El sacrilegio de subrayar libros
¿Subrayar libros es un acto de vandalismo literario o un síntoma de bibliofilia? La autora confronta sus preferencias con las consideraciones de un colega que rechaza esta práctica, expone lo que pensaba al respecto el filósofo Umberto Eco y consulta las opiniones de dos amantes de los libros: el librero Felipe Ossa y la escritora Irene Vallejo.
No logro recordar la clave de acceso a mi computador. He hecho tres intentos. Si me arriesgo con el cuarto la cosa se pondrá fea. Sería mi última oportunidad antes de que se quede totalmente bloqueado. Según la revista Nature Neuroscience, el cerebro humano tiene capacidad para almacenar un equivalente aproximado a la totalidad del contenido digital que hay en todo el mundo. No será fácil pescar diez caracteres extraviados en semejante océano de información. Puedo ponerme dramática y pensar que esto es el principio del fin. Que lo de la clave de acceso es una minucia comparado con lo que me espera. Después podría olvidar el número de mi carné de identidad, el teléfono de mi mamá y hasta lo que he leído. Empiezo a considerar hacer una lista de mis libros favoritos. Pero con calma, sin forzar mi memoria para que no olvide ningún título. Una tragedia semejante a la de no recordar nada es la de intentar recordarlo todo. Como le pasó al pobre Ireneo Funes, el personaje de un cuento de Borges que Umberto Eco mencionó en una conferencia que dictó en Milán en 1991. Leí la conferencia en La memoria vegetal, una recopilación de ensayos en la que el filósofo italiano habla sobre la apasionante historia de los libros.
La impotencia que siento mientras escribo a mano las primeras notas de este texto —por no poder recordar la bendita clave del computador— me asaltó cuando caí en la cuenta de la facilidad con la que leo algunas cosas y después las olvido. Sin embargo, casi siempre que necesito una idea específica, soy capaz de ubicar la adecuada entre los fragmentos subrayados de mis libros. Antes de decidirme por la variedad de tonos azules de los lápices de la marca Alpino, solía subrayar con rotuladores fluorescentes. Una insensatez de la que me arrepiento a diario. Alguna vez he pensado en sustituir todos los libros que subrayé con esos marcadores de escandalosos colores verde, naranja y amarillo. Fue una especie de brote adolescente que se prolongó por más tiempo del aconsejable. Valoré la enmienda del desastre, pero cuando me di cuenta de lo que me iba a costar el plan de renovación, cambié de idea.
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Si voy a prestar un libro reviso pacientemente los fragmentos que he marcado. Es de dominio público que cuando prestamos un libro subrayado estamos poniendo en manos de otros una parte de nuestra intimidad. Las líneas que trazamos para resaltar los pasajes que más nos gustan constituyen un lazo de unión entre el libro y nosotros. Son como las cicatrices reconocibles en el cuerpo de un amante. Hay quienes prefieren no subrayar sus libros para no irrespetar su integridad o alterar su belleza. Cuando le dije a mi colega Camilo Amaya que estaba escribiendo sobre esto, me respondió con un mensaje de voz: “¿Estás escribiendo sobre el sacrilegio de subrayar libros, cuando tienes stickers y puedes hacer apuntes en una agenda? ¿De ese sacrilegio?”. Su tono pasó de horrorizado a didáctico: “Sorayda, los libros no se subrayan. Hay unos stickers (ya te voy a mandar la foto) y uno los pone donde quiere recordar una cita. Si no puedes controlar tu impulso de rayar, rayas el sticker, y ya está”.
Es una opinión respetable, pero no puedo imaginar otro modo de que un libro sea realmente mío. La dimensión de mi vínculo con un libro queda reflejada en las marcas que dejo en él. Volver sobre esas marcas es como emprender un viaje de regreso al hogar. Son surcos de acuarela por los que navego saboreando cada palabra y esperando que se repita el beso del rayo. Si tuviera que presentar un alegato ante un tribunal, me ampararía en la sabiduría del señor Eco: “Por amor a un hermoso libro estamos dispuestos a cualquier bajeza”.
