El poder enigmático de las palabras
Un texto sobre los efectos de los libros y las palabras escritas en nuestro comportamiento y el desarrollo de nuestras sociedades.
Jorge Alberto López-Guzmán
El filósofo e historiador escocés Thomas Carlyle mencionaba que la verdadera universidad hoy en día son los libros, porque nada se aprende de una mejor manera que aquello que se aprende por sí mismo: esto exige un esfuerzo personal de pasión por el conocimiento y la búsqueda insaciable de asombro que el trasegar de la vida nos quita.
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El filósofo e historiador escocés Thomas Carlyle mencionaba que la verdadera universidad hoy en día son los libros, porque nada se aprende de una mejor manera que aquello que se aprende por sí mismo: esto exige un esfuerzo personal de pasión por el conocimiento y la búsqueda insaciable de asombro que el trasegar de la vida nos quita.
Es indudable que los libros se han convertido en las herramientas con las cuales se establecen los cimientos del conocimiento humano sobre los márgenes de la existencia; como lo manifestó Baltasar Gracián, escritor español del Siglo de Oro, solo vive el que sabe, porque el saber permite conocer y apropiarse de las vicisitudes del mundo que determinan las utopías por las que soñamos.
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No obstante, qué angustiante podría ser el conocimiento: nos trasladaría a un estado de sumisión o insurrección ante la vida, como diría el Fausto de J. W. Goethe, mencionando que ha estudiado a fondo saberes que lo han llevado a un estado de locura y sabiduría que lo condujeron a reflexionar en que nada podemos saber.
Esto me recuerda “El poder de las palabras”, un cuento de Edgar Allan Poe, donde se afirma que la felicidad no está en el conocimiento, sino en su adquisición. Que la beatitud eterna consiste en saber más y más, pero saberlo todo sería la maldición de un demonio.
Las palabras escritas pueden fungir como liberación o maldición, porque cada una cumple un rol en la vida de quien las escribe, de quien las lee, de quien las replica y de quien las ejemplifica, como afirma la escritora alemana Cornelia Funke en su libro Corazón de tinta. Las palabras son inmortales, salvo que llegue alguien y las queme. Pero incluso entonces siguen siendo inmortales; por eso, las palabras escritas son la representación de los enigmas de la vida. Esto me recuerda un relato de Eduardo Galeno en el Libro de los abrazos, donde cuenta la historia de la casa de las palabras, que describe cómo las palabras se guardaban en viejos frascos de cristal donde los poetas las olían y probaban en busca de las que no conocían o habían perdido, lo que me hace preguntarme cuántos de nosotros tenemos todavía la sensibilidad para probar palabras nuevas o deleitarnos con las que ya hemos probado y nos volvemos a encontrar.
Y pensar que cada libro leído es un mundo descubierto, porque las palabras escritas permiten demoler el narcisismo superfluo de creer que nuestras opiniones o problemas son importantes, porque cuando leemos, entendemos que el mundo es más grande que nuestro pensamiento, lo que se asemeja a lo plateado por el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein en su Tractatus Logico-Philosophicus, donde indica que los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo, estableciendo la correlación que pueden llegar a tener las palabras leídas con la apropiación de nuestro mundo más allá de las barreras internas que impone la ignorancia.
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No se equivocó el escritor inglés Charles Dickens en su libro Historia de dos ciudades al decir que sus tiempos eran los mejores y, también, los más detestables, o el escritor colombiano Alejandro Gaviria escribiendo sobre la actualidad cuando en la introducción de su libro Siquiera tenemos las palabras declara que vivimos una época inquietante y contradictoria; algo inevitable sería no pensar en que los tiempos no han cambiado y que algo que nos puede salvar ante el ocaso espiritual y ambiental que vivimos podría ser el poder enigmático de las palabras, lo que me recuerda a la entrevista realizada por Rita Guibert a Julio Cortázar, donde esté manifiesta que estamos al borde del vértigo, de las bombas atómicas, acercándonos a las peores catástrofes. El libro solo me parece una de las armas (estéticas o políticas o ambas cosas, pues cada cual debe hacer lo que le dé la gana mientras lo haga bien) que todavía puede defendernos del autogenocidio universal en el que colaboran alegremente la mayoría de las futuras víctimas.
Cortázar y Dickens reflejaron el precipicio al que vamos cada día por nuestra avaricia por el poder. Por la destrucción masiva de la naturaleza, el avance incontrolable de la inteligencia artificial, la mercantilización del conocimiento científico, la deshumanización a gran escala de los profesores, la desaparición sistemática de la empatía y el control masivo de las pantallas sobre las conciencias de los seres humanos. Vivimos una época donde el Gran Hermano del libro 1984, de George Orwell, es nuestro dios, nuestro líder.
Preferimos ver un vídeo de 30 segundos que leer un texto de 300 páginas, porque es más sencillo, más cómodo y no nos quita tanto tiempo para seguir una vida donde las palabras escritas desaparecen y su enigmático valor se desvanece. Por ende, es importante reivindicar el rol de la lectura, porque leer brinda un poder invisible a través de la relación entre los libros y el lector, donde la fuerza de las armas bélicas se debilita por la creatividad del escritor a través de la magia de las palabras y, así, como lo diría el escritor colombiano Mario Mendoza en su texto Leer es resistir, leemos para modificarnos, porque la literatura nos enseña a salir del yo y ver el mundo desde los ojos de nuestros semejantes. Todo lo mencionado me recuerda a la película La sociedad de los poetas muertos, donde John Keating (Robin Williams) les menciona a sus estudiantes: “No olviden que, a pesar de todo lo que les digan, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo”. Les contaré un secreto: no leemos y escribimos poesía porque sea bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana, que está llena de pasión. La medicina, el derecho, el comercio, la ingeniería, son carreras nobles y necesarias para dignificar la vida humana. Pero la poesía, la belleza, el romanticismo y el amor nos mantienen vivos
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En definitiva, el poder enigmático de las palabras posibilita transmutar las inclemencias de la muerte, cuestionar los privilegios que hemos heredado y arrebatado, y reflexionar sobre las severidades del destino. Leemos porque a pesar de la cantidad de amigos imaginarios, likes sobre nuestras fotos y aprobación frívola de nuestras opiniones, nos sentimos solos, y las palabras escritas nos brindan la compañía que nos pasamos la vida buscando.