“El último sueño” de Pedro Almodóvar
Fragmento del libro del cineasta español que definió como un autorretrato a partir de 12 relatos que revelan su pasión secreta por la escritura. En Colombia bajo el sello editorial Reservoir Books.
Pedro Almodóvar * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
En más de una ocasión me han ofrecido que escriba mi autobiografía y siempre me he negado; también me han ofrecido que la escribiera otro, pero sigo sintiendo una especie de alergia a ver un libro que hable enteramente de mí como persona. Nunca he llevado un diario, y cuando lo he intentado no he pasado de la segunda página; sin embargo, este libro supone mi primera contradicción. Es lo más parecido a una autobiografía fragmentada, incompleta y un poco críptica. Con todo, creo que el lector acabará obteniendo la máxima información de mí como cineasta, como fabulador (como escritor), y del modo en que mi vida hace que una cosa y las otras se mezclen. Pero hay más contradicciones en lo que acabo de escribir: que nunca he sido capaz de llevar un diario y, sin embargo, aquí aparecen cuatro textos que demuestran lo contrario: el que habla de la muerte de mi madre, mi visita a Chavela en Tepoztlán, la crónica de un día vacío y “Una mala novela”. Estos cuatro textos son capturas de mi propia vida en el instante en que la estaba viviendo, sin un ápice de distancia. Esta colección de relatos (yo llamo relato a todo, no distingo de géneros) muestra la estrecha relación entre lo que escribo, lo que filmo y lo que vivo.
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En más de una ocasión me han ofrecido que escriba mi autobiografía y siempre me he negado; también me han ofrecido que la escribiera otro, pero sigo sintiendo una especie de alergia a ver un libro que hable enteramente de mí como persona. Nunca he llevado un diario, y cuando lo he intentado no he pasado de la segunda página; sin embargo, este libro supone mi primera contradicción. Es lo más parecido a una autobiografía fragmentada, incompleta y un poco críptica. Con todo, creo que el lector acabará obteniendo la máxima información de mí como cineasta, como fabulador (como escritor), y del modo en que mi vida hace que una cosa y las otras se mezclen. Pero hay más contradicciones en lo que acabo de escribir: que nunca he sido capaz de llevar un diario y, sin embargo, aquí aparecen cuatro textos que demuestran lo contrario: el que habla de la muerte de mi madre, mi visita a Chavela en Tepoztlán, la crónica de un día vacío y “Una mala novela”. Estos cuatro textos son capturas de mi propia vida en el instante en que la estaba viviendo, sin un ápice de distancia. Esta colección de relatos (yo llamo relato a todo, no distingo de géneros) muestra la estrecha relación entre lo que escribo, lo que filmo y lo que vivo.
Los relatos inéditos los tenía archivados Lola García en mi oficina, junto a un montón más. Lola es mi asistente en este y en muchos otros asuntos. Los había recopilado extrayéndolos de varias carpetas azules viejas que rescató en el caos de mis múltiples mudanzas. Entre ella y Jaume Bonfill decidieron desempolvarlos. Yo no los había leído desde que los escribí; Lola los archivó y yo me había olvidado de ellos. Nunca se me habría ocurrido leerlos después de décadas si ella no llega a sugerirme que les echara un vistazo. Con buen criterio, Lola seleccionó algunos, para ver cómo reaccionaba yo a su lectura. En los momentos aislados entre la preproducción de Extraña forma de vida y su posproducción, me he entretenido leyéndolos. No los he retocado, porque lo que me interesaba era recordarme y recordarlos como fueron escritos en su momento y comprobar cómo había cambiado mi vida y todo lo que me rodea desde que salí del colegio con los dos bachilleratos aprobados.
Yo me sabía escritor desde niño, siempre escribí. Si algo tenía claro era mi vocación literaria, y si de algo no estoy seguro es de mis logros. Hay dos relatos en los que hablo de mi afición por la literatura y por la escritura: “Vida y muerte de Miguel” —escrito en algunas tardes de 1967 a 1970— y “Una mala novela” —escrita este año—.
Me reconcilié con alguno de ellos y recordé cómo y dónde los escribí. Me veo a mí mismo, en el patio de la casa familiar en Madrigalejos, escribiendo en una Olivetti «Vida y muerte de Miguel» debajo de una parra y con un conejo desollado colgando de una cuerda, como un cazamoscas, de aquellos tan repugnantes. O en la oficina de la Telefónica, a principios de los años 70, una vez terminado el trabajo, escribiendo a hurtadillas. O, por supuesto, en las diferentes casas que he vivido, escribiendo frente a una ventana.
Estos relatos son un complemento de mis trabajos cinematográficos: a veces me han servido como reflejo inmediato del momento que estaba viviendo y han acabado convirtiéndose en películas muchos años después (La mala educación y algunas secuencias de Dolor y gloria) o acabarán haciéndolo.
Todos ellos son textos de iniciación (no doy por terminada todavía esa etapa) y muchos de ellos nacen para huir del tedio.
