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Mírenle su mata de pelo negro ensortijado cayéndole sobre los hombros, y mírenla obligada a cogérselo en una cola bien aplacada, apenas empiece la jornada laboral, según manda el reglamento de la empresa. Mírenla observar encantada el inmenso paño luminoso que esta mañana el sol ha puesto sobre la realidad. Mírenla poner la mirada en el piso cada que recuerda las tareas de su cargo. Mírenla haciendo cuentas mentalmente: la cuota de la lavadora, recibos de servicios para el viernes, a tope en la tienda de la esquina. Mírenla anhelando que la distracción venga a salvarla.
Su mundo se suscribe a cuidar de su mamá enferma, trabajar, resolver crucigramas y dormir para volver a trabajar. Respira profundo al acordarse de las labores que la esperan: lavar los baños, limpiar y trapear las cuatro salas de velación, lavar las grecas y hacer el café, rosear con la manguera el andén, la fachada y el enorme aviso en letras negras con fondo morado de la funeraria El Regreso. Los ojos claros favorecen la serenidad de su semblante. El desgaste prematuro de su vida, a pesar de haber roído, también ha pulido su cuerpo. El porte altivo, el vientre plano, la ondulación de las caderas bien definidas, la boca terminando justo donde debe terminar, el cuello largo y sedoso y el pecho apenas insinuado detrás de la blusa verde manzana que odia ponerse. No podría decirse que camina, sino más bien que se esculpe con cada paso. Ya son treinta y cinco años y su cuerpo sigue siendo un tributo a la belleza más simple y apabullante.
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Hace una mueca de fastidio recordando a su mamá enseñarle a decir sí señor, sí señora y callar y obedecer. Maldice para sus adentros por haber obedecido todo lo que desde siempre le dijeron que había que obedecer. Observa detenidamente a cada pasajero, echa a volar su imaginación; suelta una sonrisa cortica al pensar que a ese señor con uniforme de enfermero que va allá atrás el pelo le hizo crecer la cabeza y no al revés. Sonríe aún más al verle el estrabismo a la flaca sentada junto a él, es como si sus ojos estuvieran parados en el miércoles y pudieran ver al mismo tiempo los dos domingos. Se divierte adivinando profesiones: este de aquí con toda seguridad es fontanero, esta otra es falsificadora de documentos, aquel no puede ser otra cosa que sacristán, esa de allá tiene maneras de talladora de casino y colecciona patos de porcelana, y la espalda de aquel otro no puede ser sino de un domador de leones. Su fantasear no es una manía hueca, es una respuesta a la tiranía creciente de la vida. Está segura de que la gente apretujada en un bus urbano es la forma física de la angustia por los problemas no resueltos. Cede su lugar en silencio ante la presión corporal ejercida por la gorda con paquetes que acaba de subirse. Miren a Yasmín ofendida consigo misma por no tener coraje suficiente para no ceder nunca más y decir no cuando es no. Se aprieta el dedo pulgar como terapia para aguantarse las ganas de fumar. Por la emisora suena un locutor demasiado enfático en las noticias, algo que ella entiende como diseñado intencionalmente para joderle el día desde bien temprano a los asalariados. Resiste heroicamente, como todos los días, los cuarenta minutos de bamboleo en un bus donde todos huelen a jabón de avena. Suben más y más pasajeros y se atiborraban como pueden y el bus adquiere cierto aire circense. Yasmín se siente metida en un traje espacial. En el centro del pasillo la respiración es prácticamente un producto comunitario. Se entretiene imaginando el tamaño, color, contextura y aspecto de todas las axilas que la rodean. Bosteza con la cabeza ladeada y casi metida en su axila, un bostezo que es la suma del mal dormir más el cansancio prematuro más la angustia de un empleo demoledor más el miedo a perderlo.
