El último Neruda, según su amigo Jorge Edwards
Por los 50 años de la muerte del poeta chileno, un fragmento del prólogo de la”Antología general”, editada en 2010 por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, con el trasfondo del golpe de Estado a Allende.
Jorge Edwards / Especial para El Espectador
La decisión de comprar una casa en Normandía tuvo relación directa con su residencia en el caserón de la embajada chilena de la avenida de La Motte-Picquet, en París, y con su reencuentro decepcionante e incómodo, después de años de relativa libertad, con la vida diplomática y burocrática. En ese 1971 de la escritura de Geografía infructuosa, al poeta le pasaban muchas cosas: ya se había declarado su cáncer irreversible de la próstata, había abandonado Isla Negra y viajado a Francia, le había presentado sus credenciales en el palacio del Elíseo al presidente Georges Pompidou y observaba con seria preocupación, con visible angustia, los sucesos políticos del Chile de Salvador Allende. (Recomendamos: Crónica de Nelson Fredy Padilla tras el rastro de Pablo Neruda en Santiago de Chile).
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La decisión de comprar una casa en Normandía tuvo relación directa con su residencia en el caserón de la embajada chilena de la avenida de La Motte-Picquet, en París, y con su reencuentro decepcionante e incómodo, después de años de relativa libertad, con la vida diplomática y burocrática. En ese 1971 de la escritura de Geografía infructuosa, al poeta le pasaban muchas cosas: ya se había declarado su cáncer irreversible de la próstata, había abandonado Isla Negra y viajado a Francia, le había presentado sus credenciales en el palacio del Elíseo al presidente Georges Pompidou y observaba con seria preocupación, con visible angustia, los sucesos políticos del Chile de Salvador Allende. (Recomendamos: Crónica de Nelson Fredy Padilla tras el rastro de Pablo Neruda en Santiago de Chile).
Además de todo eso, recibía semanales cartas de amor de una joven amiga chilena y me hablaba con frecuencia de su proyecto de invitarla e instalarla en París en alguna forma. El proyecto, naturalmente, chocaba con el avance de su enfermedad y tenía, por eso mismo, un aspecto patético. Estuvo dos o tres veces en una clínica francesa y fue sometido a dos operaciones, sin que esto llegara a ser conocido por la prensa de ningún lado.
En esas circunstancias, vivir lejos del sitio físico de la residencia oficial, a un piso de las oficinas, se convirtió para él en una obsesión, en una absoluta necesidad. Desde que supo, a través de su amigo el académico y poeta Arthur Lundqvist, que la academia sueca se había reunido y había resuelto otorgarle el Premio Nobel de Literatura, no descansó hasta encontrar su casa de campo del pueblo de Condé-sur-Iton, que se encontraba hacia el oeste de Chartres, no lejos de los paisajes proustianos de Illiers, el Combray de À la recherche...
Lo acompañé en su Citroën gris durante una larga mañana de sábado, y cuando llegó a la casa de Condé, un antiguo aserradero rodeado de canales, de árboles, de pájaros, de un amplio prado en el que pastaban caballos, tomó su decisión de compra de inmediato. El viejo aserradero había sido un amor a primera vista. Le comenté que se había comprado una casa donde no faltaba ninguno de los elementos del Temuco de su infancia: la madera, el agua, el color verde, los bosques, los animales, los pájaros...
Ahora no recuerdo qué me contestó. Es probable que se haya encogido de hombros, que haya levantado las cejas y haya esbozado una vaga sonrisa. Había conseguido escapar del Mausoleo, como bautizó desde un principio la mansión oficial, y volver a encontrarse con el paisaje de su niñez temucana: una muerte y una resurrección. El chofer, entretanto, con gran entusiasmo, nos informaba que los árboles vecinos estaban llenos de faisanes, pájaros que él se proponía cazar con una escopeta y llevar a la olla, y que en la distancia se escuchaba el canto de un ruiseñor. En otras palabras, los temas de la poesía europea clásica rondaban por el lugar, que en su última etapa, antes de ser puesto en venta, había desempeñado funciones de sala de baile o cabaret de provincia.
No pretendo hacer el itinerario poético, político, humano del último Neruda. No escribo un capítulo de su biografía. Me limito a dar un testimonio más bien disperso, desordenado, producto de mi memoria personal y de mis ocasionales y escasos apuntes. Creo, a partir de mi propia observación, que hubo tres episodios decisivos que marcaron para él aquellos comienzos de la década de los 70.
