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“Visitante 813” dice la tarjeta amarilla que cuelga de mi cuello, sostenida por una cinta del mismo color. El pase contrasta con la bata antifluidos negra que me llega hasta los tobillos, una medida que dejó el coronavirus como legado. El pase amarillo pronto lo cambian por uno de color rojo. Atravieso el arco detector de metales y leo, una vez más, que está prohibido el ingreso de bufandas, cinturones, relojes inteligentes y demás accesorios. Camino por el Pabellón Transición de la Cárcel Distrital con un lápiz y una libreta como mis únicas pertenencias autorizadas. Pienso en lo difícil que resulta el ingreso a este recinto penitenciario, pero llego a mi destino y cambio de opinión: el teatro se ha colado a la cárcel.
En medio del salón de clases hay un escenario. La distribución del salón sugiere que, en su lugar, debería haber un tablero. Las paredes de ladrillo están revestidas con carteleras de colores en las cuales se explican las partes de la célula y los tipos de discurso. Las sillas y mesas están orientadas hacia al frente, mirando las tablas.
“Profe, nos avisa cuando”, dice uno de los penados.
“¡Vamos a jugar!”, afirma otro, mientras acomoda las luces sobre lo que será un lugar de La Mancha.
El profesor hace un gesto afirmativo y entran dos personajes a escena. Uno de ellos cojea y el otro lo sostiene. Son don Quijote y Sancho Panza. Están vestidos de naranja y gris, y el logo de la Alcaldía de Bogotá se visualiza en sus pechos y espaldas. Ante el público, que se compone de otros hombres privados de la libertad, se desarrolla una versión de la obra de Miguel de Cervantes. Se escuchan risas, tanto de los espectadores como de los actores que esperan su entrada al costado del escenario. Y cuando finaliza la pieza, en el pequeño teatro resuenan los aplausos.
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Aquí, en una prisión en medio de la capital, este grupo prepara su obra para la quinta versión del Festival de Teatro Carcelario. En la iniciativa, liderada por la Fundación Acción Interna, participan cinco cárceles de Colombia y una de Panamá. Las seis generan su propuesta escénica y narrativa de la misma obra y la presentan, de manera virtual, en el marco del festival. Tras el concepto del jurado, conformado por Cristina Umaña y Alejandra Borrero, y el público, la pieza ganadora se presentará en abril, en el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá.
En el caso particular de la Cárcel Distrital, confluyeron varios factores que permitieron que hoy dos personas privadas de la libertad encarnen a los personajes de Cervantes. Rullber, el Quijote, fue uno de ellos. Antes de llegar a este lugar, trabajó en una agencia de publicidad y en el desarrollo de una serie web llamada Quinto Suburbio. Una vez en la cárcel, escribió una obra de teatro, Mala idea, que cuenta la historia de un joven que, debido a la pandemia, se endeuda y hace negocios con culebras. Durante el ensayo para el festival, Rullber me contó que, con un grupo de internos, empezaron a ensayar Mala idea en el patio. Esto llamó la atención del profesor de Antropología de la prisión, quien averiguó si se les podía asignar un tutor de artes, sumando el segundo factor clave de esta iniciativa.
Tomás Bolívar llegó a trabajar a este recinto penitenciario durante la pandemia, como cuentero. Su labor era ofrecer un espacio terapéutico diferente para los presos, quienes dejaron de encontrar herramientas útiles en la terapia psicológica colectiva. “El teatro aquí se fue colando”, afirma. Él, eventualmente, fue contratado como profesor de teatro y es quien acompaña a los presidiarios de lunes a viernes, cada semana, haciendo arte.
Un rol estructurante lo ejerce la Fundación Acción Interna, promotora de la iniciativa de Teatro al Patio y creadora del Festival de Teatro Carcelario. “Llevábamos dos años de trabajo y en ese momento nuestro foco era el teatro como herramienta de sanación y liberación”, cuenta Johana Bahamón, fundadora de la organización. “Era muy emocionante ver a la población privada de la libertad presentarse ante el resto de los internos, y de ahí surgió la idea de darle visibilidad a esta población que durante décadas ha sido olvidada. Y qué mejor forma que presentarse por fuera de la cárcel ante la población civil”, continúa Bahamón, recordando al grupo de teatro de las mujeres del Buen Pastor, con el cual se logró la primera presentación fuera del centro penitenciario. “Sin duda, esto fue un encuentro real de reconciliación entre la población carcelaria y la civil, y por eso pensamos que era fundamental poder amplificar el mensaje en todo el país. De ahí surgió el Festival Nacional de Teatro Carcelario”.
