El sino trágico de García Lorca
La obra será puesta en escena por el grupo Theatre Troupe Georipae, de Corea, en el coliseo El Campín.
Fernando Araújo Vélez
Era la muerte de todos los días la que más lo obsesionaba, la que lo llevaba a escribir, porque escribir, en últimas, era alejarse de ella. Y escribía poemas que decían “Un ataúd con ruedas es la cama / a las cinco de la tarde. Huesos y flautas suenan en su oído / a las cinco de la tarde”. Y escribía obras de teatro en las que sus personajes susurraban “Las patas heridas, las crines heladas, dentro de los ojos un puñal de plata. Bajaban al río. La sangre corría más fuerte que el agua”. Escribía para escaparse del dolor, que era el dolor de un culatazo en la cara, por ejemplo, pero también, y más allá, era el dolor de los marginados, de los oprimidos, de los negros que vio en Nueva York cuando fue de visita, en 1929, y lo conmovieron porque eran el último peldaño de un sistema opresor que luego retrató en Poeta en Nueva York.
Federico García Lorca era un hombre marginado. Él era consciente de ello. Lo fue desde niño, cuando se encerraba en la habitación de su casa en Fuentevaqueros, Granada, para inventar pequeñas piezas de teatro, hasta el día de su muerte, el 17 o 18 de agosto de 1936. Se sentía distinto a los demás, y lo era. Por eso decía cosas como: “Yo soy español integral y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más, yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista, abstracta, por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”. Por eso, tal vez y por temor, jamás aceptó que era homosexual. Sus tiempos no eran los de hoy. Sus tiempos, primer tercio del siglo XX, eran tiempos de homófobos, tiempos en los que no ser “macho” era una sentencia de muerte, un pecado, y más que un pecado, sacrilegio, y más que sacrilegio, una degeneración de lo humano. García Lorca tuvo que acallar sus pulsiones: ser homosexual, estar de parte de los marginados, y denigrar de lo inhumano de gran parte de la humanidad.
Por ellas, dijeron luego quienes investigaron su muerte, lo ejecutaron. Antes de que le disparara un pelotón de fusilamiento, afirmaron, uno de los soldados de la guardia falangista le gritó “rojo, maricón”. Por muchos años corrió la voz de que lo habían golpeado en la cara, y de que incluso había muerto por el golpe. Fue imposible comprobarlo. Dijeron que a empellones lo sacaron de la casa de su amigo Luis Rosales, y que a los empellones lo vieron trastabillar hasta perderse en la distancia. Que lo golpearon con las culatas de sus escopetas, y que algunos de sus verdugos iban con el rostro cubierto para que no los reconocieran. Dijeron que Rosales no pudo reaccionar, o no quiso, que le dio pánico defenderlo porque los esbirros de Francisco Franco le pusieron una pistola en la cabeza y le gritaron “rojo, maricón, vendido”. Dijeron que Federico García Lorca ya se había resignado pues eran muchas las voces que lo habían advertido y que sólo esperaba que fueran por él, cualquier día entre semana a las cinco de la tarde.
Su cuerpo fue hallado en una carretera de Víznar. La posible verdad se escondió durante años, hasta el punto de que la versión oficial del registro de Granada decía que su muerte había sido como consecuencia de “heridas producidas por hecho de guerra”. Cuando le preguntaron a Francisco Franco, había respondido que el poeta había fallecido en una “riña de gitanos”, que pasó a ser, con el tiempo y las deformaciones, por obra de periodistas pagados por el régimen, “una riña de homosexuales”. Lo único cierto fue que García Lorca era una figura incómoda para Franco, los falangistas, la Iglesia, los conservadores y los empresarios; que se lo llevó de la casa de su amigo Luis Rosales la guardia para darle uno de sus “paseos”, y que nunca nadie más lo volvería a ver con vida.
Lo entregó un político y activista de derechas llamado Ramón Ruiz Alonso, un medias tintas que buscaba entre los hombres al mejor postor y que terminó denunciando a todos los falangistas porque los falangistas lo habían rechazado de su seno y habían hecho que perdiera su escaño como diputado luego de haber descubierto sus fraudulentas maniobras. García Lorca cayó entre sus odios porque algunos bajos mandos de la falange lo protegieron. Entonces se inventó una denuncia cualquiera y lo detuvo el 16 de agosto de 1936. Lo trasladó a la sede del Gobierno Civil, y luego al pueblo de Víznar, con un pelotón de hombres armados a su lado, y les dio la orden de que lo vendaran y ubicaran de espaldas a una fosa, al pie de un olivo.