En la silla que roza la pierna de Yasmín va un hombre joven con un blazer evidentemente prestado y cara de ajedrecista en aprietos; por momentos hace un movimiento circular con el cuello, como los boxeadores antes del combate, entonces abre la carpeta blanca que lleva en el regazo y mira concentradísimo la parte de la hoja de vida que dice “Experiencia”, y vocaliza una y otra vez lo que lee. Tiene una mirada que rezuma nerviosismo. Yasmín no sabe si desearle suerte o compadecerlo. El que convence a alguien de comprarle algo, horizontal de ocho letras: vendedor. El bus avanza a paso ceremonioso, el trancón no promete desanudarse; Yasmín no deja de mirar al hombre del blazer, tal vez sea la lozanía de su piel lo que la atrae, o la ternura de sus ademanes, o la valentía de lanzarse a una entrevista de trabajo con experiencia inventada y ropa prestada.
Aprovechando que el hombre no levanta la vista de la carpeta, ella le mira fijamente el rosado húmedo de sus labios, el brillo inocente de sus ojos, sus pestañas de soñador, el apremio de su postura. La mirada de Yasmín acuna, arrulla, mece, acaricia, y una sincronía de lo visto con lo deseado la hace soltar un lento suspiro.
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Imagina que, gracias a la cercanía de los cuerpos, él habría dado un tímido primer paso al elogiarle el color de la blusa, ella habría sonreído cómplice y le habría dicho que esta es su blusa preferida, visualiza esa mejilla rozando su mejilla en el tímido acercamiento de una hipotética primera cita, la habría invitado en la noche a un café, pero ella habría elegido una heladería, ya habría devuelto el blazer prestado y llevaría un buso más ligero y ella tendría puesta su blusa azul escotada y la falda ajustada y corta, llevaría la frondosa mata de pelo suelto definiéndole sutilmente el contorno, pediría una copa de melocotón, él le diría que prefiere la fresa, después ella habría disfrutado viéndolo esforzarse inútilmente por decir algo inteligente, y habría sonreído con dulzura cada que él gagueara y se le quedaran las frases empezadas. Para alivianarlo, ella habría señalado las manchas de humedad del cielo raso de la heladería y le habría dicho que una se parece a un elefante con una sola oreja, otra a un hombre gordo de perfil, y él le seguiría el hilo y diría que aquella otra parece una montaña mordida por un gigante. La risa tonta les tendería un dulcísimo vínculo. Luego él propondría que fueran a caminar un rato sin rumbo, dejándose llevar por el viento leve de la noche. Yasmín seguiría con el pelo suelto solo por el placer de seducirlo, llevándose con dos dedos un mechón hasta detrás de una oreja.
Habrían comido obleas mientras caminaban, y con mucha delicadeza él le habría limpiado un poquito de arequipe en la comisura de los labios, algo que ella disfrutaría cerrando los ojos un momentico, a manera de señal para que él se lance a besarla, y él lo habría hecho sin dudar, y habría sido un beso de esos que detienen el tiempo, un beso gravitacional. Seguirían tomados de la mano, él llamándola simplemente Yas, ambos abrumados por la cosquilla fascinante de verse correspondidos. En una peatonal desolada donde los faroles remueven blandamente las sombras ella lo habría inducido hasta un zaguán oscuro y discreto, contra una pared se habrían vuelto a besar, esta vez con más generosidad, el calor del beso iría en aumento, la respiración entretejida, el vértigo de deslizarse por el tobogán del tacto, una caballada que echa a galopar, una medusa empezando su danza, cierres que se abren al tanteo, ropas que se recogen un poquito, una hoguera tomando fuerza, el diástole y sístole de dos cuerpos en curso de colisión, la suma de todo lo que no puede decirse con palabras, fruta de las dos de la mañana, el repentino y anhelado desorden de los instintos, la fronda de pelo recogida y erizado el cuello terso, llamaradas alcanzando madera seca, el avance de dos lenguas subversivas, una burbujita plop en la humedad de los labios, silencios en que todo es piel y besos, bolitas de rocío entre la boca y la nariz, la danza parcial de dos fatigadas soledades, algo hablando entre sus dedos, un paréntesis a la angustia por los problemas no resueltos, magma ardiente abriéndose paso hacia el volcán, botella de agua a punto de beberse del cogote, agua al borde de saciar una misma sed de una boca a otra, dos cuerpos electrizados a un milímetro de volverse uno y el bus que frena en seco y el envión saca a Yasmín de sus ensueños y por la ventanilla aparece el enorme aviso en letras negras con fondo morado de la funeraria El Regreso y Yasmín agacha la cabeza y se baja a trabajar.
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