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El viaje más largo de la historia: la travesía de Ibn Battuta

El explorador se embarcó en una travesía de veintinueve años, en los que compiló las rutas de más de ciento veinte mil kilómetros del mundo conocido de su tiempo. Esta estaba llamada a ser la expedición más larga y prolongada de la que tuviesen noticia los anales de la historia.

Jerónimo Uribe Correa*
29 de diciembre de 2024 - 03:48 p. m.
Ibn Battuta tenía apenas 21 años cuando emprendió su travesía desde Tánger.
Ibn Battuta tenía apenas 21 años cuando emprendió su travesía desde Tánger.
Foto: Leon Benett. Wikicommons
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Nunca sabremos si el jueves 2 de julio de 1325, año 725 de la hégira, cuando se disponía a partir de su ciudad natal de Tánger, el joven Ibn Battuta plegó la nuca hacia atrás para mirar al cielo. De haber habitado una lengua menos acostumbrada a las disciplinas de la observación, el cumplimiento de este gesto le hubiese sido indiferente. Pero en su lengua, el árabe, el mundo estaba cifrado con tal nivel de precisión, con tal acopio de matices y gradaciones, que hasta la experiencia de mirar obedecía a los dictados de una minuciosa exactitud. Aun así, Ibn Battuta no nos dice nada sobre hacia dónde enrumbó la vista el día de su partida, e ignoramos si en ella asomó la tarde, la mañana o la noche en sus primicias.

Si solo al alcance de la conjetura permanece el desciframiento de la hora exacta de la partida de Ibn Battuta, gracias a las precisiones del calendario islámico podemos saber que esta tuvo lugar bajo los auspicios de luna nueva, el día 2 de Ráyab. El mes, además, no era uno cualquiera, sino uno de los cuatro meses sagrados del islam, junto a Muhárram, Dul qaada y Dul hichcha, meses en los que se prohíbe la guerra o cualquier acción violenta. Más significativo aún, la sacralidad de Ráyab estaba fundada en que, con su advenimiento, los caminos se volvían seguros, transitables, propicios para el viaje, la peregrinación o la incursión en tierras lejanas.

De tal manera que cuando Ibn Battuta partió de Tánger, no lo hacía desde el umbral de una fecha cualquiera, de un día más engastado en el cauce sucesivo y anodino del tiempo, sino desde el punto mejor acomodado para inaugurar sin augurios desfavorables el cumplimiento de un destino. Acaso esto explica que se haya embarcado en un recorrido que por poco cumple las tres décadas exactas, veintinueve años de travesía descomunal en los que compiló las rutas de más de ciento veinte mil kilómetros del mundo conocido de su tiempo, en el que estaba llamado a convertirse en el viaje más largo y prolongado del que tuviesen noticia los anales de la historia.

Ninguno de los grandes viajeros de la Antigüedad se le compara, ni Heródoto en su dilatada correría por pueblos distintos a los griegos en procura de un primer esbozo de la historia universal, ni Posidonio viajando por todo el orbe romano atento a descubrir la validación empírica de su teoría de las sombras, ni Estrabón embarcado por ríos de los que se ignoraba la cabecera en su tentativa de apresar en una medición geográfica las últimas fronteras de la Tierra. Tampoco encuentra parangón con los grandes viandantes de los primeros siglos del cristianismo, ejemplificados por la larga peregrinación de la monja Egeria a través de los lugares santos de Oriente Próximo, ni con los misioneros franciscanos de la Edad Media dispuestos a desbrozar la ruta hacia los misterios del Asia: Willem van Rubroeck, Odorico da Pordenone, Giovanni da Pian del Carpine. Hasta el más célebre de los viajeros medievales, el mercader genovés Marco Polo, muerto un año antes de la salida del magrebí (1324), está lejos de disputarle el cetro de primer trotamundos, pues apenas completó algo así como una cuarta parte de la distancia recorrida por este. Y, más sorprendente aún, ni siquiera las grandes travesías náuticas de los siglos XV y XVI —la del eunuco chino Zheng He, la de Vasco da Gama, la de Magallanes— consiguieron aventajarlo.

