El poeta Eduardo Escobar visto por el escritor Gonzalo Arango
Con motivo de la muerte de Eduardo Escobar, rescatamos este perfil-entrevista que sobre él se publicó en 1966 en la revista “Cromos”.
Gonzalo Arango * / Especial para El Espectador
El personaje
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El personaje
Los nadaístas somos a veces tipos muy de malas para el amor. Yo no me quejo, pero lo digo por Eduardo Escobar, un nadaísta encartado con una de las almas más poéticas de mi generación. (Más: La noticia de la muerte de Eduardo Escobar).
Él estaba hasta hace poco perdidamente enamorado de Amparo, una belleza pereirana que lo traía loco, como es lógico cuando los poetas se enamoran. Al pobre Eduardo le escribí una breve y cariñosa biografía para presentarle en sociedad unos poemas, y por los elogios merecidos que le hice hubo en la familia de su chica una especie de conmoción, que culminó con la decisión salomónica de enviarla a estudiar “arte y decorado” a la lejana y celestial ciudad de Los Ángeles, California, Estados Unidos, tan lejos de Eduardo que es imposible coger el bus de la esquina para invitarla a matinée.
Quiero decir que, por culpa de la poesía, Eduardo se quedó sin novia. Lo que de él dije no era tan espantoso. Al contrario, era algo de lo que ha sido su tierna y terrible aventura en este mundo, huyendo de la muerte a una velocidad de planeta, empavorecido. En su escapada no economizó ni el vértigo, ni la locura, ni la alucinación heroica. Quería llegar a ser a tiempo, antes de volverse eterno, y por eso se abismó en la nada para gozar esta fiesta maravillosa que es la vida.
Eduardo ha sido también un poeta muy de malas con su poesía. Alguna vez su antioqueño padre, burócrata jubilado de un banco, le capturó un manojo de versos clandestinos bajo el colchón, y aterrado por el escándalo de que su hijo resultara poeta, le empacó una maleta con objetos religiosos y fúnebres, novenas, escapularios, reliquias, y lo condujo como a un perro al Reformatorio del Divino Salvador, en la parroquia de Medellín.
Sólo tenía catorce fúnebres años, pero la terapéutica para alejarlo del mal camino de la poesía, fracasó. Este vicio solitario y secreto de ser poeta se había metido en sus huesos, ineludible como el destino. Bajo su piel, la poesía se había vuelto alma roja, su sangre, una esencia: la dignidad de su esqueleto de hombre.
Su padre lo había predestinado, o sea, condenado, a una silla de gerente en la sucursal de un banco, desde una remota noche en que excitado de números, engendró a Eduardo con una lógica de máquina de sumar. Cuando Eduardo poco a poco se volvió hombre y la vida “lo castigó” con la poesía, su padre creyó que ya era hora de cobrarle los intereses de aquellos besos, y como era inocente, es decir, poeta, lo mandó encarcelar por estafa. Pues Eduardo, comercialmente, le resultó al papá un gerente chimbo, mejor dicho, “un loco”.
Una noche en su celda después de un amargo cautiverio de dos años donde estaba expiando su pecado poético, se enteró por el transistor del advenimiento de una extraña pandilla de poetas y vagos que se reputaban a sí mismos de “locos, geniales y peligrosos”. Estos tipos son mi salvación —se dijo en silencio— y desde ese momento empezó a planear la fuga para ocupar su lugar en la generación nadaísta...
Cuando los carceleros le dieron tiro, cruzó el muro de la infamia y cayó como un arcángel en los brazos salvadores de nuestra “degeneración”. Aunque no tenía la edad de la razón, lucía un rostro alucinado, desamparado, definitivamente solo. Era el más joven del grupo insurgente. Por toda recomendación aportó diecisiete años fracasados, un manojo de pésimos poemas carcelarios escritos en papel higiénico y su siniestra reputación de prófugo de la justicia.
Para empezar era algo, casi nada, pero en el nadaísmo exigíamos como único mérito la ausencia de virtudes. Ni siquiera se requería ser artista, ni bachiller, ni digno. Al contrario: preferíamos al anormal, al neurótico, al apache, al bastardo, al marihuano, al demente, al desarrapado, al nadie, al apátrida, al antisocial, a ese cuya naturaleza mística se emparentaba más con el bandido que con el santo.