El primero fue la carta de los intelectuales y artistas cubanos de 1966, provocada por su viaje a una reunión en Nueva York del PEN Club Internacional y por el encuentro, a su regreso, con el presidente peruano Fernando Belaúnde en Lima. El segundo fue la invasión de Checoslovaquia por los tanques del Pacto de Varsovia, en agosto de 1968. El tercero fue el triunfo de Salvador Allende y de la Unidad Popular en Chile y sus difíciles primeros pasos en el gobierno, mientras él asumía sus tareas de embajador en Francia.
Dejo a un lado a propósito su experiencia de precandidato presidencial del Partido Comunista en los inicios de la campaña. Neruda tenía perfecta conciencia de que solo se trataba de una fase preliminar. Se sintió halagado en algún momento por el éxito popular de sus actos de campaña, pero nunca creyó en serio en la posibilidad de llegar con su candidatura hasta el final de la campaña. Recibió la noticia de la unidad de los partidos de izquierda alrededor de Allende en una radio de pilas, en el bar de su casa de Isla Negra, y ninguno de los presentes en ese episodio podría sostener que el poeta saltaba de entusiasmo. Tenía, mientras manipulaba la pequeña radio portátil, una expresión seria, y miraba el porvenir inmediato con evidente preocupación.
***
Con el triunfo de Salvador Allende y de la Unidad Popular y con el viaje a París para hacerse cargo de la embajada de Chile, hubo algo parecido a un renacer, a una nueva partida. Como lo sabe todo lector atento de su poesía, París, el de las torres de la catedral de Notre-Dame, el de la isla de San Luis, el de Rimbaud y Charles Baudelaire, el de Víctor Hugo, era uno de sus amores más antiguos y fieles.
Hubo una esperanza, una energía renovada, una sensación de nuevo comienzo, pero todo acompañado por una sombra doble, ominosa: la enfermedad del poeta, que padecía un cáncer de próstata avanzado, y la enfermedad de la política chilena, que mostraba síntomas especialmente alarmantes para alguien que había vivido en Madrid en vísperas y en los primeros días de la guerra, de un enfrentamiento interno violento, cada día más difícil de evitar. A comienzos de octubre del año 70 viajé de Lima, donde trabajaba como consejero de la embajada chilena, a Santiago, y fui a la casa de Neruda en los faldeos del cerro San Cristóbal en la mañana siguiente de mi llegada. Subimos a la biblioteca, que se encontraba unos cincuenta metros más arriba que la casa principal.
Eran los días en que Salvador Allende había ganado las elecciones presidenciales, a comienzos de septiembre, y todavía no asumía el mando. Santiago estaba llena de rumores, de especulaciones de todo orden, de temores, de amenazas no disimuladas. La intervención del Gobierno de Richard Nixon, de la CIA, de la ITT, en connivencia con fuerzas de la extrema derecha criolla, era evidente, omnipresente, enormemente peligrosa para la estabilidad de las instituciones nacionales.
“Lo veo todo negro”, me dijo Neruda cuando íbamos entrando a su nueva biblioteca. Me habló de una violencia, de una división que se respiraba en el aire. El ambiente de las vísperas de la Guerra Civil española salía a relucir en su conversación con mucha frecuencia. En esos mismos días, debido a un tema delicado que había surgido en la embajada en Lima, conversé con Salvador Allende en su casa de la calle Guardia Vieja. “Tengo que ir a Valparaíso a una manifestación”, me dijo el presidente electo, “y he recibido informaciones sobre un posible atentado en mi contra, pero después de ganar las elecciones no puedo andar escondido”.
El atentado contra el general René Schneider, dos o tres días después, y su asesinato confirmaron los peores rumores. A la vez, por reacción, sirvieron para asegurar el paso de Allende a la Presidencia de la República. Fue un triunfo momentáneo, y tengo la impresión de que Neruda adquirió una transitoria seguridad.
En sus primeros pasos en la embajada en París, en abril del año siguiente, su preocupación profunda, su angustia, volvían a estar presentes. Si Fin de mundo fue una gran crónica de las vísperas, de los anuncios de un cambio de época, un libro de acentos lastimeros, a veces apocalípticos, Geografía infructuosa, de algún modo, es reflexión, meditación, perplejidad.
En su largo viaje, el viajero inmóvil, como definió Emir Rodríguez Monegal a Pablo Neruda, se detiene, sale de los terrenos escabrosos, pantanosos, de la acción política y trata de hacer un balance definitivo.
“Yo
pregunto
en este mundo, en esta tierra, en este
siglo, en este tiempo,
en esta vida numeral, por qué,
por qué nos ordenaron, nos sumieron
en cantidades, y nos dividieron
la luz de cada día,
la lluvia del invierno,
el pan del sol de todos los veranos,
las semillas, los trenes,
el silencio,
la muerte con sus casas numeradas
en los inmensos cementerios blancos,
las calles con hileras”.