El sentir popular de una casa: 50 años de la Casa de la Cultura de Ipiales
En 1971 un grupo de estudiantes, artesanos y comerciales fundó la Casa de la Cultura de Ipiales. Se conmemoran 50 años de un espacio de construcción de paz desde la cultura.
J. Mauricio Chaves-Bustos
Muchas veces da por pensar que los procesos revolucionarios que se dan en algunos puntos del mundo solo tienen cierta incidencia en las grandes ciudades, como Bogotá, Paris o Pekín. Las dos Guerras Mundiales, por ejemplo, que generaron un proceso migratorio importante a Latinoamérica, la Guerra de Vietnam que despertó un sentimiento antiimperialista semejante al que existió contra la antigua Roma, la Revolución Bolchevique que generó un escenario de quiebre para lo que por tanto tiempo se dio por sentado como las monarquías. Y así la Primavera de Praga, Mayo del 68 en París o el Movimiento de 1968 en México. Las universidades, particularmente las oficiales, fueron receptáculos importantes de estas experiencias, reconociendo que muchos de sus estudiantes provenían de la provincia colombiana, de ese litoral recóndito, como bien llamó Sofonías Yacup a una gran parte de nuestro país.
Fue el retorno de algunos estudiantes y el encuentro con un grupo de artesanos y comerciantes de avanzada lo que permitió que en octubre de 1971 surgiera la Casa de la Cultura en la fronteriza ciudad de Ipiales. Recordemos que una Casa de la Cultura alberga no solamente las expresiones artísticas y culturales, es también un horno donde permanentemente se fragua el pensar y repensar ese quehacer cultural, los intercambios de ideas, las propuestas que innovan o que mantienen a los saberes ancestrales.
Algunos antecedentes existían ya en Socorro, Pasto y Bogotá, recogiendo el sentir del pensador francés André Malraux, quien en 1961 inauguró la primera Casa de la Cultura de Francia, como un modelo innovador que se extendió por varios rincones de Occidente, buscando generar no solamente un espacio físico, sino un lugar en donde la cultura popular fuera reconocida y valorada en su propia condición, de tal manera que estas Casas de la Cultura estaban formadas por campesinos, obreros, estudiantes, la mayoría de ellos alejados de los lujosos teatros parisinos o de los excluyentes salones de arte en donde la moda y el esnobismo iban de la mano. La provincia colombiana, desde luego, no tiene esa pesada tradición hija de la burguesía, aunque no faltan en los pueblos quienes sacan a relucir blasones para mostrar una limpieza de sangre que nadie ha pedido.
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Fue ese sentimiento el que les llegó a algunos ipialeños con la prensa y la radio, sobre todo en un lugar de frontera en donde se movilizaba toda una serie de artistas que huían de las dictaduras que pululaban por todo el continente, auspiciadas por el gobierno de los Estados Unidos, amparados por los banqueros e industriales que veían al comunismo como al mismo demonio, de tal manera que ese resquebrajamiento de unas democracias impostadas hizo que por el puente de Rumichaca cruzara toda serie de artistas disidentes de los regímenes oficiales que se iban imponiendo en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile o Venezuela, por solo mencionar algunos.
Además, algunos estudiantes ipialeños llegaban de culminar sus estudios en Buenos Aires, Quito o Bogotá, en donde las ideas culturales iban y venían de un bando a otro sin importar en muchas ocasiones la ideología que se profesaba, despertando un interés particular por lo popular, alejado de la artificiosidad de una cultura que se imponía desde el Estado, con lecturas obligadas y textos oficiales que ya nada le decían a esa generación.
Es así como se reúnen médicos y zapateros, abogados y artesanos, obreros y profesionales, liberales y conservadores, para construir un espacio que recogiera todas esas inquietudes que pululaban por entre el mundo y las canalizaran con su propia cultura de frontera, herencia del pueblo Pasto que cultivó un hermanamiento constante con sus entornos vecinos. De tal manera que el 8 de noviembre de 1971 se constituye oficialmente la Casa de la Cultura de Ipiales.
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Hemos sido testigos de la importancia de ese espacio, lugar que se convierte en casa itinerante de quienes cruzan la frontera para llevar sus saberes de sur a norte o viceversa; la morada de artistas locales que afianzan su identidad o la cuestionan desde el escenario que ahí se ofrece; la Tebaida que durante su destierro acogió al célebre proscrito ecuatoriano Juan Montalvo, y a quien se le debe la llegada de la imprenta y el primer periódico en Ipiales; la casa que hizo levantar la cabeza a los poetas locales para divisar esas Nubes Verdes y soñar con días mejores, como el poeta Bustos, que falleció pocos meses antes de ser fundada la Casa de la Cultura.
