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Busco a una madre para preguntarle
el significado de los difuntos y su paraíso.
Me veo desnudo entre sus brazos,
en ellos aún existo.
El recorrido planteado en el libro está signado por una atmósfera brumosa y nocturna que, a pesar de todos los presagios, deja ver la “luz entre la maleza” mediante “la confesión de la luz” y la presencia del fuego, los soles que agonizan y las tempestades. Y es que cada poema es un relámpago que golpea al lector y le devela lo que se oculta tras “el silencio voraz” que “hiere la página”, esas sílabas que se vacían y se despojan de sí para darle paso a “la borradura”.
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La escritura tiene la forma de la borradura:
la metáfora viva del gesto me señala
y se retira.
De ahí que sea posible descifrar el dolor como “un silencio que se abre” con el fin de dejar al descubierto la savia de unas palabras cargadas de cicatrices. Así, los trazos de los poemas –caracterizados por la brevedad– son en sí mismos una honda reflexión sobre el oficio de la escritura y el lenguaje, en una suerte de arte poética que conduce a la conclusión de que “el verso es fruto negro” y el silencio es “asilo”.
En la página
el viento desgarra a dentelladas
esta voz.
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Se trata, a su vez, de un libro-río y un «libro de niebla» que fluye y desnuda a su paso una naturaleza exuberante en la que fulguran desde orquídeas, algas, anturios y jacarandás, hasta “jaurías de árboles” y un sinnúmero de aves, felinos, anfibios, peces, mamíferos e insectos, cuya presencia está marcada por su cercanía con la estética del haikú y la tradición oriental.
Las palabras son un tigre blanco,
sus garras desaparecen
lo que se nombra.
Por otra parte, en estas páginas se condensan diversos territorios, tales como el cuerpo (”el naufragio adentro”), la casa (vista al mismo tiempo como paraíso y desamparo), el país (observado desde la lejanía, pero sin dejar escapar la incertidumbre y la violencia) y el/su mundo (que “ya tiene el cuello roto”). La visita a todos estos parajes solo puede ser la confirmación de las diversas formas que asume el silencio en su conjunción con la muerte, en medio de un tiempo que “se ahoga”:
Las luciérnagas
iluminan el campo.
Cuerpos mutilados.
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La desgarradura que se experimenta también tiene que ver con la orfandad referida a la pérdida de la madre, el padre y la abuela, cuando el yo poético señala, por ejemplo, “soy mi madre que agoniza”, “desapareces en la imagen/ incendiada de nuestra casa”, “¿en dónde veré de nuevo aquel rostro primero?”, o “la voz de mi padre acuna un pueblo calcinado, le duele el ruido de los dientes de acero, los galpones salpicados”. En, definitiva, al autor lo “persigue el olor de la raíz” y, por ello, no cesa en la búsqueda de los vestigios ni se cansa de hurgar en la “luz antigua” de la memoria.
Heredo la luz de mi abuela.
Su sangre
engendra esta página.
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En contraposición con el silencio, los sonidos están presentes a lo largo del viaje poético y se tejen en forma de palabras, ruidos, lamentos, murmullos, cantos, tañidos y violines. De este modo, la música es asumida como una «herida larga y pesada», como “rumor de lo extraviado”. Pero no hay que olvidar que aquí el silencio es desenfrenado e insaciable: “El ojo insomne me despoja de las palabras”, dice el autor. Y así es como arriba, en palabras de E. E. Cummings, “al silencio al verde silencio con una tierra blanca adentro”.
En últimas, se cumple lo que promulga la obra a través del epígrafe del escritor y compositor brasileño Waly Salomão: “Escribir es vengarse de la pérdida”. Así que todos están invitados a desenmarañar el modo en que se urde la venganza en este libro, y a dejarse habitar por la incandescencia, el vértigo y el asombro. A pesar del apetito desmedido del silencio, la voz poética de Jonathan Alexander España Eraso será una de las que perdure en el panorama de las letras en habla hispana.