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Enterrar a un rey o una reina es un acto que históricamente ha ido más allá de la solemnidad de despedir a una figura de gobierno y poder. Entre los actos protocolarios que se llevan a cabo con motivo de la muerte de la reina Isabel II se esconden tradiciones que datan de la era de Isabel I.
Cuando la monarca más longeva del Reino Unido sea enterrada hoy en la capilla de San Jorge en Windsor, se unirá a la lista de soberanos que han recibido un funeral estatal. La historia de este tipo de ritos fúnebres no es reciente, pero sí ha atravesado diferentes cambios a lo largo de los siglos.
La historiadora Tracy Borman mencionó a History Extra que “mientras tengamos registros de reyes, tendremos registros de funerales. Lo que no tenemos son los detalles de esos funerales. Solemos tener el lugar del entierro. Un ejemplo podría ser el rey que a menudo se cita como el primero de Inglaterra: Ecgberht, que murió en 839. Era el rey de Wessex, pero el reino en realidad constaba de siete reinos separados y se le reconocía como el rey "principal", por así decirlo. Ecgberht fue enterrado en Winchester, que era en gran medida la capital de Wessex. Y Winchester siguió siendo el lugar de entierro favorito de los primeros reyes de Inglaterra hasta Æthelstan, que es otro monarca que tiende a ser citado como el primer rey de Inglaterra. Enfrentó la controversia 100 años después, en 939, al elegir en su lugar la abadía de Malmesbury para su entierro”.
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Aunque las ceremonias y ritos tienen siglos de haber sido instaurados, el aspecto público de ellos es relativamente reciente. Se sabe que en los funerales de la reina Isabel I y Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, se hicieron procesiones con sus ataúdes y fueron expuestos en la capilla, como se ha hecho con Isabel II. Sin embargo, los ritos fúnebres de los siglos XVI y XVII no contaban con la apertura al público que se puso en marcha con la muerte de la reina Victoria en 1901.
Previo a ese evento los funerales reales o funerales estatales, como se les conoce normalmente, eran más recogidos, aunque la noticia de la muerte del monarca solía viajar rápidamente a través del reino. Con documentos que han dejado las cortes con el paso de los años se conocen algunos de los detalles de las procesiones y quienes las componían.
Tras la muerte de la reina Isabel I, el 24 de marzo de 1603 en el Palacio Richmond, su cuerpo permaneció unos días en su lugar y luego fue trasladado en una procesión fúnebre al Palacio Whitehall donde fue expuesto durante unos días antes de ser llevado a su lugar de descanso final en la abadía de Westminster, donde reposa actualmente. De acuerdo con la historiadora Claire Ridgway, fundadora de la Tudor Society, el cadáver de Isabel I permaneció en Whitehall “hasta su funeral, el 28 de abril de 1603, dando tiempo para que el nuevo rey, Jacobo I (VI de Escocia), viajara a Londres. Mientras tanto, se colocó encima del ataúd una efigie de cera de tamaño natural de la reina, con sus vestiduras reales, para que actuara como símbolo de la monarquía mientras no hubiera monarca en Inglaterra”. La efigie original ya no se conserva, de ella queda solo el corsé original, en 1760 hicieron una nueva versión que se exhibe actualmente en Londres.
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“Westminster se llenó de multitudes de todo tipo de personas en sus calles, casas, ventanas, avenidas y alcantarillas, que salieron a ver el funeral, y cuando vieron su estatua sobre el ataúd, hubo tal general suspiro, gemidos y llorando como nunca se ha visto ni conocido en la memoria del hombre”, escribió el cronista John Stow sobre el funeral de la monarca. La tradición de cargar efigies de los monarcas en cera y madera sobre los ataúdes de los soberanos no sobrevivió a la muerte de Jacobo I y murió con él en 1625. Fue el último en tener una figura modelada a su imagen y semejanza. Con el inicio de una guerra civil las procesiones fúnebres cambiaron para convertirse en un evento más austero, con excepción del funeral de María II en 1694. Este fue el único durante este periodo que tuvo un despliegue como el de Isabel I y Jacobo I, con una procesión hasta la abadía en la que los asistentes utilizaron negro de pies a cabeza y el ataúd iba en un carruaje.
Las efigies de cera fueron reemplazadas por la corona real sobre el féretro, una tradición instaurada por el sucesor de Jacobo I, Carlos II, y que se mantiene hasta el día de hoy en las conmemoraciones de la reina Isabel II. Desde 1694 hasta 1837, cuando falleció el rey Guillermo IV, los funerales fueron más íntimos y se realizaban dentro de los muros del palacio de Windsor, lejos de los ojos del público. El cambio real llegó con la reina Victoria, quien se involucró directamente en la planeación de su funeral.
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Cuando la monarca falleció, en 1901, dejó un documento redactado en 1897 que contenía diferentes consideraciones como, de acuerdo con los escritores H. C. G. Matthew y K. D. Reynolds, “a pesar de su compromiso con las formas de duelo personal, la reina odiaba los ‘funerales negros’ y decretó que el suyo sería blanco y dorado. Estaba orgullosa de ser la hija de un soldado y la jefa de las fuerzas armadas, y el suyo sería un funeral militar, su ataúd sería llevado en un carro de armas por ocho caballos. Bajo ninguna circunstancia se debía embalsamar su cuerpo. Además de estas órdenes generales, también había escrito un conjunto de instrucciones 'para que mis baúles se abran inmediatamente después de mi muerte y siempre sean llevados y guardados por la persona que viaje conmigo', que se mantuvieron en secreto para su familia y contenían una lista de artículos que debían colocarse en su ataúd”.
El cuerpo de la reina Victoria yació en su lecho de muerte vestida con un traje blanco y dorado “rodeada de flores, cubierta por su velo de novia, el retrato del lecho de muerte de Albert colgaba sobre su cabeza, sus últimos retratos fueron tomados por Emile Fuchs, Hubert von Herkomer y un fotógrafo desconocido. El 25 de enero, el cuerpo de la reina se colocó dentro del primero de los tres ataúdes que había encargado”. Su funeral fue un evento público y el que marcó el tono para los que le seguirían durante el siglo XX y lo que va del XXI.
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Con el objetivo de restaurar la opinión pública respecto a la monarquía, la reina Victoria permitió que sus súbditos asistieran a los ritos programados para ella y desde entonces los funerales estatales se convirtieron en un momento para acercar a la realeza al público. La innovación instaurada por la reina Victoria se convirtió en tradición con la muerte del rey Eduardo VII, a cuyo funeral asistieron jefes de estado de diferentes naciones. Cuando el rey falleció, en 1910, introdujo otro cambió al incluir a su perro, César, en un puesto privilegiado entre la procesión fúnebre.
Durante las honras fúnebres del rey Jorge V se realizó una vigilia que luego tomaría el nombre de “Vigilia de los príncipes”, en la que los hijos del rey hicieron guardia al ataúd, una tradición que se repitió 65 años después en 2002 durante el funeral de la Reina Madre y que se ha realizado durante los actos fúnebres en honor a la reina Isabel II, en los cuales sus cuatro hijos y ocho nietos han realizado vigilias frente al féretro de la monarca.
Con el tiempo la monarquía ha cambiado al igual que sus ritos fúnebres para adaptarse a los tiempos modernos. Sin embargo, la Operación Puente de Londres, planeada y activada con la muerte de la reina Isabel II, mantiene muchas de las tradiciones centenarias instauradas por sus antecesores.
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