“El principio poético”, de Edgar Allan Poe
A propósito del natalicio del legendario escritor estadounidense, recordado por sus cuentos de terror, rescatamos su clásico ensayo sobre la importancia de la poesía para el ser humano.
Edgar Allan Poe / Especial para El Espectador
Al hablar del Principio Poético, no tengo el propósito de ser exhaustivo ni profundo. Durante la discusión, muy al azar, de la esencialidad de lo que llamamos Poesía, mi propósito principal será citar, para ser considerado, algunos pocos de esos poemas menores ingleses o norteamericanos que mejor se adaptan a mi gusto, o que han dejado la impresión más definitiva en mi fantasía. Por «poemas menores» quiero decir, por supuesto, poemas de poca longitud. Y aquí, al comienzo, permitidme decir unas pocas palabras respecto de un principio algo singular. Que, correcta o incorrectamente, siempre ha tenido influencia en mi propia evaluación crítica del poema. Sostengo que un poema largo no existe. Sostengo que la frase «un poema largo» es simplemente una terminante contradicción en los términos. (Recomendamos: Abierto el concurso nacional de cuento La Cueva).
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Al hablar del Principio Poético, no tengo el propósito de ser exhaustivo ni profundo. Durante la discusión, muy al azar, de la esencialidad de lo que llamamos Poesía, mi propósito principal será citar, para ser considerado, algunos pocos de esos poemas menores ingleses o norteamericanos que mejor se adaptan a mi gusto, o que han dejado la impresión más definitiva en mi fantasía. Por «poemas menores» quiero decir, por supuesto, poemas de poca longitud. Y aquí, al comienzo, permitidme decir unas pocas palabras respecto de un principio algo singular. Que, correcta o incorrectamente, siempre ha tenido influencia en mi propia evaluación crítica del poema. Sostengo que un poema largo no existe. Sostengo que la frase «un poema largo» es simplemente una terminante contradicción en los términos. (Recomendamos: Abierto el concurso nacional de cuento La Cueva).
Apenas necesito observar que un poema merece su nombre sólo en cuanto nos excita, al elevar nuestra alma. El valor del poema está en proporción a esta excitación elevadora. Pero todas las excitaciones son, por una necesidad física, transitorias. El grado de excitación que autorizaría a que un poema sea llamado así en absoluto, no puede sostenerse a través de una composición muy extensa. Después de un lapso de media hora a lo sumo, decae -desfallece-, le sigue una reacción negativa y entonces el poema, de hecho, deja de serlo.
Sin duda hay muchos que han encontrado dificultad en conciliar la sentencia crítica de que el Paraíso perdido ha de ser devotamente admirado en su totalidad, con la absoluta imposibilidad de mantener, durante su lectura, el grado de entusiasmo que requeriría tal sentencia crítica. Esta gran obra, en verdad, ha de ser considerada como poética cuando, perdiendo de vista ese requisito vital de toda obra de arte, la Unidad, la consideremos meramente como una serie de poemas menores. Si, para conservar su Unidad, la leemos (como sería necesario) de un tirón, el resultado es sólo una alternancia constante de excitación y depresión. Después de un pasaje de lo que sentimos que es genuina poesía, sigue, inevitablemente, un pasaje de lugares comunes que ningún prejuicio crítico puede obligarnos a admirar; pero si, luego de completar el trabajo lo leemos de nuevo, omitiendo el primer libro -es decir, comenzando por el segundo- nos sorprenderemos encontrando ahora admirable aquello que antes condenamos, y condenable aquello que previamente habíamos admirado tanto. Se sigue de todo esto que el efecto último, global y absoluto aun de la mejor épica bajo el sol es una nulidad; y esto es precisamente así.
Respecto de la Ilíada tenemos, si no una prueba positiva, al menos una muy buena razón para creer que fue concebida como una serie de poemas líricos; pero concediendo la intención épica, sólo puedo decir que la obra se basa en un imperfecto sentido del arte. Se supone que la épica moderna se basa en el modelo antiguo, pero es una imitación desconsiderada y ciega. Pero el momento de estas anomalías artísticas ha terminado. Si, en algún momento, un poema muy largo fue realmente popular -lo que dudo- es al menos claro que ningún poema muy largo será nuevamente popular alguna vez.
