Elena Poniatowska vista a través de Octavio Paz
A propósito de las celebraciones por los 90 años de edad de la escritora mexicana, publicamos un fragmento del libro “Octavio Paz, las palabras del árbol” (en Colombia bajo el sello Debolsillo) en el que revela a su amigo poeta y Premio Nobel de Literatura 1990, aunque la conversación termina revelándola también a ella.
Elena Poniatowska * / Especial para El Espectador
I
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I
Mil novecientos cincuenta y tres. ¿Te acuerdas, Octavio? Carlos Fuentes dio una cena para ti en su casa de Tíber, en ausencia de sus papás (siempre hacía las cosas en ausencia de sus papás) y asistimos Ramón y Ana María Xirau, Emilio Uranga, Jorge Portilla, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Enrique Creel y no sé quiénes más; no recuerdo a ninguna mujer aparte de Ana María. Yo estaba impresionadísima porque acababa de leer Libertad bajo palabra, de la colección Tezontle, del Fondo de Cultura Económica, “Cuerpo a la vista”. […] (Recomendamos leer esta entrevista con Elena Poniatowska sobre su vida y obra).
¿Te imaginas lo que sucedió en mí cuando nos presentó Fuentes? Claro, el libro ya llevaba tiempo entre mis manos; en un año se había vuelto flexible, el contenido de sus páginas no me asustaba tanto, podía leer de corrido sin sentir el impulso de cerrarlo aterrada; sabía que para ti la Palabra —así, con mayúscula— es la “libertad que se inventa y me inventa cada día”. Tu certidumbre me asombraba porque a mí siempre me ha llegado demasiado tarde. Ahora te erguías, enseñando al sonreír un diente como un elotito perdido dentro de tu boca, y yo, temerosa de no estar a la altura del chopo de agua, quise quedar bien y me vi como el pobre príncipe idiota Mishkin que cavila durante horas en torno a un jarrón que no debe romper al entrar en la sala de baile y, para su mala ventura, lo rompe a las primeras de cambio. Solté con voz tipluda:
—¿Sabe usted, señor, que Juan José Arreola lo llama “el becerro de oro”?
—¿Por qué?
—Porque todos acuden a adorarlo.
Fuentes, elástico, bronceado, sólo tenía ojos para ti y te llevó a otro lado. […] Tú, impredecible como eres, volviste para ver qué otra espantosa noticia podría salir de mi boca.
II
Te escribí desde París, siempre de usted. No me tuteaste hasta 1956. La ola de tu risa me cubrió cuando te dije que seguiría hablándote de usted. “Es que no puedo”. “Qué petite fille modèle eres, tienes que poder”. Eras accesible y tierno, todo te causaba risa, era facilísimo darte gusto, reías con los ojos. Todavía ríes con los ojos. Delgado, un trozo sobrante de tu cinturón se balanceaba siempre a la altura de tu cadera. Todo te quedaba flojo, corbata, saco y pantalones flotaban en el aire.
Recuerdo que a tu segundo retorno de París comencé a visitarte, bajo cualquier pretexto, libreta Scribe a la mano, en la Secretaría de Relaciones Exteriores de la avenida Juárez. Retenías en una especie de cubículo los mares territoriales. […] Recuerdo a un peruano a quien llamabas Lunel. Creí que así le decías por su cara de luna, pero no, Augusto Lunel era su nombre.
—Ya llegó Lunel, podemos ir al Kiko’s. ¿No te parece?
III
En 1956, en la biblioteca de la Secretaría de Relaciones Exteriores, un edificio gris, chaparrito y afrancesado, te encontré sentado frente a una horrible mesa de metal gris, y al mirar la página frente a ti vi que escribías con tinta verde: “Les arbres qui n´avancent que para leur bruit”.
Traducías al poeta libanés Georges Schéhadé y me tendiste el libro:
—Toma para que te entretengas.
Nunca me gustó que me dijeras “para que te entretengas”. Con ello me relegabas al reino de los niños: “tones para los preguntones”, “ve a que te den una ramita de tenmeacá”, pero incluso esto tenía algo de caminata y de ramazones, de baile al viento y de luz filtrada entre las hojas. […]
—Anda, vamos a caminar.
Deambulábamos bajo los árboles del Paseo de la Reforma e irremediablemente íbamos a dar a la librería Francesa. Huguette Balzola se asomaba desde un tapanco en el cual solía empericarse:
—¿Quieren café?
Sacabas libros.
—¿Has leído La Clé des champs?
—No.
—¿Y La cavallerie rouge, de Isaac Babel?
—No.
—Te la voy a regalar para que sepas algo de tus antepasados polacos, esos que se aventaban con lanzas en contra de los tanques nazis. ¿Tienes La fille aux yeux d’or?
—No
—¿Y Le rêve dans le Pavillon Rouge?
—No.
—Pero, ¿qué lees? A ver, enséñame lo que traes ahí.
—Es mi libreta de apuntes.
—Pero, ¿qué apuntas? ¿Las respuestas?
—Sí.
—Esta Historie des treize, ¿la conoces?
—No, pero ya no me alcanza.
—Yo te voy a regalar dos libros, Elena, y los lees para la próxima vez.
[…] Cuando me interrogabas sobre los libros y te dabas cuenta de que no los había leído porque andaba entrevistando al jefe de la policía o al gerente del rastro, una ráfaga de irritación pasaba por tus ojos azules y yo me entristecía.