¿Subrayar libros es un acto de vandalismo literario o un síntoma de bibliofilia? El Diccionario de la Real Academia Española define la bibliofilia como la “afición de coleccionar libros, y especialmente los raros y curiosos”. Umberto Eco dijo en su conferencia que la bibliofilia “es, sin lugar a dudas, el amor por los libros”. El filósofo habló de los diferentes tipos de bibliófilos, entre ellos, los que leen con rotulador en mano: “Al amante de la lectura, o al estudioso, le encanta subrayar los libros contemporáneos, entre otras cosas porque, a distancia de años, un determinado tipo de subrayado, una señal en el margen, una variación entre rotulador negro y rotulador rojo, le recuerdan una experiencia de lectura”. Otros sacrílegos confesos fueron Julio Cortázar, William Blake, Alejandra Pizarnik y George Steiner. Además de practicar el arte del subrayado, todos escribían notas en los márgenes de sus libros. El método de Cortázar es digno de mención. No solo marcaba sus pasajes predilectos, también señalaba sus desacuerdos con los autores, discutía con ellos a punta de lápiz y no les perdonaba ni un solo despiste. En la primera página de Paradiso, la novela de Lezama Lima, anotó: “¿Por qué tantas erratas, Lezama?”.
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Quise saber la opinión de dos apasionados de los libros y su historia: la filóloga Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco, un ensayo que ha alcanzado cuarenta ediciones, que relata cómo los libros se convirtieron en los supervivientes de una azarosa aventura, y don Felipe Ossa, el librero colombiano que ha estado al frente de la Librería Nacional por más de medio siglo y se permite “el vicio sublime” de poseer unos nueve mil volúmenes en su biblioteca personal.
“Subrayo los libros y anoto lo subrayado en agendas que uso como diarios de lectura”, me dice don Felipe Ossa. “A veces, cuando vuelvo sobre libros ya leídos, me parece que lo que subrayé todavía tiene vigencia. Otras veces, siento que ya no me entusiasma tanto. No subrayo las ediciones de lujo. Me da pesar dañarlas. Recuerdo que cuando leí De profundis, de Oscar Wilde, estaba en un momento crucial de mi vida. Me pareció que cada palabra calaba en mi ánimo, cada frase golpeaba en mi corazón, en mi herida. Marqué casi todas las páginas de ese libro profundamente triste y bello. Lo he releído muchas veces, y jamás ha perdido vigencia para mí”.
Irene Vallejo se posiciona en un punto intermedio del debate: “Evito subrayar y anotar mis libros porque sé que muchos de ellos acabaré donándolos a bibliotecas, o prestándolos sin retorno, y no quiero imponer a otros lectores mis reflexiones ni mis preferencias. Pero reconozco que a mí me gustan los libros vívidos, singularizados, con sus diálogos y anotaciones al margen. Esta costumbre es muy antigua: cuando queremos darle marchamo erudito lo llamamos ‘escolios’ o ‘glosas’. Para mí, escribir o subrayar en los libros no es un sacrilegio, es más bien un intento de forjar una relación de intimidad con el texto”.
Escojo un libro de las estanterías para fotografiar una página subrayada. Después de ver la foto, Camilo podrá cumplir su advertencia de “rasgarse las ropas de coraje”. Fruto extraño, de Lillian Smith. Un ejemplar de la Editorial Sudamericana que se imprimió en Buenos Aires en 1946. Recuerdo vagamente la cara del viejo librero que me lo vendió en Barcelona. La historia que cuenta la novela se me presenta fragmentada. Pero en una de sus páginas encuentro el rastro de las buenas horas que me hizo pasar: “Y los muchachos blancos silbaban suavemente cuando ella caminaba por la calle y decían palabras sucias y se frotaban la boca con el dorso de la mano, porque Nonnie Anderson, con su suave cabello negro rozándole el rostro y esos ojos negros puestos en una cara que por derecho divino debía pertenecer a una muchacha blanca, era algo que había que mirar dos veces”. Puedo ver a la encantadora Nonnie Anderson cruzando las vías del ferrocarril con su andar de ninfa, regresando de ese lugar en el que ha estado esperando que yo volviera a invocarla.
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La indignación de Camilo se pone de manifiesto otra vez:
—¡Y en colores! Hágame el favor. ¿Por qué no le dibujas al lado un arbolito, o un sol amarillo?.
—¿Sabes que Umberto Eco subrayaba con rotuladores de diferentes colores?
—Entonces, si Umberto Eco tenía la costumbre de arrancar cada página leída, ¿vos también?
—Si arrancas las páginas estás destruyendo la obra. En ese caso no sientes ningún amor por ella. Quien subraya la obra no la está mutilando: la interviene. ¿No crees que hay una voluntad de belleza en ese gesto? Umberto Eco también habló de la emoción estética que le provocaba un libro antiguo que adquirió con líneas subrayadas y notas en los márgenes. Como comprenderás, puedo localizar ese fragmento fácilmente porque lo he subrayado: “Es un objeto bellísimo de ver, las anotaciones se confunden con el texto impreso, y a menudo lo hojeo con el placer de revivir la aventura intelectual de quien lo marcó con su propio testimonio manual”.