Al momento de abandonar el ámbito mediterráneo de su ciudad portuaria, Ibn Battuta tenía veintiún años, una formación pasable en la ciencia islámica del derecho, y una memorística afinada desde la infancia para recitar sin tropiezos las 114 suras del Corán. De su aspecto físico, desconocemos casi todo, y el único hito que sobresale, en el paisaje de accidentes fisonómicos de su rostro, es el de la barba poblada y eminente, la enseña de virilidad más antigua entre musulmanes. Y si acaso nuestro primer instinto es imaginarlo de tez acanelada o olivácea por proceder de las costas norteafricanas, una indagación más atenta nos enmendaría esta primera suposición, en vista de que, según el nisba (gentilicio) que cierra la enumeración completa de su nombre —Abu Abdallah M. b. Abdallah b. M. b. Ibrahim al-Luwati—, descendía de los lawata, una tribu beréber, con lo cual cabría suponerle un fenotipo de acusados rasgos caucásicos.

Sean cuales hayan sido los detalles precisos de esta identidad renuente a revelarse, lo primero que verdaderamente sabemos sobre Ibn Battuta es que el propósito original de su viaje solo comprendía la llegada hasta La Meca, en cumplimiento de la peregrinación (hach) que todo musulmán de medios debe realizar al menos una vez en la vida al sitio donde tuvo origen su religión. Según él mismo lo cuenta en el libro que recoge sus años de travesía, conocido en español con el título de “A través del Islam”, salió de Tánger movido por el deseo de “peregrinar a la Santa Casa [La Meca]”, pero no dice nada sobre por qué este itinerario, en apariencia menor y convencional, evolucionó en una compulsión viajera fuera del alcance de toda explicación racional, desmedida incluso a estándares de una imaginación voraz y desatentada.

El primer indicio lo hallamos en Alejandría. Sobre el camino que lo ha traído hasta el gran puerto egipcio, atravesando los actuales países de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia, Ibn Battuta se muestra parco. De estos miles de kilómetros que median entre Tánger y Alejandría, los datos que nos proporciona son más bien pocos, faltos de vida y genéricos. Enumeraciones desangeladas de gobernantes y autoridades —un recurso constante a lo largo de la crónica— e inventarios de soslayo sobre menudencias de caravana. Escribe, además, con grandes verbos elípticos, saltando de un lugar a otro como si entre ellos no hubiera camino de por medio. Al llegar a Alejandría, lo que antes ha sido un clima de aridez literaria, cobra un hálito fresco, las descripciones, casi inexistentes hasta ese momento, se tornan, si no del todo circunstanciadas y minuciosas, al menos más generosas en su excedente plástico, y empieza a intuirse que el viajero descubre que esta ciudad, como las venideras en el camino, son menos una sucesión de escalas contingentes en dirección a La Meca que una amplitud de lugares con interés propio, un tránsito mental que solo es explicable en quien ha asimilado, así sea vaga y parcialmente, que el viaje es irreductible a toda exigencia de resultado, de conclusión o de arribo definitivo.

En este descubrimiento lo asiste el encuentro con Burhan ad-Din al Aray, uno de los tantos místicos y ascetas musulmanes con los que el viajero se irá topando a lo largo de su recorrido. Este sabio es capaz de advertir, por sobre la faz juvenil del magrebí, el deseo que lo gobierna más allá del cumplimiento de su deber ritual de peregrino, y presagia para él una estrella de rutas confluyentes hacia las lejanas tierras de Oriente, destino que hasta entonces no había excitado los fuegos de su voracidad viajera y errabunda. Hay, a partir de este punto, un vuelco en la disposición anímica de Ibn Battuta, y no porque escogiera, tras este vaticinio, desviar los pasos hacia un rumbo distinto, reclamado por la urgencia de satisfacer un objetivo de miras más altas que la peregrinación a La Meca —algo impensable en un musulmán ortodoxo como él—, sino porque entrevió la posibilidad de un viaje más anchuroso y menos circunscrito a los términos previsibles de la ruta.