Juan Luis Trescastro fue el encargado de fusilar a García Lorca. Nunca nadie pudo asegurar si lo mató de uno, tres, cinco o diez disparos. Trescastro era abogado, y el marido de una prima lejana del padre de Federico García Lorca, pero antes que nada era el segundón de Ruiz Alonso, un sujeto de inteligencia ínfima, como lo definieron por décadas. Después de fusilar al poeta mató a dos banderilleros del sindicato de la CNT, Juan Arcas y Francisco Galadí, y a un maestro cojo de nombre Dióscoro Galindo. “Don Gabriel, esta mañana hemos matado a su amigo, el poeta de la cabeza gorda”, le dijo dos o tres horas más tarde Trescastro al pintor Gabriel Morcillo, en voz alta para que todo los contertulios que estaban en el café Royal de Granada lo escucharan. En la noche, medio borracho, se ufanó de su acción en el bar del Pasaje ante otros varios testigos. “Yo le metí dos tiros por maricón al poeta”, dijo.
Miles de páginas se escribieron sobre García Lorca, sobre su muerte y su obra. Miles de páginas que referían su infancia en Granada, sus estudios en Almería, su viaje a las residencias estudiantiles de Madrid, donde conoció a Rafael Alberti, Luis Buñuel y Salvador Dalí. Sus amistades, sus amores, sus odios, sus disputas. Decenas de sus cartas fueron subastadas o escondidas o quemadas. Aparecieron registros de su paso por Nueva York, y copias de cintas en las que se le veía actuando en películas de Buñuel. Andy García lo personificó para un filme, Muerte en Granada. Ian Gibson escribió y reescribió su vida, descubriendo en cada edición un detalle más, una frase más, una nueva evidencia. Algunos investigadores, Miguel Caballero y Pilar Góngora, concluyeron seis años atrás que “en el asesinato de Lorca hubo causas de índole económica, política y de rencillas familiares puras y duras”.
Todo lo que se escribió, grabó, filmó o documentó; todo lo que se descubrió, estuvo marcado por el sino de la tragedia. García Lorca fue trágico, y por lo tanto, su obra fue trágica. Sus poemas, sus cartas, su dramaturgia. Fue trágica La casa de Bernarda Alba, que insinuaba lo que estaba por ocurrir en la España de las primeras décadas del siglo XX, y fue trágica Bodas de sangre, que retrataba la muerte con crudeza, con flores, lirios, y con miedo. Con delicadeza pero con temor. El temor que él mismo sentía y que lo llevaba a escribir. A crear, a escribir y a no dejar de escribir.
faraujo@elespectador.com
Era la muerte de todos los días la que más lo obsesionaba, la que lo llevaba a escribir, porque escribir, en últimas, era alejarse de ella. Y escribía poemas que decían “Un ataúd con ruedas es la cama / a las cinco de la tarde. Huesos y flautas suenan en su oído / a las cinco de la tarde”. Y escribía obras de teatro en las que sus personajes susurraban “Las patas heridas, las crines heladas, dentro de los ojos un puñal de plata. Bajaban al río. La sangre corría más fuerte que el agua”. Escribía para escaparse del dolor, que era el dolor de un culatazo en la cara, por ejemplo, pero también, y más allá, era el dolor de los marginados, de los oprimidos, de los negros que vio en Nueva York cuando fue de visita, en 1929, y lo conmovieron porque eran el último peldaño de un sistema opresor que luego retrató en Poeta en Nueva York.
Federico García Lorca era un hombre marginado. Él era consciente de ello. Lo fue desde niño, cuando se encerraba en la habitación de su casa en Fuentevaqueros, Granada, para inventar pequeñas piezas de teatro, hasta el día de su muerte, el 17 o 18 de agosto de 1936. Se sentía distinto a los demás, y lo era. Por eso decía cosas como: “Yo soy español integral y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más, yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista, abstracta, por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”. Por eso, tal vez y por temor, jamás aceptó que era homosexual. Sus tiempos no eran los de hoy. Sus tiempos, primer tercio del siglo XX, eran tiempos de homófobos, tiempos en los que no ser “macho” era una sentencia de muerte, un pecado, y más que un pecado, sacrilegio, y más que sacrilegio, una degeneración de lo humano. García Lorca tuvo que acallar sus pulsiones: ser homosexual, estar de parte de los marginados, y denigrar de lo inhumano de gran parte de la humanidad.
