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Entrar a un museo es sinónimo de asombro, de ver aquellas obras, artefactos, piezas y demás objetos que han marcado nuestra historia como sociedad y especie. Son estas instituciones las que preservan la memoria de tiempos y lugares lejanos para nuestro disfrute, pero que, a la vez, cumplen una función fundamental asociada con la educación, la pedagogía y la conservación. Pero no siempre han sido lo que hoy conocemos e identificamos como museos. Su historia se remonta, según unos, a la antigua Grecia. Otros afirman que su origen se dio mucho antes con el arte rupestre, que con el tiempo dio paso a estos lugares que hoy visitamos.
Desde su forma hasta su función, los museos han cambiado y continúan evolucionando en cuanto a cómo cuentan la historia. Sin embargo, para entender sus orígenes, es necesario partir desde la palabra misma. La palabra “museo” proviene del griego museion, que se refería a un lugar o templo dedicado a las nueve musas, guardianas de las artes. En aquellos tiempos los edificios se llenaban de ofrendas a estas diosas, que venían en forma de esculturas y otras piezas de arte.
En su asamblea general de 2007, el Consejo Internacional de Museos (ICOM por sus siglas en inglés) definió estos sitios como “una institución permanente, sin fines de lucro, al servicio de la sociedad y su desarrollo, abierta al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y exhibe el patrimonio material e inmaterial de la humanidad y su entorno con fines educativos, estudio y disfrute”.
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No obstante, la palabra que hoy utilizamos para definir estos sitios culturales, que millones visitan anualmente, se adoptó a partir del siglo XVIII, aunque los registros arqueológicos indican que el primer museo, parecido a los que conocemos en la actualidad, apareció mucho antes. Habría sido una princesa la primera curadora del primer museo del que se tiene registro. El arqueólogo Leonard Woolley fue el responsable de dicho descubrimiento, cuando en 1925 se embarcó en una excavación a un castillo babilonio en lo que hoy conocemos como Irak. Allí encontró artefactos dispuestos para exhibir con placas de arcilla, a través de inscripciones, sobre los objetos en tres idiomas. Determinaron que quien estuvo detrás de esta primera curaduría, realizada hace más de 2.500 años, fue la princesa Ennigaldi. La hija del rey Nabonido, del Imperio neobabilónico, recopiló en el año 530 a. C. elementos y piezas que le resultaban tan lejanas a ella como hoy nos resultan los bustos romanos.
El concepto de la princesa continuó evolucionando y esparciéndose por los terrenos adyacentes. Llegó a Egipto, donde otro ejemplo de estas primeras versiones de museos apareció alrededor del año 280 a. C. Alejandría fue la ciudad que albergó este recinto organizado por Ptolomeo I Sóter y su hijo Ptolomeo II Filadelfo, el cual estaba unido a la biblioteca y en su interior se encontraba un colegio que permitía a eruditos realizar estudios e investigaciones. Pero de este solo quedan los relatos, pues con el incendio de la biblioteca se perdieron sus prácticas.
Algunos lugares conservaron un modelo como el babilónico y otros replicaron el egipcio, mientras que en Roma se unieron los dos. Unos habitantes del imperio, como el cónsul Lúculo y el emperador Adriano, coleccionaban piezas que adquirían como botines de guerra. Así se fueron conformando las colecciones privadas, al mismo tiempo que otros instalaban dentro de sus villas espacios denominados museo, que servían el propósito de meditación.
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Pero el tiempo fue testigo de cómo el coleccionismo se convirtió en la base de los museos contemporáneos. A partir de esas primeras colecciones privadas de los romanos vinieron más, que se instalaron en monasterios, castillos y villas, entre otros, que con el tiempo fueron creciendo y, mientras la sociedad cambiaba, las intenciones de que estos objetos se quedaran en la intimidad de sus dueños fueron cambiando. En su libro Introducción a la conservación del patrimonio y técnicas artísticas, el autor español José Fernández Arenas escribió que “la historia del museo es la historia del coleccionismo continuada y hecha pública. Los gabinetes, las colecciones y las galerías privadas solo eran visitadas ocasionalmente por intelectuales, eruditos, científicos o amigos de los propietarios”.