En 1979, creo, un personaje desbordante en todos los sentidos, Patty Diphusa (“Confesiones de una sex-symbol”), y empiezo el nuevo siglo con la crónica de mi primer día de orfandad (“El último sueño”), y diría que en todos los escritos posteriores —incluido “Amarga Navidad”, donde me permito incluir una set piece sobre Chavela, cuya voz aparece de un modo indeleble en varias de mis películas—, vuelvo mi mirada hacia mí mismo y me convierto en el nuevo personaje del que escribo en “Adiós, volcán”, “Memoria de un día vacío” y “Una mala novela”. Este nuevo personaje, yo mismo, es lo opuesto a Patty, aunque formemos la misma persona. En este nuevo siglo me convierto en alguien más sombrío, más austero y más melancólico, con menos certezas, más inseguro y con más miedo: y es ahí donde encuentro mi inspiración. Prueba de ello son las películas que he hecho, especialmente en los últimos seis años.
Todo está en este libro; también descubro que, recién llegado a Madrid, en los primeros años 70, yo ya era la persona en la que me convertiría: “La visita” se transformó en 2004 en La mala educación y, si hubiera tenido dinero, ya habría debutado entonces como director con “Juana, la bella demente” o “La ceremonia del espejo” y habría continuado haciendo las películas que después he hecho. Pero todavía hay algunos relatos previos a mi llegada a Madrid, escritos entre 1967 y 1970: “La redención” y el ya mencionado “Vida y muerte de Miguel”. En ambos reconozco, por un lado, que acabo de dejar el colegio y, por otro, la angustia juvenil, el temor a continuar viviendo atrapado en el pueblo y la necesidad de huir cuanto antes y venirme a Madrid (esos tres años los viví con mi familia en Madrigalejos, Cáceres).
He tratado de dejar los relatos tal cual los escribí, pero reconozco que con “Vida y muerte de Miguel” no me he resistido a darle un repaso; el estilo me resultaba demasiado remilgado y lo he corregido un poco, respetando el sabor original. Este es uno de los relatos cuya lectura, después de más de cincuenta años, me ha sorprendido. Recordaba perfectamente la idea sobre la que gira la narración, contar la vida en sentido inverso. Eso era lo esencial y, si se me permite, lo original. Décadas después pensé que en Benjamin Button me habían copiado la idea. La historia en sí es convencional y se corresponde con mi trayectoria vital, tan escasa, de entonces. Lo importante era la idea. Leído hoy, descubro que la historia habla principalmente de la memoria y de la impotencia ante el paso del tiempo. Seguro que lo escribí pensando en ello, pero lo había olvidado y esto me asombra. La educación religiosa todavía está presente en todos los relatos de los años 70.
El cambio radical se produce en el 79 con la creación de Patty Diphusa; no podría haber escrito sobre este personaje antes ni después de la vorágine de final de los años 70. Me he visualizado sobre la máquina de escribir, haciendo de todo, viviendo y escribiendo a una velocidad vertiginosa. Termino el siglo con “El último sueño”, mi primer día de orfandad; he querido incluir esta breve crónica porque reconozco que sus cinco páginas están entre lo mejor que he escrito hasta ahora. Eso no demuestra que sea un gran escritor, lo sería si hubiera conseguido escribir al menos doscientas páginas del mismo calibre. Para poder escribir “El último sueño” fue necesario que muriera mi madre.
Además de La mala educación y su relación con “La visita”, en estos textos ya están muchos de los temas que aparecen y les dan forma a mis películas. Uno de ellos es la obsesión por La voz humana de Cocteau, que ya se veía en La ley del deseo y que estaba en el origen de Mujeres al borde de un ataque de nervios, reapareció en Los abrazos rotos y por fin se convirtió en The Human Voice, con Tilda Swinton, hace dos años. También en “Demasiados cambios de género” hablo de uno de los elementos claves en Todo sobre mi madre: el eclecticismo, la mezcla no solo de géneros, sino de obras que me marcaron: además del monólogo de Cocteau, lo hicieron Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams (El Deseo es el nombre de mi productora), y Opening Night, la película de John Cassavetes. Todo lo que ha caído en mis manos o pasado ante mis ojos me lo he apropiado y lo he mezclado como algo mío, sin llegar a los límites del León de “Demasiados cambios de género”.
Como cineasta, nazco en plena explosión de lo posmoderno: las ideas vienen de cualquier lugar; todos los estilos y épocas conviven, no hay prejuicios de género ni guetos; tampoco existía el mercado, solo las ganas de vivir y hacer cosas. Era el caldo de cultivo ideal para alguien que, como yo, quería comerse el mundo.
Podía inspirarme en los patios manchegos, donde transcurrió mi primera infancia, o en la sala oscura del Rockola, deteniéndome, si era necesario, en las zonas más siniestras de mi segunda infancia en una cárcel-colegio de los salesianos. Años turbulentos y radiantes porque el horror salesiano tenía como banda sonora las misas en latín que yo mismo cantaba como solista del coro (Dolor y gloria).
Ahora puedo decir que esos fueron los tres lugares donde me formé: los patios manchegos donde las mujeres hacían encaje de bolillos, cantaban y criticaban a todo el pueblo; la explosiva y libérrima noche madrileña del 77 al 90, y la tenebrosa educación religiosa que recibí de los salesianos en los primeros 60. Todo ello se halla concentrado en este volumen, junto con algunas cosas más: el Deseo no solo como productor de mis películas, sino como locura, epifanía y ley a la que hay que someterse, como si fuéramos protagonistas de la letra de un bolero.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.