El sentido del orden para Alejandro Moreno
El escritor colombiano presentó este 31 de julio en el Gimnasio Moderno su primer libro, “El sentido del orden” (Taller de Ediciones Rocca) compuesto de ocho cuentos relacionados con la muerte y el duelo, y atravesados por los libros, la literatura y las bibliotecas.
Fernando Araújo Vélez
Entre algunas citas de Flaubert, su libro inconcluso, Bouvard y Pécuchet, y el recuerdo de Ítalo Calvino, se le fueron colando algunas confesiones, principios de ideas de cuentos que fueron y dejaron de ser, o que se quedaron en una hoja suelta, finales de otros que sí terminaron siendo un libro y algunos de los recuerdos que lo llevaron a ser Alejandro Moreno. “De alguna manera estaba destinado a ser escritor”, dijo, con la voz a medio tono, como si alguno de sus personajes se hubiera escapado de su libro de cuentos, El sentido del orden, y hubiera hablado por él. “Cuando era niño los libros de mi casa llegaban hasta mi cuarto y entraban en disputa con mis juguetes”.
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Entre algunas citas de Flaubert, su libro inconcluso, Bouvard y Pécuchet, y el recuerdo de Ítalo Calvino, se le fueron colando algunas confesiones, principios de ideas de cuentos que fueron y dejaron de ser, o que se quedaron en una hoja suelta, finales de otros que sí terminaron siendo un libro y algunos de los recuerdos que lo llevaron a ser Alejandro Moreno. “De alguna manera estaba destinado a ser escritor”, dijo, con la voz a medio tono, como si alguno de sus personajes se hubiera escapado de su libro de cuentos, El sentido del orden, y hubiera hablado por él. “Cuando era niño los libros de mi casa llegaban hasta mi cuarto y entraban en disputa con mis juguetes”.
Más tarde o menos tarde, de noche o de madrugada, se enfrentaría a aquella biblioteca que estaba ahí cada vez que se despertaba. Lo haría con un poco de temor, tal vez. Con más curiosidad que nada y un halo de misterio. Desde los tiempos de las tablillas, los rollos de papiro o de pergamino, de los estantes en cruz de Alejandría y Bagdad, de Pérgamo y Constantinopla, las bibliotecas no hicieron más que hablar por sí solas. Gritaron a veces y en ocasiones se metieron entre la vida de la gente a punta de susurros. Se dijeron sus cosas en secreto, en secreto forjaron vidas, y de paso, también, pese a todo, provocaron muertes y las contaron.
“Con el tiempo los libros de aquella biblioteca de mi casa pasaron a ser una reliquia. Eran de alguien que había muerto”. Su padre, Rafael Humberto Moreno-Durán, falleció en 2005, cuando él acababa de cumplir 10 años. Fue la primera vez que le vio el rostro a la muerte. Luego llegaron otras dos. La de un amigo, Daniel Vega, y la de su abuelo Francisco Sarmiento. “Mi vida estuvo atravesada por las muertes de mi papá, de mi amigo y de mi abuelo Francisco. Por la muerte, y por un tiempo, nos volvemos espiritistas de emergencia. Freud decía que el duelo era una enfermedad transitoria, por la que creíamos que todo el mundo giraba alrededor de aquel que vivía el duelo”.
Con el tiempo, Moreno tomó una primera distancia del duelo, y luego empezó a escribir sobre él, sin ser muy consciente de que lo hacía, y borró y tachó, y volvió una y otra vez sobre sus textos, y los desechó y los recuperó. Recordó y tomó de sus recuerdos algunas escenas para unirlas a otras, e imaginó. Inventó, jugó, padeció e indagó. “Escribir es vivir varias veces, multiplicar la experiencia y hacerle preguntas a la vida”, diría tiempo después, con su libro de cuentos entre las manos y una especie de pudor revuelto con orgullo. Luego, silencio. Más tarde agregaría que los escritores eran dioses de lo que creaban. En últimas, “detectives de la vida”.
El primer cuento que escribió, y que después sería el soplo que hizo vida su libro, fue El sentido del orden. La biblioteca inmensa, el orden de la vida y de los libros, los mensajes ocultos, las razones, la lupa, la distancia, la muerte, el duelo. “Al entrar a la casa arrastré con la puerta la correspondencia de mi abuelo, acumulada y tendida sobre el garaje, como una afligida alfombra. Sus remitentes no se habían enterado todavía de su muerte o lo habían hecho tarde, cuando las cartas estaban ya en camino, sin forma de cortarles el vuelo y evitar que sus mensajes se perdieran en el vacío”, comenzaba su relato, que seguía con una breve descripción de los sobres que estaban en el piso.
Al final del primer párrafo Moreno relató que entre los sobres y las cartas había “una postal de Alcalá de Henares que mi abuelo me había pedido que le enviara. -Hazlo como una prueba de supervivencia, me dijo, para saber que de verdad estás allá”. En adelante la historia recorría tiempos idos, muy idos, y hechos recientes. Lo humano de cada quien con sus asuntos, y el fondo, que era la biblioteca del protagonista del cuento, con sus acertijos y sus certezas. “Las estanterías de caoba se prolongaban a lo largo del estudio como las paredes de un túnel profundo, en el que los libros se hacían infinitos. Mi abuelo nunca quiso decirme cuántos tenía”.
Cada libro era un mensaje que le daba paso al orden de la biblioteca, y en cada mensaje había un sentido y un infinito reguero de respuestas que a su vez eran nuevas preguntas. Su pasado de niño y de adolescente se revolvió con su presente y sus duelos. Los libros que tanto lo habían obsesionado y que se habían tomado su casa y parte de su niñez rivalizaban entre ellos, con él y con su cuento. Saramago y Camus, Baudelaire y Cervantes eran amigos y sus amigos, y al mismo tiempo enemigos. Alejandro Moreno era el interrogador, el creador y escritor de la historia, quien intentaba responder las preguntas, y un poco, también, el protagonista de su cuento.
Cuando decidió dar por terminado El sentido del orden, empezó a escribir otros relatos, Sin traducción posible, Un lenguaje de sugerencias, Como palabras dobladas, En el medio de un precipicio, Antes de que el sol caiga. Con una suerte de sonrisa que delineaba quizá para poner en duda su afirmación, diría que aquello de escribir ya se le había vuelto una obsesión. Escribía a todas horas y en todos lados. Hacía mapas de sus historias en libretas, diseñaba partes de sus personajes, y luego se largaba a contar lo que quería contar, para después volver a escribir desde cero lo que ya estaba escrito. Por ritmo.