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El Topo: el libro de un preguntón

El pódcast El Topo sacó su primer libro con once de sus mejores entrevistas: Carolina Sanín, Esperanza Gómez, Sara Jaramillo, Nicolás Quintero, entre otras. El libro, además, incluye un prólogo de la escritora Sara Jaramillo y cada entrevista viene precedida de un pequeño ensayo de Miguel Reyes. Aquí una breve reflexión de parte del editor.

Tomás Uprimny Añez * / Especial para El Espectador
02 de mayo de 2022 - 01:51 p. m.
Portada del libro. Miguel Reyes es el anfitrión del pódcast de entrevistas de largo aliento llamado El Topo. El Topo, que ya cuenta más de cincuenta episodios y es uno de los más escuchados de su tipo en Colombia, abarca todo un abanico de temas sobre los cuales los colombianos no solemos hablar con franqueza: Dios, el sexo, el reguetón, el duelo, las religiones, la familia, la soledad, el silencio.
Portada del libro. Miguel Reyes es el anfitrión del pódcast de entrevistas de largo aliento llamado El Topo. El Topo, que ya cuenta más de cincuenta episodios y es uno de los más escuchados de su tipo en Colombia, abarca todo un abanico de temas sobre los cuales los colombianos no solemos hablar con franqueza: Dios, el sexo, el reguetón, el duelo, las religiones, la familia, la soledad, el silencio.
Foto: Cortesía

Mi abuela vivía en un apartamento enorme y frío, tan frío que las paredes parecían cubiertas por una lámina de hielo, en el quinto piso de un edificio de ladrillos rojos que amenazaba con desplomarse desde la época del Virreinato. Mi hermano y yo visitábamos regularmente a la noble anciana, a quien sin razón aparente apodamos la pipa. Nos aparecíamos en los momentos menos oportunos -cuando el portero naufragaba a pierna tendida en una siesta interminable-, subíamos las escaleras de caracol a todo vapor e irrumpíamos en aquel apartamento con la furia terrible de un ciclón. Aquel torrente de emoción emanaba del hecho de que la casa de la abuela era para nosotros tan grande y seductora como el universo mismo, y el revés de la moneda también era cierto, porque el universo entero lo imaginábamos tan reducido y familiar como la casa de la abuela. No digo que aquel cupiera en esta: sino que no había distinción posible porque conformaban una misma y sola unidad. (Lea un perfil sobre la fallecida líder de derechos humanos Fabiola Lalinde, por Tomás Uprimny).

Una vez concluidos los saludos protocolarios, la abuela daba inicio a la cacería del tesoro. Mi hermano y yo arrancábamos a correr desbocados, rápidos como dos bólidos en fuego, empujándonos, codeándonos, el uno haciéndole zancadillas al otro y el otro jalándole la camiseta al uno. La búsqueda era a muerte. En mi vida no he experimentado desolación semejante a la que se me trepaba por la espina dorsal cuando veía a mi hermano encontrar, a veces debajo del almohadón de plumas, otras detrás del juego de bailarinas de porcelana, y otras tantas en el bolsillo de la vieja librea del abuelo, el talismán codiciado. Mientras inspeccionábamos con lupa las grietas más diminutas, la abuela escuchaba sus cantatas de Bach sentada en su sillón de terciopelo rojo, protegida por su reloj cucú, con los ojos entrecerrados y tejiendo y destejiendo una ruana que nunca logró terminar, como si al hacerlo estuviera también tejiendo y destejiendo el hilo de sus recuerdos.

Cuando alguno daba con el botín, debía inmediatamente presentarse ante la abuela, quien entonces incurría en la ilegalidad de ser parte y juez. Después de escrutar el objeto, la pipa sometía al ganador a un interrogatorio inclemente. Era también, claro, un interrogatorio delicioso. Debía uno narrarle dónde había encontrado el tesoro, cómo había llegado a ese paraje, de dónde había surgido la sospecha, las razones que habían cruzado por su mente, los miedos, los anhelos, las dudas y las vacilaciones, las frustraciones y los asombros: todo.

Al encarar aquel cuestionario, sentía mis piernas temblar de miedo y mi corazón trepidar de placer. Fue gracias a esa tortura exquisita que entendí que uno podía ser el narrador de su vida propia, a condición de que le hicieran la pregunta precisa. Descubrí que la sabiduría de la abuela no residía en sus respuestas, como yo lo pensaba, tampoco en su piel arrugada de iguana o en su nariz afilada de cacatúa, sino en la alquimia secreta con que fraguaba sus preguntas.

Desde entonces, esa lección me ha acompañado como una segunda sombra. La recordé especialmente la noche en que me atraganté con los diálogos de Platón. Con el alma rebotando en la garganta, reconocí en Sócrates la misma manía que tenía mi abuela de preguntar, y preguntar, y preguntar. Años después, un sabio maestro depositó en mis manos un libro extraño: El Nuevo Testamento. Sigo considerándolo extraño, pero porque es un libro excelente, y todo libro excelente es extraño. Me deslumbró que fuera solamente “escuchándolos y preguntándoles” que el niño Jesús impresionara a los ancianos eruditos de la tribu, según el cronista Lucas. Más tarde, atravesando a su lado las catatumbas del infierno, caí en la cuenta de que la curiosidad del Dante era casi tan grande como la de mi abuela: a cada condenado con que se tropezaba le preguntaba acerca de su pasado en la tierra. En fin, la lista es algo más larga, no se agota fácilmente.

Ese clan de locos que comienza con Sócrates e incluye a mi abuela, que abarca desde la Grecia Antigua hasta nuestra triste Colombia, encuentra en Miguel Reyes otro feliz integrante. Las páginas extrañas de este libro extraño son muestra del ingenio de Miguel para preguntar y de su destreza para escuchar. Al leer este puñado de entrevistas, que hoy reciben la condena y la fortuna de la página escrita, mis ojos han sufrido el asedio de un batallón de lágrimas: en los silencios de Miguel advierto la misma paciencia de mi abuela, en sus palabras suaves percibo la misma fragancia de su ternura.

Solo diré una cosa más: en un país tremendo en que nadie escucha a nadie y todo el mundo le responde a todo el mundo, aun cuando no hay una pregunta de por medio, es un bálsamo encontrar a un hombre enteramente dedicado al arte de tejer y destejer la vida de sus entrevistados con el solo poder de sus preguntas bien hechas, así como la pipa tejía y destejía su corazón ovillada en su sillón de terciopelo rojo, mientras sus dos nietos perseguían hasta la demencia, y sin saberlo, el verdadero tesoro del universo: las preguntas de la abuela, las palabras de la abuela.

Nota: Por cuestiones de transparencia, aclaro que Miguel es colega mío y participé en el proceso de edición del libro, el cual pueden comprar en la página web de La No Ficción.

* Periodista en La No Ficción (@lanoficcion). Contacto: tomas.u@lanoficcion.com

Por Tomás Uprimny Añez * / Especial para El Espectador

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