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El suplantador de niños: una lectura de “Peter Pan”

El traductor de la nueva edición de “Peter Pan” comparte un testimonio sobre su experiencia como lector y habitante del país de Nunca Jamás.

Nicolás Barbosa*
14 de marzo de 2024 - 12:00 p. m.
La nueva edición de “Peter Pan” fue publicada por Panamericana Editorial y cuenta con ilustraciones de Paola Molano.
La nueva edición de “Peter Pan” fue publicada por Panamericana Editorial y cuenta con ilustraciones de Paola Molano.
Foto: Cortesía
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En el undécimo capítulo de Peter Pan, de J. M. Barrie, Wendy reúne a los niños perdidos de la isla de Nunca jamás y les cuenta una historia que a todos les resulta familiar. Una noche —dice Wendy—, tres hermanos se escapan de casa volando por la ventana hasta llegar a un país remoto. Llenos de una “fe sublime” en el amor que toda madre siente por sus hijos, los hermanos confían en que la suya les ha dejado la ventana abierta. No dudan de que ella estará esperando su regreso.

Cuando oyen acerca del amor incondicional de las madres, los niños de Nunca jamás se llenan de júbilo, a excepción de uno, que reclama llorando: “Wendy, te equivocas con respecto a las madres”. Los demás quedan estupefactos. El disidente no es otro que Peter Pan, que en seguida les hace una confidencia: “Hace mucho solía creer que mi madre siempre me esperaría con la ventana abierta, así que pasé lunas y lunas y lunas fuera de casa y luego volé de regreso, pero la ventana tenía unas rejas, y mamá me había olvidado por completo, y había otro niño durmiendo en mi cama”.

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Cuando se me encomendó la traducción de Peter Pan, yo nunca había leído la obra. Sin embargo, tenía la impresión de que este personaje y su historia habían sido ubicuos en mi vida. De niño leí varias ediciones resumidas. Por esa época supe de las populares adaptaciones al cine (de las que solo vi pedazos). Luego, en mi adolescencia, Peter Pan pasó a ser la caricatura mediante la cual se hablaba de nuestro único rey universalmente venerado y depuesto: Michael Jackson. Y nada de eso —pero a la vez todo ello— era realmente Peter Pan.

Mi primera lectura de la novela de Barrie fue la labor misma de traducción. Que yo la leyera con la intención de traducirla ralentizó —y dilató— mi lectura. Puse en duda mi impresión de ubicuidad. A lo largo de ¿seis?, ¿doce?, ¿dieciocho? meses releí los diecisiete capítulos de Peter Pan, a ritmos diferentes, con variados niveles de atención, y sin que yo fuera la misma persona cada vez. Unas veces releía corriendo y, veloz, oía la canción de la que este texto es una partitura. A veces lo hacía recitándome el libro en la mente, como si fuera un padrenuestro. Y otras veces me detenía con la esperanza de vislumbrar, en el detalle más ínfimo, el infinito.

Separé las oraciones de los párrafos, emancipé los sujetos de las frases y extraje las sílabas de las palabras, solo para recordar que una sílaba también puede contener un párrafo y, por consiguiente, un libro:

“Pan”.

La obra de Barrie trata acerca del tiempo y de su efecto en personajes junto a los cuales el lector envejece. Uno lee Peter Pan siguiendo una sucesión de capítulos que a lo mejor coincidan —o no— con el orden cronológico en que fueron concebidos. Uno avanza y deja cada capítulo leído atrás (en un pasado que nos hemos figurado en la espalda), mientras la vida de Wendy, John y Michael se sucede hacia delante. Entonces uno recuerda que no se puede leer sin envejecer, y que para leer acerca de la adultez de los hermanos Darling, por ejemplo, es necesario que crezca, también, el grosor de las hojas que pasamos a la izquierda.

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Salvo la última, cada vez que yo llegaba al final del libro, le ponía fin a una traducción provisional para en seguida volver a comenzar. Mis relecturas conformaron mi escenario. Yo me transformaba en el intérprete de mí mismo y, además de leer Peter Pan y de leer mi traducción de Peter Pan, yo leía a aquel dentro de mí que ya había concluido su lectura. En las repeticiones, y haciendo de mí mismo en el pasado, me pude ver más joven, a pesar de que, a la vez, me hacía seis o doce o dieciocho lunas más viejo.

Con Peter Pan experimenté el terror al paso del tiempo y el miedo, aún mayor, a rehuir ese terror. Me di cuenta de que en “Peter” y en “Pan” habitan una piedra y un dios, y me convertí en el nombre y el apellido de quien, queriendo escapar al tiempo, hace el papel de las piedras —y de Dios—. A la vez me convertí en su enemigo, el capitán Garfio, para luego descubrir que él y Peter son el mismo. Vi que allí donde Peter rehúsa aceptar que el tiempo consume a las personas, Garfio huye de un tictac que repta anunciando su existencia mortal.

Esta obra —trágica— me mostró mis paranoias infantiles, que son los mismos vicios de la adultez: yo, como todos, me he escapado de casa, he volado, he regresado y, en seguida, me he sentido traicionado, suplantado por otro que ha ocupado mi lugar, que ha soñado mis sueños y que se ha robado el amor de mi madre. Esta obra —siniestra—expuso mis mentiras: en ella reconocí que soy también el usurpador, el que a otro le ha robado el lecho, los sueños y la madre. Esta obra —siempre bella— me esbozó que la inmortalidad convive con la pérdida: que envejecer es reconocer que me haré huérfano y que, solo entonces, sustituiré el lugar de mis padres, hasta que, como un niño que juega a ser pirata, salte por la borda para ir a dar a las fauces del tictac que me persigue.

Traductor y profesor de Literatura de la Universidad de los Andes*

Por Nicolás Barbosa*

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Flavio(nrv85)14 de marzo de 2024 - 12:33 p. m.
Todos vivimos y experimentamos el síndrome de Peter Pan . Que lo aceptemos es otro cuento.
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