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La orden se había regado desde la clandestinidad, multiplicándose minuto a minuto entre las voces que habían elegido tres años atrás a Salvador Allende como presidente de Chile: si había un golpe de Estado, habría que encender una fogata y quemar tarjetas de identificación, cartas, libretas, apuntes, libros, cualquier cosa que les sirviera a los militares después. Miles, millones de chilenos la cumplieron al pie de la letra el 11 de septiembre de 1973, cuando se enteraron de que algunos uniformados, aún desconocidos, se habían tomado el poder a la fuerza.
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Que el Palacio de la Moneda ardía, les dijeron, les gritaron. Que Salvador Allende había muerto, les sollozaron. Que no había salida. Que quemaran todo, todo, todo. Que no dejaran vestigios. Ni una huella, ni una letra, ni un dibujo. Nada, porque en pocos días cada uno de ellos iba a ser sospechoso de algo, y lo más seguro era que iba a terminar en algún perdido calabozo o algo mucho más macabro. Corrieron. Saltaron muros. Muros visibles e invisibles, y se perdieron entre callejuelas vacías. Con los días, con los meses, muchos huyeron de todo y de todos.
Otros se quedaron, porque Chile era de todos, decían. Porque si ellos se iban, quién se iba a quedar para luchar, para honrar el nombre de Salvador Allende, repetían. Poetas, escritores, músicos, filósofos, antropólogos o panaderos, obreros o funcionarios de rango medio, quienes se dispersaron de norte a sur y de oriente a occidente por toda Chile, tuvieron que enfrentarse una y otra vez a la muerte. Los perseguían, los requisaban y los volteaban. Se los llevaban a casas desconocidas, en poblados muy alejados, donde nadie veía nada, donde nadie oía nada. Los dejaban que se pudrieran en prisiones de máxima seguridad o los arrastraban al Estadio Nacional de Santiago y se encargaban de que allí vieran, sintieran, probaran, sudaran el terror.
Allí se apretujaban. Se daban calor el uno contra el otro y el otro contra el de más allá. Se daban fuerza, fe, todas esas palabras que les sonaban a paraíso, porque la vida se les podía ir en cualquier instante con la orden de un capitán, “ejecútelo”, por la rabia de un teniente, “al calabozo”, por las ansias de venganza de un soldado, “arrodíllese”. Se apretujaban en sus miedos. Se murmuraban “mañana salimos, tranquilo, mañana”, y callaban cuando aparecía el hombre de la máscara que iba a señalar a alguno. “Ya sabíamos que a quien ese señalara no amanecía vivo”, recordaría con el tiempo un poeta que se salvó. Ahí mataron a Víctor Jara, Te recuerdo Amanda. Ahí desaparecieron a cientos.
Ahí, al Estadio Nacional, barrio de Ñuñoa, Santiago de Chile, el 12 de septiembre de 1973, las fuerzas militares comenzaron a llevar a todos los ‘sospechosos’ de allendismo que hubiera en la ciudad. Allende había fallecido junto a varios de sus amigos en medio de un bombardeo insaciable, infinito, imborrable. Se suicidó, dijeron. Lo asesinaron, replicaron. “Sí, se suicidó, esa fue la verdad. Se suicidó y murió en medio de la más triste de las soledades”, confirmaría años y años más tarde el escritor Roberto Ampuero. La historia del golpe de Estado que partió a Chile en dos, casi que para siempre, había comenzado a escribirse a finales de los 60. Salvador Allende, socialista, demócrata, carismático, se había transformado en el enemigo número uno de las facciones de derecha en su país.
Era el objetivo de los radicales de izquierda, que pretendían más la lucha armada que el consenso y la democracia, y del gobierno de los Estados Unidos, liderado por Richard Nixon y Henry Kissinger. “Lo cierto es que (Allende) ya perdió el control del país por la desobediencia civil de la derecha, la escasez y el mercado negro, la presión de Nixon y las exigencias de la ultraizquierda de profundizar el proceso y armar al pueblo. Mientras la oposición de centro y derecha exige la intervención militar, la de ultraizquierda reclama armas para imponer el socialismo”, escribiría Ampuero en su novela, El último tango de Salvador Allende.
Allende era parte de la aristocracia chilena y en su vida privada actuaba como tal. Le gustaba el Chivas Regal, el vino, las corbatas de seda y las mancornas de oro. Jamás vivió como pobre, pero se empeñó en conocer a la gente humilde de su país desde sus tiempos adolescentes, y hablaba con todos los que se le acercaban de Lenin, de Marx, del país, de la situación del mundo, de los grandes poderes, del peligro del capitalismo salvaje y, también, del comunismo salvaje. Jugaba con ellos al ajedrez, tomaban vino y cerveza y oían tangos. El último tango de Allende, como la novela de Sampuero, en realidad fueron cientos de tangos de Enrique Santos Discépolo, de Gardel y Lepera, de Homero Manzi, de Troilo y de Goyeneche, porque a Allende le parecía que los tangos retrataban mejor que nada la realidad y al ser humano.
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Y un día tarareaba “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé”, y al otro, cantaba sobre el amor y sus miserias, “¡Tango! Piel oscura, voz de sangre. ¡Tango! Yuyo amargo de arrabal”. Los tangos eran una especie de retrato de su vida. De sus amores truncos y tristes, La Tencha, La Payita, de sus escapadas al Club Peruano para tomarse un trago con quien quisiera, de su huidas al departamento de la Alameda para mirar a lo lejos, para estar sin formalismos ni fórmulas, para sacarse la corbata y poner los pies sobre las mesas, o simplemente para amar, y también, de sus intentos por seguir persiguiendo la grandeza, la Historia y de dejarle un camino un poco menos injusto a su gente, a todos esos que lo llamaban compañero, y a quienes les dijo el 4 de septiembre de 1970, cuando fue elegido presidente:
“Soy solo un hombre con todas las flaquezas que los hombres tienen, y si supe soportar las derrotas de ayer fue porque cumplía con una tarea. Hoy, sin espíritu de venganza, acepto este triunfo que es el de las fuerzas políticas y sociales de la Unidad Popular. Se lo debo al pueblo y al hombre anónimo que entrará conmigo a La Moneda”. El 11 de septiembre de 1973 todo aquello explotó. Todo aquello y mucho más. Y explotó Allende, que se dio un tiro con un fusil que le había obsequiado Fidel Castro. Pinochet se tomó el poder pocas horas más tarde. Los militares lo rodearon. Nixon celebró, igual que muchos otros. Los idealistas intentaron exiliarse. Unos lo lograron, otros acabaron en manos de la dictadura. Torturados, desaparecidos, muertos o perseguidos.
Los poetas escribieron y seguirían escribiendo. Como sentenció Jorge Teillier, “Hubo que crear nuevos códigos, nuevas estrategias de convivencia en un país donde la delación llegaría a ser una virtud”.