988: en el baile La Gustadera, El Timbalero alternó con el elenco de Sábados Felices y estuvieron presentes la Reina del Carnaval, el alcalde y el gobernador de esos momentos”.
En esa misma tradición patrilineal, en los años setenta, en el barrio El Carmen, Concepción Hernández crio un picó junto a sus hijos Carlos, Dagoberto y César, y lo bautizó “El Coreano”. Una década después, fue adoptado por la familia Gallo. “Mi papá adquirió los derechos del picó por una sociedad con Dagoberto en el año 81. El Coreano puede estar teniendo como sesenta años entre las dos generaciones”, recuerdó Ítalo, hermano menor de El Coreano.
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El Timbalero, El Coreano, El Nuevo Galaxie, El Rojo La Cobra, El Sibanicú, El Escorpio y el Rey de Rocha son el púlpito itinerante de un templo africano en tierras americanas. Alrededor de ellos, el polvo de las calles arenosas se levanta al ritmo de la champeta, el calipso, el zouk, el rock y la salsa; con canciones como “Red Red Wine”, “Rasputín”, “El Akién” y “La Bollona”; e intérpretes como Miriam Makeba, Wganda Kenya, Prince Nico Mbarga, Álvaro El Bárbaro y El Palenquero Fino. El trance colectivo disuelve las fronteras entre las pieles y los decibeles simulan un silencio ritual en el cual todos somos uno.
“El carnaval del pueblo, el del sur, es el bordillo, la esquina, la calle. Tú pones un picó en la puerta de tu casa y a las dos horas tienes la calle llena; puedes vender sopa, toda clase de bebida y ahí se forma la fiesta. Esa es nuestra idiosincrasia, el picó y la calle, el espacio donde el bailador barranquillero expresa su forma de ser”, afirmó emocionado Laín Domínguez.
La actualidad del picó
Cada año, Ashanti Lawhier viaja desde el Palenque de Benkos Biohó a internarse en una terapia de carnaval en el barrio La Manga, al suroccidente de Barranquilla. En El Valle, La Manga y Nueva Colombia, Ashanti se siente como en Palenque; así como en Palenque, los visitantes nos sentimos en África.
Para Ashanti, el picó es un retorno al hogar. Para los miles de viajeros que llegan cada año al carnaval, provenientes de Europa, Estados Unidos y Bogotá, el picó es una rareza exótica que registra bien en las fotos y que descarga un elixir de sensualidad sonora. Detrás de lo primero está una estética cultivada por artistas visuales como William Gutiérrez, Gerson Costa, Alexander Lugo (Alsander) y Belisario De la Matta (Belimastth). Con respecto a lo segundo, el picó no podría existir sin el rigor musical de maestros como Norma Zúñiga, Alex Alemán, Ítalo Gallo, Monosóniko Champetúo y Don Alirio.
“La selección musical de un picó en Barranquilla es polirítmica. Ahí puedes escuchar highlight nigeriano, makossa de Camerún, bengas keniano; música de Sierra Leona, de Togo, de Sudáfrica, del Congo. También ritmos argentinos, brasileros, gaita venezolana y todo lo de las antillas: Haití, Cuba, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad y Tobago”, afirmó Don Alirio, parte de una nueva generación picotera.
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La dimensión sonora hermana al picó barranquillero con sus ancestros de África y de las Antillas, pero quizá la particularidad que hace únicos a los picós locales, es su estética afropsicodélica. “La característica fundamental es la paleta de colores fluorescentes que brillan bajo la luz ultravioleta. La imagen está cargada de muchos elementos: el fondo hace referencia al contexto local, la selva, el paisaje urbano; en primer término, el personaje principal alude a un poder sobrenatural, por ello representan héroes, líderes políticos, guerreros mitológicos, estrellas musicales, monstruos o animales salvajes”, afirma Eliécer Salazar, artista visual y curador de la exposición “El artista: el maravilloso mundo picotero de William Gutiérrez”.
La riqueza musical, la unicidad visual y la congregación social son los factores que han motivado a Asobailes –conformada por miembros activos de la comunidad picotera– a luchar porque el picó sea declarado Patrimonio de la Humanidad, que no alcanzó a hacer parte de la declaratoria del Carnaval de Barranquilla, por parte de la UNESCO, en 2012.
Para Alex Alemán, “picó y carnaval son una misma cosa. Toda la música que se ha impuesto en el carnaval de Barranquilla, de cierta manera, ha sido difundida a través de los picós. En el patrimonio oral e inmaterial del carnaval tiene que estar metido este tema”.
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El reconocimiento patrimonial puede abrir puertas para la inversión y promover escenarios de investigación y divulgación que contribuyen al sustento de la cultura picotera. Sin embargo, lo patrimonial también suele tener implicaciones sobre la forma en la cual esa humanidad global se apropia de aquello que siente que le pertenece. La conservación y la precariedad guardan una correlación: para preservarse intacto, lo patrimonial muchas veces debe permanecer marginado del progreso. Las afinaciones puras de la marimba se conservan en los pueblos donde casi todo permanece igual –precario y abandonado– desde hace siglos; los saberes y la lengua ancestral de Palenque continúan intocados en un pueblo donde escasea el agua y donde no hay señal ni cajeros automáticos; los barrios del picó se estremecen por la música, pero también por la inseguridad y la desidia.
Los visitantes e investigadores de Europa, Estados Unidos y Bogotá suelen defender esta pureza, mientras prueban en dosis moderadas el alto precio de preservarla. Algunos llegan a grabar un pódcast y se van antes de la hora del almuerzo, otros quieren publicar entrevistas entre costeños, pero les imponen usar la palabra “usted”, y muchos bailan agradecidos, pero olvidan pronto y solo regresan bajo ese estado de excepción socioeconómica que es el Carnaval.
A diferencia de la cumbia –abstracción mística de la trietnicidad–, el carácter material del picó hace que sea posible poseerlo. Los visitantes nos tomamos selfies abrazando los picós. Los locales aceptan nuestro abrazo con indiferencia y con la certeza de que no regresaremos antes del próximo carnaval. Nosotros nos vamos, ellos se quedan. Si nada cambia, su historia será contada por artículos como este, mientras sus lágrimas siguen siendo reducidas a “narrativas”, sus voces a “músicas”, sus raíces profundas a “territorios” y sus fuerzas ancestrales a “cuerpos negros”.
Hoy, los visitantes regresan –regresamos– al Caribe, pero la fiesta ya no es suya: África ha renacido en el corazón del Caribe venerando a su tótem sonoro. En los otros tres carnavales, la gaita y el millo resuenan con la voz de la cumbia; aquí y allá los visitantes blancos, europeos y cachacos escuchan. Hoy, la fiesta ya no es suya, es de todos.