—No te voy a dar más elementos para tu artículo. ¡Hasta acá llega esto!
No logro recordar la clave de acceso a mi computador. He hecho tres intentos. Si me arriesgo con el cuarto la cosa se pondrá fea. Sería mi última oportunidad antes de que se quede totalmente bloqueado. Según la revista Nature Neuroscience, el cerebro humano tiene capacidad para almacenar un equivalente aproximado a la totalidad del contenido digital que hay en todo el mundo. No será fácil pescar diez caracteres extraviados en semejante océano de información. Puedo ponerme dramática y pensar que esto es el principio del fin. Que lo de la clave de acceso es una minucia comparado con lo que me espera. Después podría olvidar el número de mi carné de identidad, el teléfono de mi mamá y hasta lo que he leído. Empiezo a considerar hacer una lista de mis libros favoritos. Pero con calma, sin forzar mi memoria para que no olvide ningún título. Una tragedia semejante a la de no recordar nada es la de intentar recordarlo todo. Como le pasó al pobre Ireneo Funes, el personaje de un cuento de Borges que Umberto Eco mencionó en una conferencia que dictó en Milán en 1991. Leí la conferencia en La memoria vegetal, una recopilación de ensayos en la que el filósofo italiano habla sobre la apasionante historia de los libros.
La impotencia que siento mientras escribo a mano las primeras notas de este texto —por no poder recordar la bendita clave del computador— me asaltó cuando caí en la cuenta de la facilidad con la que leo algunas cosas y después las olvido. Sin embargo, casi siempre que necesito una idea específica, soy capaz de ubicar la adecuada entre los fragmentos subrayados de mis libros. Antes de decidirme por la variedad de tonos azules de los lápices de la marca Alpino, solía subrayar con rotuladores fluorescentes. Una insensatez de la que me arrepiento a diario. Alguna vez he pensado en sustituir todos los libros que subrayé con esos marcadores de escandalosos colores verde, naranja y amarillo. Fue una especie de brote adolescente que se prolongó por más tiempo del aconsejable. Valoré la enmienda del desastre, pero cuando me di cuenta de lo que me iba a costar el plan de renovación, cambié de idea.
Le sugerimos: Frank Sinatra y una vida a su manera
Si voy a prestar un libro reviso pacientemente los fragmentos que he marcado. Es de dominio público que cuando prestamos un libro subrayado estamos poniendo en manos de otros una parte de nuestra intimidad. Las líneas que trazamos para resaltar los pasajes que más nos gustan constituyen un lazo de unión entre el libro y nosotros. Son como las cicatrices reconocibles en el cuerpo de un amante. Hay quienes prefieren no subrayar sus libros para no irrespetar su integridad o alterar su belleza. Cuando le dije a mi colega Camilo Amaya que estaba escribiendo sobre esto, me respondió con un mensaje de voz: “¿Estás escribiendo sobre el sacrilegio de subrayar libros, cuando tienes stickers y puedes hacer apuntes en una agenda? ¿De ese sacrilegio?”. Su tono pasó de horrorizado a didáctico: “Sorayda, los libros no se subrayan. Hay unos stickers (ya te voy a mandar la foto) y uno los pone donde quiere recordar una cita. Si no puedes controlar tu impulso de rayar, rayas el sticker, y ya está”.
Es una opinión respetable, pero no puedo imaginar otro modo de que un libro sea realmente mío. La dimensión de mi vínculo con un libro queda reflejada en las marcas que dejo en él. Volver sobre esas marcas es como emprender un viaje de regreso al hogar. Son surcos de acuarela por los que navego saboreando cada palabra y esperando que se repita el beso del rayo. Si tuviera que presentar un alegato ante un tribunal, me ampararía en la sabiduría del señor Eco: “Por amor a un hermoso libro estamos dispuestos a cualquier bajeza”.
¿Subrayar libros es un acto de vandalismo literario o un síntoma de bibliofilia? El Diccionario de la Real Academia Española define la bibliofilia como la “afición de coleccionar libros, y especialmente los raros y curiosos”. Umberto Eco dijo en su conferencia que la bibliofilia “es, sin lugar a dudas, el amor por los libros”. El filósofo habló de los diferentes tipos de bibliófilos, entre ellos, los que leen con rotulador en mano: “Al amante de la lectura, o al estudioso, le encanta subrayar los libros contemporáneos, entre otras cosas porque, a distancia de años, un determinado tipo de subrayado, una señal en el margen, una variación entre rotulador negro y rotulador rojo, le recuerdan una experiencia de lectura”. Otros sacrílegos confesos fueron Julio Cortázar, William Blake, Alejandra Pizarnik y George Steiner. Además de practicar el arte del subrayado, todos escribían notas en los márgenes de sus libros. El método de Cortázar es digno de mención. No solo marcaba sus pasajes predilectos, también señalaba sus desacuerdos con los autores, discutía con ellos a punta de lápiz y no les perdonaba ni un solo despiste. En la primera página de Paradiso, la novela de Lezama Lima, anotó: “¿Por qué tantas erratas, Lezama?”.
