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                                                                                                                                El proyecto de la locura de Fiódor Dostoievski (tras 140 años de su muerte)

                                                                                                                                Dostoievski estaba en sus personajes, por supuesto. Pensaba y vivía y sentía como ellos, o al contrario de ellos, que era como decir también que era ellos y las dos caras de una misma moneda, que se llamaba humanidad, o humanismo. Nació el 11 de noviembre de 1821, 199 años atrás.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura
                                                                                                                                Dostoievski era santo y pecador, ángel y demonio, y se preguntaba día tras día cómo era posible que un Dios, el Dios ruso, ortodoxo, hubiera creado a Rusia, un pueblo con tanto infierno, y cómo podría creer él en un Dios que hubiese forjado un mundo con tanto sufrimiento. De alguna manera, anhelaba tener fe. La buscó en su vida y, sobre todo, en sus novelas, a través de sus múltiples personajes.
                                                                                                                                Foto: Nátaly Londoño Laura
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                “Pero el buen sentido, que es la más desdichada de mis cualidades, me contuvo, y no aproveché el momento propicio. Y es que pensé qué sucedería si yo cantaba el hosanna. Todo se extinguiría en el mundo; nunca volvería a pasar nada. He aquí como los deberes de mi cargo y mi posición social me obligaron a rechazar un noble impulso y a continuar sumergido en la infamia. Otros se atribuyen todo el honor del bien; a mí sólo me dejan la infamia. Pero no envidio el honor de vivir a expensas del prójimo. No soy ambicioso. ¿Por qué he de ser yo la única criatura condenada a recibir las maldiciones de las personas honorables a incluso sus puntapiés, ya que, al haberme encarnado, he de sufrir reveses de esta índole? En esto hay un misterio. Nadie me lo quiere revelar por temor a que entone el hosanna, lo que motivaría que las indispensables imperfecciones desaparecieran. Esto significaría el fin de todo, incluso de los periódicos y revistas, que se quedarían sin abonados. Sé perfectamente que al fin me reconciliaré, recorreré el cuatrillón de kilómetros y se me revelará el secreto.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Si le interesa leer más de Cultura, le sugerimos: “Con trabajo en equipo superaremos la crisis”: Patricia Sáenz

                                                                                                                                Dostoievski estaba en sus personajes, por supuesto. Pensaba y vivía y sentía como ellos, o al contrario de ellos, que era como decir también que era ellos y las dos caras de una misma moneda, que se llamaba humanidad, o humanismo. En un lado, Dmitri Karamazov, el criminal falsamente acusado de haber asesinado a su padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov. Del otro, el mismo criminal y el mismo Dmitri, que era capaz de decir que él era inocente por la muerte de su padre, pero no por todos sus otros pecados. De un lado, una mujer, Catalina Ivanovna, que lo amaba y sacrificaba su vida por él. Del otro, esa misma mujer, que llevada por los celos, por la venganza, por un odio pasajero, lo condenaba en pleno juicio y esgrimía una carta que era definitiva para la sentencia de los jueces. Y era Smerdiakov, el verdadero asesino según las pruebas de Iván Karamazov, un epiléptico que jamás se conformaba con ser menos que sus amos, pero que al mismo tiempo cargaba con la cruz de ser un hijo de nadie, o de casi nadie.

                                                                                                                                Era Kolia, el niño que quería ser grande y que se había acostado entre los rieles de un tren para que el tren le pasara por encima y ganarse así el respeto y la admiración de sus compañeros, y quien a la vez era capaz de admitir que la mirada de una niña le había devuelto la fe en la humanidad. Dostoievski era ese niño, y era al mismo tiempo Aliocha, el seminarista que le dijo que si se juntaba con más personas como aquella niña, con el tiempo sería más y más bondadoso. Era uno de los tantos borrachos de Skotoprigonievsk, y el capitán Snieguiriov, que por orgullo despreciaba un fajo de billetes, y el starets Zósimo, guardián de la fe de los rusos, y a era la vez el demonio que conversaba con Iván Karamazov, aquel que decía, “Pero, entre tanto, cumplo, gruñendo y contra mi voluntad, mi misión de perder a miles de hombres para salvar a uno solo”. Era y fue el abogado Fetiukovitch, que dijo al final de su defensa a Dmitri Karamazov que le ley era letra y papel, “Que los demás pueblos observen la letra de la ley, observemos nosotros su espíritu y su esencia para la regeneración de los caídos”.