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Desde aquella primera edición, en 2014, el festival ha ido evolucionando, impactando a 29 cárceles en Colombia y una en Panamá. En 2020, la fundación generó una alianza con la Escuela de Artes y Música de la Universidad Sergio Arboleda, que acompañó a catorce presos de la Cárcel Modelo de Bucaramanga, quienes resultaron ganadores de la anterior versión del festival, con un Diplomado en Juegos Actorales. “Este año la dinámica ha sido diferente; hemos participado desde el inicio del recorrido del montaje que realizan seis grupos de teatro en igual número de cárceles. Al grupo ganador lo acompañaremos con formación intensiva para que su presentación en el marco del Festival Iberoamericano de Teatro sea todo un éxito”, cuenta Julián Montaña Rodríguez, decano de la Escuela de Artes y Música.
Rullber, el Quijote de la Cárcel Distrital, se asegura de permanecer bien afeitado pues, de lo contrario, no recibe autorización para ir a ensayar con Morfosis, el grupo de artes escénicas. Él está de acuerdo con Geofrey, un guajiro que encarna a Sancho Panza. Aunque les descuentan 120 horas de su pena al mes por hacer parte de esta iniciativa artística, ninguno lo hace por ese motivo. “Es como una válvula de escape. Así lo vemos todos”, asegura Geofrey, mientras busca señales de confirmación de sus compañeros. En sus miradas hay algo fraterno y cómplice.
Y es que este es uno de los grandes beneficios que el teatro les trae a los penados: es, en muchos aspectos, un acto de libertad. “El teatro se abre como una posibilidad, una grieta por donde se fugan preguntas importantes que llegan a terrenos libres de juicios”, afirma Juanita Delgado, directora del Programa de Teatro Musical de la Universidad Sergio Arboleda. “Desde ese sitio de cuestionamiento y libertad, de promesa y lúdica, concebimos el teatro, y que llegue a la cárcel representa para nosotros la posibilidad de aprender del otro y de su singularidad; de aportar, desde nuestro sitio, a que los cuestionamientos internos, preguntas, experiencias y anhelos de la población carcelaria se desplieguen en momentos ficcionales y en donde todo es posible. No es solo terapéutico, sino político, en tanto es pensamiento libre llevado a la acción”.
Además de lo anterior y del alivio que supone ir al teatro, para ir al Iberoamericano y alejarse por un momento del encierro físico, en las tablas cada persona tiene la libertad de crear su propia versión del personaje. De acuerdo con Bolívar, con la apuesta teatral se está trabajando la identidad y el autoconocimiento de las personas privadas de la libertad, pues es lo que les permite personificar a otros. “En estos diez años, hemos evidenciado que con el teatro se han reducido los índices de ansiedad, tristeza y algo muy importante: baja los niveles de conflicto”, afirma Bahamón.
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Rullber, además de su ejercicio como actor, está escribiendo un libro sobre su tránsito por la cárcel Distrital. Geofrey le escribe poemas a su esposa. El Sancho Panza del penal lleva la música en su sangre. Es originario de Santo Tomás de Villanueva, el municipio de La Guajira donde se realiza el Festival Cuna de Acordeones, y creció tocando la caja y la guacharaca. Cuando le pregunto si canta, inquiere mi nombre e improvisa unos versos con ritmo vallenato. Rullber se ríe. Como ellos, la mayoría de los demás presidiarios que componen Morfosis tienen otros gustos artísticos. Algunos declaman, otros dibujan. En las cinco horas que comparten juntos diariamente ensayan, pero también se dan la oportunidad de hablar de música, películas y los libros que sacan de la biblioteca de la cárcel. Mencionan títulos como Cien años de soledad, Juan Salvador Gaviota y La hojarasca. En este salón de clases, al que se coló el teatro, han encontrado destellos de familia y libertad.