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Quise saber la opinión de dos apasionados de los libros y su historia: la filóloga Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco, un ensayo que ha alcanzado cuarenta ediciones, que relata cómo los libros se convirtieron en los supervivientes de una azarosa aventura, y don Felipe Ossa, el librero colombiano que ha estado al frente de la Librería Nacional por más de medio siglo y se permite “el vicio sublime” de poseer unos nueve mil volúmenes en su biblioteca personal.
“Subrayo los libros y anoto lo subrayado en agendas que uso como diarios de lectura”, me dice don Felipe Ossa. “A veces, cuando vuelvo sobre libros ya leídos, me parece que lo que subrayé todavía tiene vigencia. Otras veces, siento que ya no me entusiasma tanto. No subrayo las ediciones de lujo. Me da pesar dañarlas. Recuerdo que cuando leí De profundis, de Oscar Wilde, estaba en un momento crucial de mi vida. Me pareció que cada palabra calaba en mi ánimo, cada frase golpeaba en mi corazón, en mi herida. Marqué casi todas las páginas de ese libro profundamente triste y bello. Lo he releído muchas veces, y jamás ha perdido vigencia para mí”.
Irene Vallejo se posiciona en un punto intermedio del debate: “Evito subrayar y anotar mis libros porque sé que muchos de ellos acabaré donándolos a bibliotecas, o prestándolos sin retorno, y no quiero imponer a otros lectores mis reflexiones ni mis preferencias. Pero reconozco que a mí me gustan los libros vívidos, singularizados, con sus diálogos y anotaciones al margen. Esta costumbre es muy antigua: cuando queremos darle marchamo erudito lo llamamos ‘escolios’ o ‘glosas’. Para mí, escribir o subrayar en los libros no es un sacrilegio, es más bien un intento de forjar una relación de intimidad con el texto”.
Escojo un libro de las estanterías para fotografiar una página subrayada. Después de ver la foto, Camilo podrá cumplir su advertencia de “rasgarse las ropas de coraje”. Fruto extraño, de Lillian Smith. Un ejemplar de la Editorial Sudamericana que se imprimió en Buenos Aires en 1946. Recuerdo vagamente la cara del viejo librero que me lo vendió en Barcelona. La historia que cuenta la novela se me presenta fragmentada. Pero en una de sus páginas encuentro el rastro de las buenas horas que me hizo pasar: “Y los muchachos blancos silbaban suavemente cuando ella caminaba por la calle y decían palabras sucias y se frotaban la boca con el dorso de la mano, porque Nonnie Anderson, con su suave cabello negro rozándole el rostro y esos ojos negros puestos en una cara que por derecho divino debía pertenecer a una muchacha blanca, era algo que había que mirar dos veces”. Puedo ver a la encantadora Nonnie Anderson cruzando las vías del ferrocarril con su andar de ninfa, regresando de ese lugar en el que ha estado esperando que yo volviera a invocarla.
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La indignación de Camilo se pone de manifiesto otra vez:
—¡Y en colores! Hágame el favor. ¿Por qué no le dibujas al lado un arbolito, o un sol amarillo?.
—¿Sabes que Umberto Eco subrayaba con rotuladores de diferentes colores?
—Entonces, si Umberto Eco tenía la costumbre de arrancar cada página leída, ¿vos también?
—Si arrancas las páginas estás destruyendo la obra. En ese caso no sientes ningún amor por ella. Quien subraya la obra no la está mutilando: la interviene. ¿No crees que hay una voluntad de belleza en ese gesto? Umberto Eco también habló de la emoción estética que le provocaba un libro antiguo que adquirió con líneas subrayadas y notas en los márgenes. Como comprenderás, puedo localizar ese fragmento fácilmente porque lo he subrayado: “Es un objeto bellísimo de ver, las anotaciones se confunden con el texto impreso, y a menudo lo hojeo con el placer de revivir la aventura intelectual de quien lo marcó con su propio testimonio manual”.
—No te voy a dar más elementos para tu artículo. ¡Hasta acá llega esto!