“El terrorismo es el enemigo del lenguaje”: Catherine Meurisse, primera dibujante de la revista "Charlie Hebdo"
Fue la primera mujer dibujante de la revista satírica francesa “Charlie Hebdo”. Después de sobrevivir al ataque terrorista que sufrió la publicación en 2015, tuvo que luchar para encontrar un impulso que la salvara de la locura.
SORAYDA PEGUERO ISAAC
Digamos que se levantó tarde para ir al trabajo. Que era una fría mañana de invierno, 7 de enero de 2015. Que su despertador no sonó. Que vivía y trabajaba en París. Que tuvo una noche plomiza, infinita, como suelen ser todas las malas noches. Que estaba deprimida, porque su amante —un hombre casado con el que estuvo soñando— le dijo que prefería “una vida humilde y modesta a la pasión”, y ella era la pasión. Digamos que perdió el autobús: su última oportunidad de llegar a una hora prudente. Que cuando llegó al trabajo escuchó disparos. Que cuando regresó a su casa, unas horas más tarde, no estaba segura de haber sobrevivido a una matanza, porque ella, que todavía respiraba, se sentía muerta.
Catherine Meurisse (Niort, Francia, 1980) fue la primera mujer dibujante de la revista satírica Charlie Hebdo. Cuando la contrataron era una joven de 25 años recién licenciada en historia del arte y lenguas modernas. Diez años después sobrevivió al ataque terrorista de los hermanos Saïd y Chérif Kouachi, que hirieron a cinco personas y asesinaron a 12 en la sede de Charlie Hebdo. Meurisse escuchó los disparos desde su refugio en una oficina cercana a la revista.
—Perdí la noción de mi identidad como mujer, como persona y como dibujante. Creí que ya nunca más podría volver a dibujar —dice Meurisse—. Tampoco podía leer ni ver películas. Pero me conformaba con poner los pies en el suelo, aunque fuera el suelo de otro planeta.
La dibujante francesa está en España para presentar La levedad (Impedimenta, 2017), una novela gráfica que narra cómo logró reconstruir su vida después del ataque terrorista del 7 de enero.
Meurisse escribe y dibuja con la mano izquierda. Tiene el rostro anguloso, un flequillo de pelo negro que le cubre las cejas, las manos gráciles y una sonrisa generosa.
Una semana después del ataque, y un día después del cierre del “número de los supervivientes” de Charlie Hebdo, Meurisse perdió la memoria. No recordaba cuándo debía comer, cuándo era su cumpleaños, cómo dibujar, ni los versos de Baudelaire que recitaba Mustapha Ourad, uno de sus compañeros asesinados. Se sentía desdibujada de su propia vida. Como si una garganta cavernosa la hubiera escupido en un mundo raro. Mientras millones de personas apoyaban la consigna: “Yo soy Charlie”, Meurisse se preguntaba: “¿Quién soy yo?”.
Cuando los hermanos Kouachi dieron por terminada su misión, Meurisse no quiso entrar a la redacción de la revista. Una vecina le contó que Charlie Hebdo había quedado como La balsa de la Medusa, la pintura de Théodore Géricault que representa la tragedia de un naufragio. Para Meurisse, la escena del caos empezó cuando contaron a los vivos y a los ausentes. En la lista de los ausentes estaban algunos de sus amigos más queridos. Aquellos maestros irreverentes y provocadores que la enseñaron a ser libre y curiosa, que se reían de casi todo (políticos, religiones, tragedias), y que para ella eran tan importantes como Balzac o Picasso, no volverían a sentarse alrededor de la mesa de redacción con forma de herradura.
—Eran humoristas, gente muy graciosa, sin miedo a decir lo que pensaban y a la vez muy sensibles. Recibimos críticas cuando somos humoristas de actualidad, pero en realidad de lo que nos burlamos es de la condición humana —dice Meurisse durante la presentación de su libro en el Instituto Francés de Madrid.
Un médico le diagnosticó shock postraumático. Anestesia sensorial y emocional, disociación del cerebro, amnesia. En pocas palabras: una simple gota de agua podía enloquecer su mente. Meurisse trató de refugiarse en Proust, su “ayudante de vida”. Pero el salón del Gran Hotel de Cabourg —a donde Proust iba de vacaciones— no era suficiente, ni el canto de las tórtolas —que le recordaban a su abuelo—, ni la casa de su infancia, ni una duna cerca del mar.
—Fue peor, porque pensé que la literatura me ayudaría y no sentí nada, no me devolvía nada ni rehacía mi imaginario. Me entró pánico de que mi cerebro se hubiera apagado y que nunca pudiera volver a mi oficio, porque si no podía dibujar ya no existía.