Por ellas, dijeron luego quienes investigaron su muerte, lo ejecutaron. Antes de que le disparara un pelotón de fusilamiento, afirmaron, uno de los soldados de la guardia falangista le gritó “rojo, maricón”. Por muchos años corrió la voz de que lo habían golpeado en la cara, y de que incluso había muerto por el golpe. Fue imposible comprobarlo. Dijeron que a empellones lo sacaron de la casa de su amigo Luis Rosales, y que a los empellones lo vieron trastabillar hasta perderse en la distancia. Que lo golpearon con las culatas de sus escopetas, y que algunos de sus verdugos iban con el rostro cubierto para que no los reconocieran. Dijeron que Rosales no pudo reaccionar, o no quiso, que le dio pánico defenderlo porque los esbirros de Francisco Franco le pusieron una pistola en la cabeza y le gritaron “rojo, maricón, vendido”. Dijeron que Federico García Lorca ya se había resignado pues eran muchas las voces que lo habían advertido y que sólo esperaba que fueran por él, cualquier día entre semana a las cinco de la tarde.
Su cuerpo fue hallado en una carretera de Víznar. La posible verdad se escondió durante años, hasta el punto de que la versión oficial del registro de Granada decía que su muerte había sido como consecuencia de “heridas producidas por hecho de guerra”. Cuando le preguntaron a Francisco Franco, había respondido que el poeta había fallecido en una “riña de gitanos”, que pasó a ser, con el tiempo y las deformaciones, por obra de periodistas pagados por el régimen, “una riña de homosexuales”. Lo único cierto fue que García Lorca era una figura incómoda para Franco, los falangistas, la Iglesia, los conservadores y los empresarios; que se lo llevó de la casa de su amigo Luis Rosales la guardia para darle uno de sus “paseos”, y que nunca nadie más lo volvería a ver con vida.
Lo entregó un político y activista de derechas llamado Ramón Ruiz Alonso, un medias tintas que buscaba entre los hombres al mejor postor y que terminó denunciando a todos los falangistas porque los falangistas lo habían rechazado de su seno y habían hecho que perdiera su escaño como diputado luego de haber descubierto sus fraudulentas maniobras. García Lorca cayó entre sus odios porque algunos bajos mandos de la falange lo protegieron. Entonces se inventó una denuncia cualquiera y lo detuvo el 16 de agosto de 1936. Lo trasladó a la sede del Gobierno Civil, y luego al pueblo de Víznar, con un pelotón de hombres armados a su lado, y les dio la orden de que lo vendaran y ubicaran de espaldas a una fosa, al pie de un olivo.
Juan Luis Trescastro fue el encargado de fusilar a García Lorca. Nunca nadie pudo asegurar si lo mató de uno, tres, cinco o diez disparos. Trescastro era abogado, y el marido de una prima lejana del padre de Federico García Lorca, pero antes que nada era el segundón de Ruiz Alonso, un sujeto de inteligencia ínfima, como lo definieron por décadas. Después de fusilar al poeta mató a dos banderilleros del sindicato de la CNT, Juan Arcas y Francisco Galadí, y a un maestro cojo de nombre Dióscoro Galindo. “Don Gabriel, esta mañana hemos matado a su amigo, el poeta de la cabeza gorda”, le dijo dos o tres horas más tarde Trescastro al pintor Gabriel Morcillo, en voz alta para que todo los contertulios que estaban en el café Royal de Granada lo escucharan. En la noche, medio borracho, se ufanó de su acción en el bar del Pasaje ante otros varios testigos. “Yo le metí dos tiros por maricón al poeta”, dijo.
Miles de páginas se escribieron sobre García Lorca, sobre su muerte y su obra. Miles de páginas que referían su infancia en Granada, sus estudios en Almería, su viaje a las residencias estudiantiles de Madrid, donde conoció a Rafael Alberti, Luis Buñuel y Salvador Dalí. Sus amistades, sus amores, sus odios, sus disputas. Decenas de sus cartas fueron subastadas o escondidas o quemadas. Aparecieron registros de su paso por Nueva York, y copias de cintas en las que se le veía actuando en películas de Buñuel. Andy García lo personificó para un filme, Muerte en Granada. Ian Gibson escribió y reescribió su vida, descubriendo en cada edición un detalle más, una frase más, una nueva evidencia. Algunos investigadores, Miguel Caballero y Pilar Góngora, concluyeron seis años atrás que “en el asesinato de Lorca hubo causas de índole económica, política y de rencillas familiares puras y duras”.
Todo lo que se escribió, grabó, filmó o documentó; todo lo que se descubrió, estuvo marcado por el sino de la tragedia. García Lorca fue trágico, y por lo tanto, su obra fue trágica. Sus poemas, sus cartas, su dramaturgia. Fue trágica La casa de Bernarda Alba, que insinuaba lo que estaba por ocurrir en la España de las primeras décadas del siglo XX, y fue trágica Bodas de sangre, que retrataba la muerte con crudeza, con flores, lirios, y con miedo. Con delicadeza pero con temor. El temor que él mismo sentía y que lo llevaba a escribir. A crear, a escribir y a no dejar de escribir.
faraujo@elespectador.com