De aquí empieza el recorrido que lo va llevar por Egipto, Palestina, Siria, Arabia, Iraq, Irán, Yemen, África oriental, Omán, el golfo Pérsico, Anatolia, Crimea, la estepa del Mar Negro, Constantinopla, el Cáucaso, Asia Central, Afganistán, el Sind, la India, las Islas Maldivas, Ceilán, Malasia, Sumatra, China, Cerdeña, el Magreb, Al-Andalus y Mali. Esto, por supuesto, sin contar los trayectos de regreso, los desvíos, los enormes rodeos y circunvalaciones que acrecían las distancias en proporciones casi impracticables. Y aunque Ibn Battuta dijera que en sus viajes había habilitado “la costumbre de no volver, a ser posible, por un camino que ya he seguido”, lo cierto es que, por fuerza de las circunstancias, ineludibles hasta para el más osado y temerario, en ocasiones debió transigir con este mandato autoimpuesto. Así, lo vemos pasar varias veces por Egipto, Siria y Palestina, desandando trayectos de sobra conocidos, y luego arribar a La Meca desde todas las direcciones imaginables, porque si con hacerlo una sola vez el peregrino ya se ganaba el título honorífico de hayi —dignidad que se anteponía al nombre de quien hubiese cumplido esta obligación ritual—, Ibn Battuta quiso ganárselo con holgura maratónica, realizando cuatro peregrinaciones en regla sin perder el resuello.

Tal vez se comprenda mejor el alcance geográfico de sus recorridos si se fijan los hitos más extremos que alcanzó siguiendo el rumbo de cada uno de los cuatro puntos cardinales. El punto más al oriente lo señala la ciudad china de Quanzhou, un floreciente enclave portuario, abarrotado de mercaderes, especias y maderas; hacia occidente, el término descansa sobre una ubicación sin nombre del río Níger, en lo que se presume pudo haber sido la capital del Imperio de Mali, un sitio al que todavía arqueólogos e historiadores no han podido asignarle unas coordenadas precisas. En el sur, a casi nueve grados de latitud por debajo del ecuador, el límite fue la ciudad costera de Kilwa, en la actual Tanzania, donde se levanta una de las edificaciones más singulares de la arquitectura islámica, una mezquita construida con el aplomo terso y macizo de piedras extraídas de arrecifes de coral. Al norte, en los descampados de la Gran Estepa, penetra hasta Sarái, la ya desaparecida ciudad medieval a orillas del río Volga que sirvió de capital a los kanes de la Horda de Oro, con sus barrios segmentados por filiación étnica y sus trece mezquitas, desde las cuales se cumplía, con estricta observancia, el llamado a oración.

Cómo es que un viajero del siglo XIV pudo recorrer con relativa facilidad y sin demasiados contratiempos una geografía tan vasta y desbocada es algo que solo se explica con arreglo a una realidad histórica que solemos pasar por alto quienes hemos sido formados en el marco de compartimentos estancos del relato de Occidente. Y eso que ignoramos o conocemos a medias no es otra cosa que el afincamiento del islam en una parte importante de Eurasia durante la Baja Edad Media, una realidad política, cultural y económica que creaba una sensación de continuidad entre estos territorios, basada en el paisaje común de alminares, zocos y mezquitas que dominaba la arquitectura de sus ciudades, en el uso de un patrón monetario de dinares (moneda de oro) y dírhams (moneda de plata) que regía el curso de sus intercambios comerciales, y en el vocabulario de las tres lenguas francas —árabe, persa y turco— que servían de vehículo a las necesidades comunicativas de gentes y pueblos tan lingüísticamente diversos.