Meurisse pensó que la belleza podía devolverle la levedad. Que podía seguir los pasos de Stendhal, el escritor francés que viajó a Florencia (Italia) en 1817 y que al salir de la basílica de Santa Cruz sintió que el corazón le latía a toda velocidad, que se mareaba, que le faltaba el aire. Se lo planteó como una cuestión de vida o muerte. Hizo sus maletas, se despidió de los guardaespaldas que desde el 7 de enero la acompañaban a todas partes y se marchó a Italia con la esperanza de que el efecto perturbador de la belleza, conocido como el síndrome de Stendhal, la resucitara. En noviembre de 2015 alquiló una habitación en una residencia de artistas, la reconocida Villa Médici, sede de la Academia Francesa en Roma. Allí, en un taller que le prestaron dos grafiteros, volvió a dibujar.
Al tiempo que paseaba por los museos de Roma y seguía las instrucciones de Stendhal —“Hay que perseguir cada mañana el tipo de belleza al que somos sensibles al levantarnos, sin pensar en la obligación de ver”—, Meurisse tomaba notas en un cuaderno que guardaba en un bolsillo de su chaqueta. Había publicado cuatro libros en Francia —uno de ellos editado en España por Impedimenta, La comedia literaria (2016)—, pero no había decidido escribir su historia.
Poco a poco descubría el modo en que la belleza afectaba sus emociones, meditaba, esperaba encontrar respuestas y revivía la tragedia en la que había perdido a sus amigos. De eso trata La levedad, un libro que, según su autora, está hecho con el instinto: “Yo he reunido en este libro todos esos momentos de cambio que me ayudaron a reconstruirme. No es un libro sobre la inteligencia o el raciocinio, sino sobre los sentimientos y las sensaciones”.
En las páginas de La levedad, Meurisse habla de pintores como Rothko, Caravaggio, Géricault y Munch, y de escritores como Albert Camus, Iván Goncharov y Charles Baudelaire. Las referencias al arte y la belleza se mezclan con las vivencias de Meurisse, que a veces se queda sin aliento para gritar y atraviesa muros de silencio con su cuerpo frágil, que pone toques de humor en escenas que dibuja en blanco y negro o con pinceladas de color, y que intenta, sobre todo, recomponer su memoria para no enloquecer.
Trabajar en Charlie Hebdo ya no tiene sentido para Meurisse. Aún le cuesta creer que sus compañeros fueron asesinados por dibujar. Después del ataque dejó de abordar la actualidad política en sus dibujos. Desea que los dibujantes no se autocensuren, pero prefiere no contestar preguntas relacionadas con el islam o con la libertad de expresión. Todavía siente tristeza por los amigos que perdió el 7 de enero de 2015. Pero no renuncia a la risa, no lo hizo ni en sus peores horas. Meurisse dice que “la mejor forma de olvidar que somos mortales es reírnos”.
Digamos que se levantó tarde para ir al trabajo. Que era una fría mañana de invierno, 7 de enero de 2015. Que su despertador no sonó. Que vivía y trabajaba en París. Que tuvo una noche plomiza, infinita, como suelen ser todas las malas noches. Que estaba deprimida, porque su amante —un hombre casado con el que estuvo soñando— le dijo que prefería “una vida humilde y modesta a la pasión”, y ella era la pasión. Digamos que perdió el autobús: su última oportunidad de llegar a una hora prudente. Que cuando llegó al trabajo escuchó disparos. Que cuando regresó a su casa, unas horas más tarde, no estaba segura de haber sobrevivido a una matanza, porque ella, que todavía respiraba, se sentía muerta.
Catherine Meurisse (Niort, Francia, 1980) fue la primera mujer dibujante de la revista satírica Charlie Hebdo. Cuando la contrataron era una joven de 25 años recién licenciada en historia del arte y lenguas modernas. Diez años después sobrevivió al ataque terrorista de los hermanos Saïd y Chérif Kouachi, que hirieron a cinco personas y asesinaron a 12 en la sede de Charlie Hebdo. Meurisse escuchó los disparos desde su refugio en una oficina cercana a la revista.
—Perdí la noción de mi identidad como mujer, como persona y como dibujante. Creí que ya nunca más podría volver a dibujar —dice Meurisse—. Tampoco podía leer ni ver películas. Pero me conformaba con poner los pies en el suelo, aunque fuera el suelo de otro planeta.
La dibujante francesa está en España para presentar La levedad (Impedimenta, 2017), una novela gráfica que narra cómo logró reconstruir su vida después del ataque terrorista del 7 de enero.
Meurisse escribe y dibuja con la mano izquierda. Tiene el rostro anguloso, un flequillo de pelo negro que le cubre las cejas, las manos gráciles y una sonrisa generosa.
Una semana después del ataque, y un día después del cierre del “número de los supervivientes” de Charlie Hebdo, Meurisse perdió la memoria. No recordaba cuándo debía comer, cuándo era su cumpleaños, cómo dibujar, ni los versos de Baudelaire que recitaba Mustapha Ourad, uno de sus compañeros asesinados. Se sentía desdibujada de su propia vida. Como si una garganta cavernosa la hubiera escupido en un mundo raro. Mientras millones de personas apoyaban la consigna: “Yo soy Charlie”, Meurisse se preguntaba: “¿Quién soy yo?”.