Que la extensión de una obra poética es, ceteris paribus, la medida de su valor, parece indudablemente, cuando así lo enunciamos, una proposición bastante absurda pero, sin embargo, la debemos a las revistas trimestrales. ¡Seguramente no puede haber nada en el mero tamaño, abstractamente considerado -no puede haber nada en el mero grosor, en lo que concierne a un volumen, que haya despertado tan continuamente la admiración de estos taciturnos panfletos! Una montaña, por cierto, por el mero sentimiento de magnitud física que transmite, nos impresiona con un sentido de lo sublime, pero ningún hombre es impresionado de esta manera ni siquiera por la grandeza material de The Columbiad. Las revistas trimestrales tampoco nos han enseñado a impresionarnos ante él. Hasta ahora no han insistido en que estimemos a Lamartine por pie cúbico, o a Pollock por libra, ¿pero qué otra cosa podemos inferir por su continua charla acerca de «efecto sostenido»? Si, por «efecto_ sostenido» cualquier joven caballero ha logrado producir una épica, debemos francamente elogiarlo por su esfuerzo -si esto es verdaderamente algo elogiable- pero evitemos alabar la épica en razón de ese esfuerzo. Es de esperar que el sentido común, en el futuro, preferirá decidir acerca del valor de una obra de arte más bien por la impresión que hace -por el efecto que produce- que por el tiempo que llevó producir el efecto, o por la cantidad de «esfuerzo sostenido» que se había considerado necesario en su producción. El hecho es que la perseverancia es una cosa y el genio absolutamente otra; y todas las publicaciones trimestrales de la cristiandad no pueden confundirlos. Poco a poco, esta proposición, junto con muchas que acabo de recomendar, serán recibidas como evidentes. Entretanto, al ser generalmente condenadas como falsedades, no serán esencialmente dañadas en cuanto verdades.
Por otra parte, es claro que un poema puede ser inapropiadamente breve. La brevedad indebida degenera en mero epigrama. Un poema muy corto, mientras que de tanto en tanto produce un efecto brillante o vívido, nunca produce un efecto profundo o duradero. Debe haber una firme presión de la marca sobre la cera. De Beranger ha producido innumerables cosas, mordaces y agitadoras del espíritu, pero en general han sido de muy poco peso como para grabarse profundamente en la atención del público, y así, como tantas plumas de la fantasía, han sido impulsadas hacia lo alto sólo para ser devueltas hacia lo bajo por el viento.
Un notable ejemplo del efecto de la brevedad indebida en el desmerecimiento de un poema, en dejarlo fuera de la opinión popular, es proporcionado por la siguiente exquisita pequeña «Serenata»:
Me despierto de soñar contigo
En el primer dulce sueño de la noche,
Cuando los vientos suspiran en voz baja
Y brillan luminosas las estrellas.
Me despierto de soñar contigo
Y un espíritu a mis pies
Me ha conducido -¿quién sabe cómo?
A la ventana de tu cuarto, amor.
Los vientos errantes se desvanecen
En la oscuridad del arroyo silencioso
El aroma de las magnolias desfallece
Como dulces pensamientos en un sueño;
La queja del ruiseñor
Muere sobre su corazón
Como yo debo morir sobre el tuyo
¡O amada, como eres!
¡O, levántame de la hierba!
¡Muero, me desvanezco, desfallezco!
Haz que tu corazón derrame besos
Sobre mis labios y pálidos párpados.
Mi mejilla está fría y blanca, ¡ay de mí!
Mi corazón palpita fuerte y veloz.
O, apriétalo nuevamente contra el tuyo,
Donde por fin se quebrará.
Muy pocos tal vez conozcan estas líneas, pero su autor es un poeta no menor que Shelley. Su cálida pero etérea imaginación será apreciada por todos, pero por nadie tan completamente como por quien ha despertado él mismo de dulces sueños de una amada, para sumergirse en el aire aromático de una noche de verano meridional.Uno de los mejores poemas de Willis —el mejor, en mi opinión, que ha escrito jamás— ha sido, sin duda, por este mismo defecto de indebida brevedad, excluido de su adecuado lugar, tanto desde el punto de vista de la crítica como del público en general:
Las sombras se extendían a lo largo de Broadway,
Cercano estaba el crepúsculo
Y allí una hermosa dama
Caminaba con arrogancia,
Caminaba sola; pero invisibles espíritus caminaban a su lado.