Claro, no todo era uniformidad, ni la islamización había avanzado en el mismo grado en todas partes, con lo cual no era idéntico ser musulmán en el Egipto de los mamelucos, en el sultanato de Delhi, en el emirato nazarí de Granada, en los principados de Anatolia, en los reinos tórridos del África, o en los kanatos de la estepa. Pero a pesar de las diferencias, que Ibn Battuta, con su buen ojo de observador y de etnógrafo avant la lettre, registra a lo largo de sus viajes, existía una sensación de comunidad, un vínculo que sobrepasaba los accidentes de procedencia y filiación de cada individuo y lo hacía partícipe de lo que los musulmanes llaman la “umma”, la hermandad de creyentes, habitantes de ese mundo que el árabe, con su poesía ingénita, engloba bajo el nombre de Dar al-Islam, la morada o casa del Islam.

Espoleado por la curiosidad, sus pasos también lo condujeron a incursionar en tierras no musulmanas, en pueblos a los que él llama, indistintamente, infieles o paganos. Hay algunas de estas incursiones que solo resultan asimilables con la asistencia de una adjetivación sin brida, teniendo en cuenta que las imágenes que describen son de un tenor magnificente, como el de la caravana inmensa, verdadera ciudad móvil, en la que viaja a Constantinopla junto al séquito de la hija del emperador de Bizancio para que esta adelante sus labores de parto, o de una crudeza extrema, como aquella inmolación que presencia en la India, donde asiste a la ceremonia del sati, en que viudas hindúes, en prenda de honor y virtud, se lanzan a las llamas de una pira funeraria para extinguirse por los aires en cuerpos de ceniza.

Sin embargo, es una incursión mucho menos extravagante y asombrosa donde mejor se siente la extrañeza de la distancia cultural. Sucede cuando Ibn Battuta llega a la península de Crimea, que, si bien ya estaba bajo dominio musulmán, tenía una presencia importante de católicos y ortodoxos. Alojado en la población de Kafa, lo acomete un espanto visceral cuando oye por primera vez un tañido de campanas, algo totalmente ajeno a la sensibilidad sonora de un musulmán, acostumbrado a que en las mezquitas, contrario a las iglesias, era el torrente de la voz humana el encargado de marcar las horas de liturgia.

Son estos detalles, más que los episodios extraordinarios que la imaginación puede agrandar, los que confieren a la crónica de Ibn Battuta el raso delicado de su belleza. Son las casas de “hueso de pescado” y “piel de camello” del desierto de Omán, los pedazos de fieltro que él y sus acompañantes cortan para que sus bestias de carga puedan pisar la nieve sin que se les estraguen los cascos en la cordillera pavorosa del Hindú Kush, el descubrimiento de que hay hombres, como los griegos y los hindúes, que se rasuran hasta el último estambre de la barba sin perder la almendra de su virilidad, o la puntual observación de que en los sitios de descanso a lo largo de la costa meridional de la India a los musulmanes les dan de beber con el cuenco de las manos, en señal de que son puros, mientras que a los practicantes de otras religiones les sirven en vasijas para no contaminarse de la impureza de sus labios.

Dice el Corán que a los hombres se les “ha dado un saber muy exiguo”, y los alienta en varias de sus aleyas a que busquen el conocimiento allí donde haga falta. El viaje, desde luego, es una de esas fuentes. Un poema árabe del siglo IX lo explica con una imagen bellísima, al decir que, al igual que el sándalo no sería más que leña si no se removiera del sitio donde está arraigado para cosechar su aroma, una vida sin movimiento carecería de sentido y de propósito. Sin duda, Ibn Battuta fue un fiel suscriptor de este principio.

*Escritor y filólogo

Por Jerónimo Uribe Correa*

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RP(07848)30 de diciembre de 2024 - 10:47 p. m.
Excelente comentario, sobre este grandioso viajero.
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