Cuando los hermanos Kouachi dieron por terminada su misión, Meurisse no quiso entrar a la redacción de la revista. Una vecina le contó que Charlie Hebdo había quedado como La balsa de la Medusa, la pintura de Théodore Géricault que representa la tragedia de un naufragio. Para Meurisse, la escena del caos empezó cuando contaron a los vivos y a los ausentes. En la lista de los ausentes estaban algunos de sus amigos más queridos. Aquellos maestros irreverentes y provocadores que la enseñaron a ser libre y curiosa, que se reían de casi todo (políticos, religiones, tragedias), y que para ella eran tan importantes como Balzac o Picasso, no volverían a sentarse alrededor de la mesa de redacción con forma de herradura.
—Eran humoristas, gente muy graciosa, sin miedo a decir lo que pensaban y a la vez muy sensibles. Recibimos críticas cuando somos humoristas de actualidad, pero en realidad de lo que nos burlamos es de la condición humana —dice Meurisse durante la presentación de su libro en el Instituto Francés de Madrid.
Un médico le diagnosticó shock postraumático. Anestesia sensorial y emocional, disociación del cerebro, amnesia. En pocas palabras: una simple gota de agua podía enloquecer su mente. Meurisse trató de refugiarse en Proust, su “ayudante de vida”. Pero el salón del Gran Hotel de Cabourg —a donde Proust iba de vacaciones— no era suficiente, ni el canto de las tórtolas —que le recordaban a su abuelo—, ni la casa de su infancia, ni una duna cerca del mar.
—Fue peor, porque pensé que la literatura me ayudaría y no sentí nada, no me devolvía nada ni rehacía mi imaginario. Me entró pánico de que mi cerebro se hubiera apagado y que nunca pudiera volver a mi oficio, porque si no podía dibujar ya no existía.
Meurisse pensó que la belleza podía devolverle la levedad. Que podía seguir los pasos de Stendhal, el escritor francés que viajó a Florencia (Italia) en 1817 y que al salir de la basílica de Santa Cruz sintió que el corazón le latía a toda velocidad, que se mareaba, que le faltaba el aire. Se lo planteó como una cuestión de vida o muerte. Hizo sus maletas, se despidió de los guardaespaldas que desde el 7 de enero la acompañaban a todas partes y se marchó a Italia con la esperanza de que el efecto perturbador de la belleza, conocido como el síndrome de Stendhal, la resucitara. En noviembre de 2015 alquiló una habitación en una residencia de artistas, la reconocida Villa Médici, sede de la Academia Francesa en Roma. Allí, en un taller que le prestaron dos grafiteros, volvió a dibujar.
Al tiempo que paseaba por los museos de Roma y seguía las instrucciones de Stendhal —“Hay que perseguir cada mañana el tipo de belleza al que somos sensibles al levantarnos, sin pensar en la obligación de ver”—, Meurisse tomaba notas en un cuaderno que guardaba en un bolsillo de su chaqueta. Había publicado cuatro libros en Francia —uno de ellos editado en España por Impedimenta, La comedia literaria (2016)—, pero no había decidido escribir su historia.
Poco a poco descubría el modo en que la belleza afectaba sus emociones, meditaba, esperaba encontrar respuestas y revivía la tragedia en la que había perdido a sus amigos. De eso trata La levedad, un libro que, según su autora, está hecho con el instinto: “Yo he reunido en este libro todos esos momentos de cambio que me ayudaron a reconstruirme. No es un libro sobre la inteligencia o el raciocinio, sino sobre los sentimientos y las sensaciones”.
En las páginas de La levedad, Meurisse habla de pintores como Rothko, Caravaggio, Géricault y Munch, y de escritores como Albert Camus, Iván Goncharov y Charles Baudelaire. Las referencias al arte y la belleza se mezclan con las vivencias de Meurisse, que a veces se queda sin aliento para gritar y atraviesa muros de silencio con su cuerpo frágil, que pone toques de humor en escenas que dibuja en blanco y negro o con pinceladas de color, y que intenta, sobre todo, recomponer su memoria para no enloquecer.
Trabajar en Charlie Hebdo ya no tiene sentido para Meurisse. Aún le cuesta creer que sus compañeros fueron asesinados por dibujar. Después del ataque dejó de abordar la actualidad política en sus dibujos. Desea que los dibujantes no se autocensuren, pero prefiere no contestar preguntas relacionadas con el islam o con la libertad de expresión. Todavía siente tristeza por los amigos que perdió el 7 de enero de 2015. Pero no renuncia a la risa, no lo hizo ni en sus peores horas. Meurisse dice que “la mejor forma de olvidar que somos mortales es reírnos”.