                                                                                                                                Dostoievski era santo y pecador, ángel y demonio, y se preguntaba día tras día cómo era posible que un Dios, el Dios ruso, ortodoxo, hubiera creado a Rusia, un pueblo con tanto infierno, y cómo podría creer él en un Dios que hubiese forjado un mundo con tanto sufrimiento. De alguna manera, anhelaba tener fe. La buscó en su vida y, sobre todo, en sus novelas, a través de sus múltiples personajes. La buscó, incluso, cuando fue condenado a muerte por conspiración, luego de haber leído en voz alta una carta que un crítico le había enviado a Gogol en la que decía que se necesitaba una revolución social en Rusia. La carta había sido prohibida. Leerla era una afrenta contra el orden y las instituciones. Y más que nada, contra el Zar. Llevar o tener una copia era más que una ofensa. Dostojevski había reescrito algunas, y en 1849 fue detenido. Se salvó de la muerte por un indulto que llegó pocos minutos antes de la ejecución. Fue llevado a Siberia.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Algunos de sus biógrafos contaron que pocos minutos antes de salir a lo que iba a ser su fusilamiento, le comentó a un compañero que se le había ocurrido una gran historia para un cuento. Luego, muy luego, en Siberia, en medio de trabajos forzados, latigazos, castigos aún más severos, viviendo o sobreviviendo con hombres que se sentían sin derecho al perdón, escribió sus Memorias del subsuelo, y comenzó a esbozar la trama, y ante todo, a los protagonistas de Crimen y Castigo y de Los hermanos Karamazov. “Después de todo -le escribió en 1854 a su hermano-, no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no Rusia, al menos a su gente, a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”. Su vida en Omsk fue más dura por haberse tenido que arrepentir de sus viejas ideas sobre el pueblo ruso, su bondad y su honradez, que por la condena y el castigo. Hasta que llegó a Siberia, creía en el remordimiento de los hombres.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Foto: YO CONFIESO CAP 19 MOBILE - El Espectador
                                                                                                                                Dostoievski era santo y pecador, ángel y demonio, y se preguntaba día tras día cómo era posible que un Dios, el Dios ruso, ortodoxo, hubiera creado a Rusia, un pueblo con tanto infierno, y cómo podría creer él en un Dios que hubiese forjado un mundo con tanto sufrimiento. De alguna manera, anhelaba tener fe. La buscó en su vida y, sobre todo, en sus novelas, a través de sus múltiples personajes.
                                                                                                                                Foto: Nátaly Londoño Laura
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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                “Pero el buen sentido, que es la más desdichada de mis cualidades, me contuvo, y no aproveché el momento propicio. Y es que pensé qué sucedería si yo cantaba el hosanna. Todo se extinguiría en el mundo; nunca volvería a pasar nada. He aquí como los deberes de mi cargo y mi posición social me obligaron a rechazar un noble impulso y a continuar sumergido en la infamia. Otros se atribuyen todo el honor del bien; a mí sólo me dejan la infamia. Pero no envidio el honor de vivir a expensas del prójimo. No soy ambicioso. ¿Por qué he de ser yo la única criatura condenada a recibir las maldiciones de las personas honorables a incluso sus puntapiés, ya que, al haberme encarnado, he de sufrir reveses de esta índole? En esto hay un misterio. Nadie me lo quiere revelar por temor a que entone el hosanna, lo que motivaría que las indispensables imperfecciones desaparecieran. Esto significaría el fin de todo, incluso de los periódicos y revistas, que se quedarían sin abonados. Sé perfectamente que al fin me reconciliaré, recorreré el cuatrillón de kilómetros y se me revelará el secreto.

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                                                                                                                                Dostoievski era santo y pecador, ángel y demonio, y se preguntaba día tras día cómo era posible que un Dios, el Dios ruso, ortodoxo, hubiera creado a Rusia, un pueblo con tanto infierno, y cómo podría creer él en un Dios que hubiese forjado un mundo con tanto sufrimiento. De alguna manera, anhelaba tener fe. La buscó en su vida y, sobre todo, en sus novelas, a través de sus múltiples personajes. La buscó, incluso, cuando fue condenado a muerte por conspiración, luego de haber leído en voz alta una carta que un crítico le había enviado a Gogol en la que decía que se necesitaba una revolución social en Rusia. La carta había sido prohibida. Leerla era una afrenta contra el orden y las instituciones. Y más que nada, contra el Zar. Llevar o tener una copia era más que una ofensa. Dostojevski había reescrito algunas, y en 1849 fue detenido. Se salvó de la muerte por un indulto que llegó pocos minutos antes de la ejecución. Fue llevado a Siberia.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Le sugerimos leer La última noche que Los Beatles cantaron en The Cavern

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                                                                                                                                Algunos de sus biógrafos contaron que pocos minutos antes de salir a lo que iba a ser su fusilamiento, le comentó a un compañero que se le había ocurrido una gran historia para un cuento. Luego, muy luego, en Siberia, en medio de trabajos forzados, latigazos, castigos aún más severos, viviendo o sobreviviendo con hombres que se sentían sin derecho al perdón, escribió sus Memorias del subsuelo, y comenzó a esbozar la trama, y ante todo, a los protagonistas de Crimen y Castigo y de Los hermanos Karamazov. “Después de todo -le escribió en 1854 a su hermano-, no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no Rusia, al menos a su gente, a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”. Su vida en Omsk fue más dura por haberse tenido que arrepentir de sus viejas ideas sobre el pueblo ruso, su bondad y su honradez, que por la condena y el castigo. Hasta que llegó a Siberia, creía en el remordimiento de los hombres.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Luego comprendió que la maldad, o las penas, o el hambre, o la vanidad, o todo aquello unido, podían matar el arrepentimiento. “Ya he dicho que en un período de varios años no encontré en esas personas el menor rastro de arrepentimiento, ni la más mínima señal de que sus crímenes les pesaran en la conciencia, y que la mayoría de ellos consideran que han hecho bien. Eso es un hecho. Desde luego que la vanidad, los malos ejemplos, la temeridad y la falsa vergüenza son en parte responsables de ello. Por otra parte, ¿quién puede afirmar que ha desentrañado las profundidades de aquellas almas perdidas y ha descifrado en ellas lo que se le oculta al mundo entero? Seguramente es posible en tantos años haber percibido algo, haber captado por lo menos algún rasgo de esos corazones que dé testimonio de una angustia interior, de sufrimiento. Pero no fue así. Sin embargo, al parecer el crimen no puede comprenderse desde un punto de vista preestablecido, y su filosofía es bastante más difícil de lo que suele suponerse”, terminó por escribir en sus Memorias del subsuelo.

                                                                                                                                Foto: YO CONFIESO CAP 19 MOBILE - El Espectador

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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