Y Eduardo tenía los síntomas de ser un santo al revés, el ángel luciferino, la encarnación del horror. En su silencio de noches de presidio, la voz se le había vuelto terrible, rebelde, iracunda, más cerca de la blasfemia que de la oración, aunque nunca decía nada, o muy poco. Su presencia entre nosotros irradiaba un ámbito de lejanías, de silencios hondos, de misterio puro. Es que como Lázaro regresaba de una tumba, de un largo viaje por las tinieblas, y estaba deslumbrado con la vida, con el esplendor de la libertad. Nos miraba con asombro, con miedo, exactamente como deben mirar los resucitados. Y además, estaba masacrado por la reflexión solitaria durante aquellas noches heladas, inhumanas, que destilaban terror.
No era todavía nadie, pero de ese cuerpo flagelado por el sufrimiento tenía que salir algo maravilloso, nosotros pensábamos que un poeta, algo mágico.
Confieso, un poco arrepentido, que, como era muy menor y muy bello, y tan puro que nunca decía nada, ni siquiera “yo existo”, se lo confié al poeta Amílkar U, en calidad de iniciado, para que hiciera lo posible con el pequeño prófugo del Divino Salvador. Amílkar le prestó libros de Rimbaud y Maiakovski y le enseñó a fumar marihuana, en una perfecta complicidad entre poesía y alucinación, entre realidad y sueño.
Nosotros llamábamos a Eduardo cariñosamente “Eduardito”, y sus antiguos camaradas de vagancia y santidad aún lo llamamos con diminutivo. También le decíamos “El Nieto” por su casta inocencia. Era tan frágil, daba tal sensación de espiritualidad con su flotante estatura de uno con ochenta, que el maestro Fernando González lo bautizó “El Diosecito”. Es que por entonces estaba sumergido en un misticismo purificador, padeciendo su poesía con una paciencia de santo, en un horno de llamas negras.
Yo creo que Eduardo se metió al nadaísmo por una razón: por unas ganas terribles de ser cualquier cosa en la vida, menos gerente del Banco Comercial Antioqueño. Creo, igualmente, que al elegir el nadaísmo, hizo el mejor negocio de su vida, aunque hoy por hoy sea el poeta más varado de nuestra generación. Eso no importa. Lo cierto es que al perder la ganga de ser gerente se ganó el maldito y sacrosanto derecho a vivir, a ser poeta, lo que significa ejercer la vida como un destino. Ser poeta, como quien dice: vivir despierto, sobre todo en el sueño.
Eduardo militó los primeros años en una bohemia atorrante, suicida y estupefaciente, hasta que contrajo una tisis romántica que lo hizo cambiar de vida, de clima y de ruta.
Hijo legítimo de todos los defectos de la clase media antioqueña, heredero de los más idiotas conformismos, seminarista en uso de expulsión, la pasión revolucionaria de Eduardo fue el poeta comunista Vladimir Maiakovski, de quien quiso plagiar su suicidio en un rapto de deslumbramiento genial.
Sólo que era más fuerte que su desesperación, y fracasó... En vista del fracaso se olvidó de cortarse las venas y tomó del poeta ruso sus primeros impulsos hacia la perfección. De su voz tomó el aliento para desencadenar ese torrente de energía acumulada durante silencios que duraban como siglos, y que se le estaban volviendo viejos en el alma.
Salvado del suicidio y de la influencia aplastante del poeta ruso, Eduardo tomó a sus fuentes y se arrimó a la sabiduría bruja de Fernando González, más entrañable y afín a sus rebeliones, y con quien tanto amó en los naranjales de Otraparte, como un par de profetas sin chequera “junto al límite del cielo limpio”.
Eduardo es, en su figura, la imagen misma del desamparo. Tanto, que para salvarse de su roedora soledad, inició una errancia apache por mapas de ciudades desconocidas, bares vomitivos, Mary Mounts de angelicales colegiales de cola-de-caballo, paraninfos y prostíbulos, carnavales y plazas de mercado, caminos que no conducían a ninguna parte, a cualquier parte, a todas partes, todo era igual para su errancia, porque lo que importaba no era llegar sino vivir.