Son 50 años ininterrumpidos de trabajo, con altos y bajos desde luego, forjando el sentimiento de un pueblo que tiene en su cultura uno de sus principales patrimonios, además, porque dignamente ha sabido sobrellevar los intereses mezquinos de algunos politicastros que han querido acabarla, o de aquellos que con su indiferencia desconocen su propio talante popular. Ahí la Fundación Casa de la Cultura de Ipiales, bajo la dirección del maestro Samir Verdugo y todo su equipo de trabajo, de la Junta Directiva, que han logrado, entre muchas otras cosas, ganar la sexta versión del Premio Nacional de Bibliotecas Públicas ‘Daniel Samper Ortega’, otorgado por el Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional de Colombia en 2019; además de tener un trabajo presencial muy importante en el sector rural del municipio, tanto en La Victoria como en Jardín de Sucumbíos que conectan a Nariño con el Amazonas; de los múltiples talleres literarios, musicales o dancísticos que animan permanentemente a los habitantes de la ciudad.
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En un país donde las noticias se debaten entre la muerte y la violencia, alienta saber que existen aún espacios que se convierten también en lugares de construcción de paz mediante la cultura, en una ciudad de frontera que busca permanentemente renovar su propia existencia sin dejar de reconocer su esencia. No es la casa como estructura, sino la casa como proceso lo que hoy celebramos, y que vengan muchos años más.
Muchas veces da por pensar que los procesos revolucionarios que se dan en algunos puntos del mundo solo tienen cierta incidencia en las grandes ciudades, como Bogotá, Paris o Pekín. Las dos Guerras Mundiales, por ejemplo, que generaron un proceso migratorio importante a Latinoamérica, la Guerra de Vietnam que despertó un sentimiento antiimperialista semejante al que existió contra la antigua Roma, la Revolución Bolchevique que generó un escenario de quiebre para lo que por tanto tiempo se dio por sentado como las monarquías. Y así la Primavera de Praga, Mayo del 68 en París o el Movimiento de 1968 en México. Las universidades, particularmente las oficiales, fueron receptáculos importantes de estas experiencias, reconociendo que muchos de sus estudiantes provenían de la provincia colombiana, de ese litoral recóndito, como bien llamó Sofonías Yacup a una gran parte de nuestro país.
Fue el retorno de algunos estudiantes y el encuentro con un grupo de artesanos y comerciantes de avanzada lo que permitió que en octubre de 1971 surgiera la Casa de la Cultura en la fronteriza ciudad de Ipiales. Recordemos que una Casa de la Cultura alberga no solamente las expresiones artísticas y culturales, es también un horno donde permanentemente se fragua el pensar y repensar ese quehacer cultural, los intercambios de ideas, las propuestas que innovan o que mantienen a los saberes ancestrales.
Algunos antecedentes existían ya en Socorro, Pasto y Bogotá, recogiendo el sentir del pensador francés André Malraux, quien en 1961 inauguró la primera Casa de la Cultura de Francia, como un modelo innovador que se extendió por varios rincones de Occidente, buscando generar no solamente un espacio físico, sino un lugar en donde la cultura popular fuera reconocida y valorada en su propia condición, de tal manera que estas Casas de la Cultura estaban formadas por campesinos, obreros, estudiantes, la mayoría de ellos alejados de los lujosos teatros parisinos o de los excluyentes salones de arte en donde la moda y el esnobismo iban de la mano. La provincia colombiana, desde luego, no tiene esa pesada tradición hija de la burguesía, aunque no faltan en los pueblos quienes sacan a relucir blasones para mostrar una limpieza de sangre que nadie ha pedido.
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Además, algunos estudiantes ipialeños llegaban de culminar sus estudios en Buenos Aires, Quito o Bogotá, en donde las ideas culturales iban y venían de un bando a otro sin importar en muchas ocasiones la ideología que se profesaba, despertando un interés particular por lo popular, alejado de la artificiosidad de una cultura que se imponía desde el Estado, con lecturas obligadas y textos oficiales que ya nada le decían a esa generación.
Es así como se reúnen médicos y zapateros, abogados y artesanos, obreros y profesionales, liberales y conservadores, para construir un espacio que recogiera todas esas inquietudes que pululaban por entre el mundo y las canalizaran con su propia cultura de frontera, herencia del pueblo Pasto que cultivó un hermanamiento constante con sus entornos vecinos. De tal manera que el 8 de noviembre de 1971 se constituye oficialmente la Casa de la Cultura de Ipiales.
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Son 50 años ininterrumpidos de trabajo, con altos y bajos desde luego, forjando el sentimiento de un pueblo que tiene en su cultura uno de sus principales patrimonios, además, porque dignamente ha sabido sobrellevar los intereses mezquinos de algunos politicastros que han querido acabarla, o de aquellos que con su indiferencia desconocen su propio talante popular. Ahí la Fundación Casa de la Cultura de Ipiales, bajo la dirección del maestro Samir Verdugo y todo su equipo de trabajo, de la Junta Directiva, que han logrado, entre muchas otras cosas, ganar la sexta versión del Premio Nacional de Bibliotecas Públicas ‘Daniel Samper Ortega’, otorgado por el Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional de Colombia en 2019; además de tener un trabajo presencial muy importante en el sector rural del municipio, tanto en La Victoria como en Jardín de Sucumbíos que conectan a Nariño con el Amazonas; de los múltiples talleres literarios, musicales o dancísticos que animan permanentemente a los habitantes de la ciudad.
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