IV
Éramos muchos los que íbamos a buscarte; para todos nosotros eras una arboleda, un bosque que camina. […] Girasoleábamos en torno a la estatua de “El Caballito”, al que se subían los papeleros a ver pasar los desfiles. A ella desembocaban la librería Zaplana, la librería Francesa, Relaciones Exteriores, el suplemento cultural de Novedades, dirigido por Fernando Benítez, Vicente Rojo, Jaime García Terrés, Henrique González Casanova, Gastón García Cantú y, más tarde, por José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis; la galería de arte que regía Víctor Alba, el Kiko’s, el Ambassadeurs, el Waikikí. Dentro de ese perímetro intelectual y fervoroso dábamos vueltas una y otra vez Pepe Alvarado, quien se reponía de la cruda con una leche malteada de fresa; Jorge Portilla, en pleno mito de Sísifo; Juan García Ponce, que habría de darnos la más inteligente lección de vida; Jaime García Terrés y Celia, a punto de casarse; Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, que apenas despuntaban, pura milpita tierna. Carlos se cortaba el pelo como soldado raso y se detenía cada vez que se le atravesaba un templo protestante.
En un lugar del Excélsior, Víctor Alba del POUM fundó una galería de arte vanguardista y publicó un libro-revista, Panoramas, en donde juntó, sin más ni más, a Jaime Torres Bodet con Alfonso León de Garay, Raúl Prieto y Rufino Tamayo, quien se quejaba (para variar), de que lo ninguneaban. Emmanuel Carballo había causado escándalo al declarar que ya era hora de torcerle el cuello al cisne Enrique González Martínez. José Vasconcelos rumiaba sus rencores y se daba golpes de pecho en la Dirección de la Biblioteca Nacional. Max Aub le dictaba al linotipista su libro número trescientos sesenta y siete. Juan Rulfo era gordo y cauteloso. Benítez se vestía en Campdesuñer y usaba paraguas sólo para subrayar su elegancia. Rosario Castellanos hacía teatro guiñol destinado a los chamulas. Salvador Elizondo perseguía a una asesina de la colonia francesa para averiguar los pormenores de su crimen. Juan Soriano se atormentaba. Leonora Carrington guisaba al arzobispo de Canterbury en mole verde. Tomás Segovia con sus libros bajo el brazo, presagiaba a otro Tomás Segovia idéntico que en 1971 pasearía del brazo de una muchacha rubia mitad durazno, mitad mango por el Paseo de la Reforma. Pita Amor era la reina de la noche y ardía en deseo de quemar la biblioteca del pulcro José Luis Martínez. Guadalupe Dueñas prensaba flores profanas en su devocionario. Machila Armida destejía sus trenzas. José Luis Cuevas andaba en moto. Ramón Xirau fumando esperaba. Estábamos en 1956. Julieta Campos traducía. Abel Quezada soñaba con el mejor de los mundos imposibles. Hero Rodríguez Toro se la vivía en la hemeroteca. Hugo Latorre Cabal, en la tintorería y faltaban dos años para que Carlos Fuentes entrara pisando fuerte con La región más transparente. Alí Chumacero tenía conversaciones interminables con Manuel Calvillo. En El Colegio de México, don Alfonso Reyes amamantaba a los cachorros de la literatura mexicana.
V
En tu departamento de la avenida Nuevo León, nos sentábamos en círculo sobre la alfombra color miel Juan Martín, Juan García Ponce, Juan Soriano, Juan Soldado, Juan José Gurrola, Juan José Arreola, Juan de la Cabada, Juan Rulfo (¡cuántos Juanes!), Joaquín Díez-Canedo, Augusto Lunel, y empezábamos así el juego de Juan Pirulero: palabras que eran juegos que eran poemas. Decías una palabra: sol, luna, casa, mar, y todos teníamos que emitir la frase que habría de consagrarnos. Cuando dijiste “sexo” y le tocó su turno a Juan Martín, respondió: “Siempre con él a cuestas”. […] En otra ocasión ordenaste: “Saint-Exupéry” y respondí algo así como “Porque antes de escribir, voló”. Me lo festejaste. […]
Max Aub invitaba a comer en su “piso” […] de la calle de Euclides; enfrente, José Luis Martínez daba cocteles; Juan Soriano, unas comilonas en su departamento de Melchor Ocampo que empezaban a las dos y terminaban a las dos de la tarde del día siguiente, los Barbachano Ponce también y Pita Amor recibía en su departamento de la calle de Duero. Comidas en casa de los Xirau, Joaquín y Aurora Díez-Canedo tomados de la mano en la Embajada de Francia, idas al cine, charadas, poesía en voz alta. Te encantaban las películas de ciencia ficción, pero mal hechas. Vimos una con elefantes de cartón y dinosaurios que ponían a temblar el escenario.
En ese tiempo, por los ojos de azúcar quemada de Elena Garro relampagueaban los tigres listos para dar el zarpazo. […] Éramos jóvenes, no pesábamos, teníamos agua en los ojos: la única mirada que pesaba era la tuya y en cierta forma pendíamos de ella como la miseria sobre el mundo. Esos fueron los días de amigos y creíamos que jamás acabarían, que seguiríamos cantando: esos fueron los tiempos felices, los días como frutos, como soles, en que el olmo daba peras.
VI
Empecé a creerme la divina garza cuando me dedicaste Libertad bajo palabra coronando un dibujo de Juan Soriano, el 19 de julio de 1956.
Y más tarde, en la primera edición de Las peras del olmo, de 1957:
Elena:
En México “lo que no es pierde es luz”.
Deslumbrante.
Octavio
México, en día miércoles.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.