En sus caminos sin fin y sin regreso dejaba pedazos de piel, ilusiones, poemas manuscritos, camisas sucias, bluyines rotos, deudas que nunca le prestaron, recuerdos de una felicidad posible que nunca gozó; fracasos de los triunfos que nunca conquistó; esperanzas que dejó para nunca; dichas que el amor traicionó; glorias que la literatura le negó. Siempre la soledad, fiel como un remordimiento, persiguiéndolo entre los laberintos del ser y la nada como un detective, hasta que algún tren lo desmontó en ese terrón del paraíso que se llama Pereira, y allí se varó porque estaba cansado de ir para ninguna parte, y se quedó, y encontró por casualidad esa niña de que hablé, la que se llama Amparo, justamente la mano de milagro que buscaba para escribir sus poemas y remendar su último blue-jean y acariciar su barba de sufriente poeta nazareno y nadaísta.
Desde entonces su inspiración encontró un cauce, su rebeldía una causa creadora, su locura una razón de vivir, y estacionó su vagabunda muerte en esta ciudad de sol y de amigos, viviendo del clima y bebiendo café para ahorrar digestiones, pero enamorado de su poema revolucionario de pelo largo, tan bella que es una locura, toda la locura que Dios inventó para salvar a Eduardo de su locura que no era bella sino infernal y marihuana.
Eduardo vivió en Pereira y en verano mientras duró su amor. Vivía, soñaba, hacía versos, se moría de hambre y dormía en el cuarto de la sirvienta en la casa de otro poeta, pero sin la sirvienta. ¿Para qué más? Un día de estos esperaba casarse con la ayuda de Dios, pero como Dios es muy avaro con los poetas nadaístas, y se reserva sus milagros para los beatos y rezanderos de novenas que le piden loterías para serruchar con todos los santos, Eduardo decidió no esperar milagros del otro mundo, y fundó La Viga en el Ojo, una revista de literatura para financiar sus bodas. Como esa era su única esperanza, yo pensé que sus hijos nacerían nietos.
Pero Eduardo ya no se casará, y no es porque su revista haya fracasado. Es porque Amparito, su novia, está estudiando “arte y decorado” en Los Ángeles, California, Estados Unidos, donde fue internada por su familia mientras se olvida de los nadaístas y piensa seriamente en su matrimonio, aunque sea con un gringo, o con cualquier cosa que no sea un poeta.
En vista de lo cual, el pobre Eduardo tuvo que regresar a la base, o sea, a la ciudad industrial, adonde trasladó su imprenta ambulante y su capital, todo lo cual le cupo en un bolsillo roto del blue-jean.
Ahora peregrina por Medellín. Dios sabe haciendo qué, como no sea aburrirse peor que un antioqueño sin plata y sin empleo. Que Dios lo libre que le ofrezcan un puesto al verlo tan varado y tan famoso, pues Eduardo acaba de publicar cien páginas de versos que valen por mil años de poesía colombiana.
Su librito, que es una mezcla de júbilo vital con relatos líricos de su épica aventura, se llama con embriaguez Invención de la uva. La pasta es color de miel y sangre, y así de profundo por dentro, y de bello también. Exhibe en la portada un dibujo neurótico y erótico de Álvaro Barrios, y fue lanzado a la inmortalidad en las Ediciones Papel Sobrante, con la complicidad literaria de Masnuel Mejía Vallejo y Óscar Hernández, corderos pascuales sacrificados por el Premio Esso de novela que no borra los pecados del mundo como predica el Evangelio, pues no hay que confundir la gasolina con la sangre, como escribe Nietzsche.
De todos modos estos quijotes del linotipo han hecho como Dios manda al rescatar a Eduardo del anonimato parroquial publicando su Invención de la uva, que es toda una fiesta de poesía.
Y si usted no cree, pase por la librería antes de entrar al bar, cómprelo, bébaselo, le calmará la sed de vivir.