Las colecciones privadas de botines de guerra mutaron para convertirse en gabinetes de curiosidades (Kuntskammer). Estos, a diferencia de la curaduría que hizo la princesa de Babilonia, albergaban cualquier tipo de artefactos o piezas únicas, que iban desde obras de arte hasta reliquias religiosas y muestras de especies naturales. Con el renovado interés por el estudio del mundo natural durante el Renacimiento, estos gabinetes funcionaban como representaciones físicas de lo que más adelante se llamaría una enciclopedia. Uno de los más famosos perteneció al naturalista Ole Worm, quien, de acuerdo con Julia Maranto, del Museo de Arte y Diseño de Nueva York, “coleccionaba especímenes naturales, cráneos humanos, antiguos textos rúnicos y artefactos del Nuevo Mundo”. Sin embargo, no había un estándar que definiera lo que se podía encontrar en ellos, pues podía variar entre piedras preciosas, cristales, anomalías genéticas y obras de arte, entre otros objetos, cuya curaduría dependía exclusivamente del dueño, usualmente aristócratas y nobles, y estaban diseñadas para mantenerse en privado.
Pero, de nuevo, Italia fue el lugar donde comenzó a surgir el concepto moderno de museo. Durante el siglo XV, aunque para un público muy limitado, los Médici dejaban ver su colección de obras, que inició con Lorenzo Médici y que sus descendientes robustecieron en Florencia. En Roma, Erasmo escribió en su diálogo Ciseronianus, de 1528, la forma en la que se estaban empezando a configurar estas colecciones: “Si por casualidad te sucediera ver en Roma los ‘museos’ de los ciceronianos, haz un esfuerzo de memoria, te lo ruego, para acordarte dónde podrías haber visto la imagen del crucificado, de la Santísima Trinidad o de los apóstoles. Habrás encontrado en cambio en todas partes los monumentos del paganismo. Y en cuanto a las pinturas, Júpiter corriendo en forma de lluvia dorada por el pecho de Dánae capta más los ojos que el arcángel Gabriel anunciando a la santísima Virgen su divina concepción”.
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Fue en el siglo XVI cuando se construyó el primer edificio dedicado exclusivamente a exhibir una colección privada. El lugar elegido fue Sabbioneta, cerca de Mantua, donde se configuró el museo hacia 1587 como una ampliación del Palazzo del Giardino, que allí se encuentra. Dentro del Palazzo Uffizi, que se terminó de construir en 1581 y fue encargado por Cosme I de Médici, también se almacenaron distintas obras de arte, que luego, con la extinción de la dinastía en el siglo XVIII, fueron legadas al Estado, al igual que pasó con otras colecciones privadas, que fueron hechas públicas tras años de haber estado disponibles solo para unos pocos.
Francia fue el lugar donde se comenzaron a dar estas exhibiciones públicas, en particular en Arlés, donde en 1614 se presentó una colección pública de antigüedades romanas. Con el tiempo y la desaparición de dinastías y familias aristocráticas, más y más museos fueron abriendo sus puertas a todo el público y se fueron convirtiendo en elementos claves de las ciudades. En su texto, Fernández cuenta que “desde la segunda mitad del siglo XVIII algunas colecciones pasan a ser patrimonio nacional, constituyendo el inicio de la apertura de los grandes museos. Los más prematuros fueron el Museo Británico de Londres (1753), la Galería de Kassel, abierta al público por Guillermo IV en 1760, y el Louvre, en 1798”.
Según el autor, esto responde a varias razones entre las que se encuentran: la socialización de bienes posterior a la Revolución francesa, en 1789; la venta de bienes eclesiásticos, el colonialismo y el estudio de nuevas culturas, y el Romanticismo como nostalgia por la antigüedad. A finales del siglo XVII y principios del XIX se comienzan a distinguir las tipologías de museo por el tema que tratan, como arte o ciencias naturales, entre otros, aunque algunos sitúan este cambio en el siglo XX, cuando se impulsa una forma más moderna de exhibición.
Para Fernández Arenas, “el museo es un edificio singular para conservar obras de arte, donde el objeto, las obras, son más importantes que el sujeto, los visitantes. Las obras se amontonan en salas, cubriendo espacios, superficies, estanterías y vitrinas, esperando una ordenación y clasificación, como las especies naturales. Se datan, se estudia la técnica, se ordenan por autores y escuelas. Las preocupaciones de conservación se manifiestan en restauraciones y su presentación dentro del museo, estudiando la iluminación adecuada. Son las preocupaciones del siglo XIX y principios del XX, tal como se deduce de los boletines, revistas y catálogos de la época. El órgano más característico de este primer largo momento de la ciencia de los museos es la revista Museion, publicada desde 1927. Es un período amplio, dominado por la museografía y el inicio de la historia del arte”.
Sin embargo, esta no es una historia sin detractores. Durante el siglo XIX especialmente críticos de arte se opusieron a su existencia porque los veían como “prisiones del arte y cementerios de la belleza”. Pero con los avances que trajo el siglo XX, estos dejaron de ser solo lugares para admirar y se convirtieron en ejes centrales de la cultura, donde se investiga y se crea.