La paz hechizaba la calle bajo sus pies
Y el Honor hechizaba el aire
Y todos, excitados, la miraban con bondad,
Y la llamaban bondadosa y bella.
Porque todo lo que Dios le diera
Lo guardaba con cauto cuidado.
Guardaba con cuidado su rara belleza
De amantes afectuosos y fieles
Pues su corazón era frío, excepto para el oro,
Y los ricos no venían a conquistarla.
Pero ella honraba bien sus encantos para venderlos,
Si la venta la hacían sacerdotes.
También caminaba por allí una más hermosa,
Una niña delgada, pálida como el lirio;
Y tenía una invisible compañía
Que amedrentaba el espíritu,
Entre Miseria y Desdén caminaba sin esperanza,
Y nada podía ayudarla.
Ninguna piedad puede aclarar su frente
Para implorar paz en este mundo
Pues cuando la violenta plegaria del amor se dispersó en el aire,
¡Su corazón de mujer se rindió!
Pero el pecado perdonado por Cristo en el Cielo
¡Es condenado por el hombre!
En esta composición es difícil reconocer al Willis que ha escrito tantos meros «versos de sociedad». Las líneas no sólo son ricamente ideales, sino llenas de energía; respiran un fervor, una evidente sinceridad de sentimiento, que buscamos en vano a través de todas las otras obras de este autor.
Mientras que la manía ética, la idea de que en poesía la longitud es indispensable al valor, ha ido gradualmente desapareciendo de la mente pública, por fuerza de su propio absurdo, encontramos que la sucede una herejía demasiado palpablemente falsa para ser tolerada por mucho tiempo, pero que en el breve período en que ha permanecido, puede decirse que ha logrado más en la corrupción de nuestra literatura poética que todos sus otros enemigos combinados. Aludo a la herejía de La Didáctica. Se ha dado por supuesto, tácita y abiertamente, directa e indirectamente, que el objeto último de toda poesía es la verdad. Todo poema, se dice, debería inculcar una moral y el mérito poético de la obra ha de ser juzgado por esta moral. Nosotros, los norteamericanos, hemos patrocinado especialmente esta feliz idea, y especialmente nosotros los bostonianos la hemos desarrollado plenamente. Nos hemos puesto en la cabeza que escribir un poema simplemente por el poema mismo, y reconocer que tal ha sido nuestro propósito, sería confesar que carecemos radicalmente de la genuina dignidad y fuerza poéticas: pero el simple hecho es que si sólo nos permitiéramos mirar en nuestras propias almas, inmediatamente descubriríamos allí que no existe ni puede existir bajo el sol ninguna obra más absolutamente digna, más supremamente noble, que este mismo poema, este poema per se, este poema que es un poema y nada más, este poema escrito sólo por el poema mismo.
Con una reverencia tan profunda por la verdad como la que alguna vez inspiró el pecho del hombre, yo limitaría, sin embargo, en alguna medida, su manera de inculcarla. Me limitaría a hacerla respetar. No la debilitaría en derroche. Las exigencias de la verdad son severas. Ella no simpatiza con la mirra. Todo aquello que es tan indispensable en la canción es precisamente todo aquello con lo que ella no tiene nada en absoluto que ver. Es hacer de ella una ostentosa paradoja entrelazarla con gemas y flores. Para imponer una verdad, necesitamos severidad más bien que la eflorescencia del lenguaje. Debemos ser simples, precisos, lacónicos. Debemos ser tranquilos, calmos, desapasionados. En una palabra, debemos estar en ese estado de ánimo que es, lo más posible, exactamente inverso de lo poético. Debe estar ciego ciertamente quien no percibe la diferencia radical y abismal entre los modos verdadero y poético de fijar las ideas. Debe ser fanáticamente teórico, más allá de toda redención, quien, a pesar de estas diferencias, persista aún en conciliar los obstinados aceites y aguas de la poesía y la verdad.
Dividiendo el mundo de la mente en sus tres más inmediatamente obvias distinciones, tenemos el intelecto puro, el gusto y el sentido moral. Coloco el gusto en el medio, porque es justamente esta posición la que ocupa en la mente. Se relaciona íntimamente con ambos extremos; pero el sentido moral está separado por una diferencia tan débil que Aristóteles no ha vacilado en colocar algunas de sus operaciones entre las virtudes mismas. Sin embargo, encontramos que las funciones del trío están marcadas con suficiente distinción. Así como el intelecto se ocupa de la verdad, el gusto nos informa de lo bello, mientras que el sentido moral considera el deber. De este último, mientras que la conciencia enseña la obligación, y la razón la utilidad, el gusto se contenta con exhibir los encantos: oponiéndose al vicio sólo sobre la base de su fealdad, su desproporción, su animosidad hacia lo adecuado, lo apropiado, lo armonioso. En una palabra, hacia la belleza.