El reportaje
En nombre del nadaísmo, poeta Eduardo Escobar, defínase.
Pude ser la mudez que se agita como una mano que explica. Pero soy la boca que grita como un puño que golpea. Y el grito es indefinible.
Si fuera al infierno y el diablo le concediera una gracia, ¿qué le pediría?
Vivir. Y le prometería volver para que me concediera otra gracia.
¿Qué libro de la literatura del siglo xx le hubiera gustado escribir?
Escribir libros es un trabajo muy largo. Sin embargo, hay libros que me hubiera gustado vivir: todos los de Henry Miller.
¿Por qué razón se mataría Marilyn Monroe?
Porque descolgó el teléfono.
¿Qué significa para usted la fidelidad al ser amado?
Me acuerdo de Durrel: “¿De qué sirve la fidelidad de la carne, si la del espíritu es imposible?”. Por tanto, digo yo, la fidelidad es la muerte.
Si su voto decidiera la Presidencia de la República, ¿por cuál colombiano votaría?
Por cualquiera menos por mí.
¿Cuál es su complejo preferido?
El complejo Esso de la Academia.
¿Cuál de las dos grandes potencias desencadenará primero la guerra nuclear?
La que primero dispare. Por lo que pase voy a usar sombrero.
¿Con quién no le gustaría encontrarse en el cielo?
¿No dicen pues que la otra vida es el descanso eterno? Después de este trajín es justo descansar. Y hacer silencio.
¿A cuál de los escritores contemporáneos le daría el Premio Nobel de Literatura?
A Jean Paul Sartre, naturalmente.
¿Cuál es la mayor frustración de su vida?
No haber escrito un gran libro. Sólo los he vivido.
¿De cuál pintor colombiano quisiera tener un cuadro?
De Fernando Botero, uno de esos grandes cuadros con enanos, quizás una Mona Lisa.
¿A qué se dedicará después de viejo?
A coleccionar opiniones de mis nietos sobre el nadaísmo, y sobre los nadaístas, que para entonces estarán de jurado del concurso de novela Esso, en representación de la Academia.
Poeta Eduardo Escobar: si usted va en un barco que se hunde, y sólo tiene un salvavidas, a quién se lo daría: a su mujer, a su hijo, al Santo Padre, a Sartre, a Fidel Castro, a Lindon Johnson, a Brigitte Bardot, ¿o se salvaría usted solo?
Si yo voy en un barco que se hunde, y tengo un salvavidas, yo no salvaría a mi mujer por no salvar a mi hijo. Yo no tengo un hijo. Yo no salvaría al Santo Padre por no salvar a Sartre, que es bizco. Pero yo no salvaría a Sartre por no salvar a Fidel Castro. Pero tampoco salvaría a Lindon Johnson por no salvar a Brigitte Bardot. Y... ¡qué diablos, yo no cedo mi salvavidas!
Poeta Eduardo: ¿qué significa el amor en su vida y en su obra?
El amor, en mi vida, es el salvavidas que no cedo. Y en mi obra es la zozobra, lo que me enamora de mi máquina de escribir, de caminar como un garbanzo... quiero decir... como un cangrejo.
Como nadaísta de toda la vida, y poeta de toda la muerte, ¿qué importancia le reconoce al nadaísmo después de siete años de militar en él y qué le criticaría a estas alturas del siglo?
El nadaísmo para mí ha tenido una gran importancia: en ser nadaísta radica mi única importancia... Como nadaísta yo me opongo. Me opongo a la puerta que se cierra y a la muerte que se abre. Y como nadaísta lo critico todo, menos criticarme por ser nadaísta.
¿Qué piensa de su primer libro Invención de la Uva?
Yo no pienso, ¡luego existe!
Cite su frase más célebre como poeta.
“Espero que ningún día será el último”.
* Texto aparecido en “Arango, Gonzalo. Reportajes”. Editorial Universidad de Antioquia, vol. 1., Medellín, octubre de 1993, p.p.: 167 - 175. Publicado originalmente en: Revista Cromos, n.º 2.545, Bogotá, julio 11 de 1966, pp. 19 - 20.