Un instinto inmortal implantado profundamente en el espíritu del hombre es pues, visiblemente, un sentido de la belleza. Esto es lo que le proporciona el placer en las múltiples formas, sonidos, olores y sentimientos entre los cuales existe. Y así como el lirio se repite en el lago o los ojos del Amarilis en el espejo, así también es la repetición meramente oral o escrita de estas formas, olores, sonidos, colores y sentimientos, una fuente duplicada de placer. Pero esta mera repetición no es poesía. Quien cante simplemente, por más que lo haga con encendido entusiasmo, o con la más vívida verdad en la descripción, las vistas, sonidos, olores, colores y sentimientos que lo saludan en común con toda la humanidad, digo que ha fracasado, sin embargo, en demostrar su título divino. Hay algo a la distancia que no ha logrado todavía alcanzar. Tenemos aún una sed insaciable para aliviar la cual no nos han mostrado las fuentes de cristal. Esta sed pertenece a la inmortalidad del hombre. Es a la vez una consecuencia y una señal de su existencia perenne. Es el deseo de la mariposa nocturna por alcanzar la estrella. No es una mera apreciación de la belleza ante nosotros sino un esfuerzo salvaje por alcanzar la belleza en lo alto. Inspirados por una presciencia extática de las glorias más allá de la tumba, luchamos por medio de combinaciones multiformes entre las cosas y los pensamientos del tiempo, para alcanzar una parte de esa belleza, cuyos elementos mismos tal vez pertenecen sólo a la eternidad. Y así, cuando por la poesía, o cuando por la música -el más cautivador de los modos poéticos-, nos encontramos deshechos en lágrimas, las vertemos, no como supone el abate Gravina, por exceso de placer, sino por cierta malhumorada e impaciente tristeza ante nuestra inhabilidad para captar ahora, enteramente, aquí en la Tierra y de una vez para siempre, esos goces divinos y extáticos, de los cuales, a través del poema o a través de la música logramos captar sólo unos breves e indeterminados vislumbres.
La lucha por aprehender la belleza sobrenatural -esta lucha realizada por almas adecuadamente constituidas- ha dado al mundo todo aquello que a él (el mundo) le ha sido jamás permitido entender y sentir como poético.
El sentimiento poético, por supuesto, puede desarrollarse en distintos modos -en la pintura, la escultura, la arquitectura y la danza, muy especialmente en la música- y muy particularmente, y en un amplio campo, en la composición del jardín paisajístico. Nuestro actual tema, sin embargo, sólo se ocupa de su manifestación en palabras. Y admitidme aquí, hablar brevemente sobre el tema del ritmo. Contentándome con la certeza de que la música, en sus varios modos de metro, ritmo y rima, es de una importancia tan grande para la poesía que nunca ha de ser sensatamente rechazada pues es un auxiliar tan vitalmente importante que es simplemente tonto quien no acepta su ayuda, me detendré ahora a sostener su absoluta esencialidad. Es en la música, tal vez, donde el alma está más cerca de alcanzar el gran fin cuando está inspirada por el sentimiento poético: la creación de la belleza sobrenatural. Puede que aquí, verdaderamente, este sublime fin sea, a veces, alcanzado en realidad. A menudo sentimos, con un tembloroso deleite, que un arpa terrestre terrenal emite notas que no pueden ser desconocidas por los ángeles. Y entonces no cabe duda de que en la unión de la poesía con la música en su sentido popular, encontraremos el terreno más amplio para el desarrollo poético. Los antiguos bardos y Minnesingers tenían ventajas que nosotros no poseemos. Y Thomas Moore, cantando sus propias canciones, de la manera más legítima, las perfeccionaba como poemas.
Entonces, para recapitular: definiría, en resumen, la poesía, como la Creación Rítmica de la Belleza. Su único árbitro es el gusto. Sólo tiene relaciones colaterales con el intelecto o con la conciencia. A menos que, incidentalmente, no tenga nada que ver con el deber o con la verdad.