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Cioran nació el 8 de abril de 1911 en Rasinari, provincia de Transilvania (Rumania). Vivió sus primeros 10 años (los más felices de su vida, según decía) en un ambiente rural, caminado al aire libre, hablando con los campesinos y amando ese ambiente primitivo. Para él, el pueblo rumano era un pueblo sin ilusiones, depresivo, con una visión trágica de la existencia; sus gentes vivían unas vidas simples, sin mayores preocupaciones ni metas. El origen de esa actitud era el hecho de que Rumania siempre había sido un pueblo invadido, sometido.
Poco después Cioran se traslada a Sibiu. Estudia posteriormente filosofía y letras en Bucarest y se gradúa en 1932 con una tesis denominada “intuicionismo bergsoniano”. Tenía 21 años. Ya había sufrido de insomnio, una experiencia que calificó de dolorosa y que se encuentra en el fondo de su pensamiento, de su visión sombría del mundo. En esos años comprendió que la filosofía no le había servido para soportar la crisis. El insomnio lo llevó al misticismo, a esa situación límite donde se está fundido con Dios o con esa insondable experiencia del absoluto. Por eso en esta época leyó varias veces el Libro de la vida de la mística española Teresa de Ávila. También, entre 1925 y 1932, leyó a pensadores como Schopenhauer, Nietzsche, Hegel, Kierkegaard, Husserl y Heidegger.
Cioran recuerda que cuando tenía 23 años, la misma edad que tenía cuando lanzó su primer libro En las cimas de la desesperación, “mi madre estaba desesperada de tener un hijo que a las tres de la mañana se iba de la casa a pasearse por ahí, por la ciudad, que no hacía nada, que leía… Yo era un tipo que había prometido muchísimo y no había cumplido nada… En la casa sólo estábamos mi madre y yo… eran las dos de la tarde…lo recuerdo, y me arrojé sobre el sofá y le dije: ¡no puedo más! Y mi madre, que era mujer de un cura, de hecho, un sacerdote ortodoxo…me dijo lo siguiente: ¡si lo hubiera sabido lo hubiera abortado!”. Al respecto, Cioran dijo que en ese momento había comprendido que su “madre era una mujer inteligente”.
En estos años su crisis con la filosofía se profundizaba. Justamente, en 1932, leyó a Heidegger, el filósofo más influyente de la época, el mismo que con la astucia de su verbo y con la radicalidad de la pregunta, les hacía vivir a sus estudiantes los problemas filosóficos de una manera auténtica, reveladora, tal como lo recordaría después Hans-Georg Gadamer. Sin embargo, Cioran no cayó bajo su embrujo. Al respecto dijo: “¿Cómo no dejarse embriagar y mistificar por la ilusión de profundidad que crea? Traducido al lenguaje corriente, un texto filosófico se vacía extrañamente… La fascinación que ejerce en el lenguaje explica, a mi juicio, el éxito de Heidegger. Es un manipulador sin par… Ese exceso fue precisamente lo que suscitó mis dudas cuando en 1932 leí Sein und Zeit (Ser y tiempo). Me saltó a la vista la vanidad de semejante ejercicio. Me pareció que intentaban engañarme con palabras. Debo agradecer a Heidegger que lograra, mediante su prodigiosa inventiva verbal, abrirme los ojos. Vi lo que había que evitar a toda costa”.
En 1933, Cioran llega a Alemania y toma clases con Nicolai Hartman. También es la época en que lee las lebensphilosophie o “filosofías de la vida”, especialmente, en las versiones de Dilthey y Ludwig Klages. Con estas lecturas, Cioran se apartaba de la filosofía más academicista, logicista y sistemática, para inclinarse hacia aquellos pensadores más intimistas, desgarrados y vitales. Autores como Pascal, Kierkegaard y Nietzsche, los místicos. Esta afinidad electiva se debía a su convicción de que: “cuando pensamos en los grandes, en los sistemas alemanes, nada tienen que ver con la vida. La filosofía es una serie de hipótesis que después han dado construcciones fantásticas, pero eso no ha surgido en absoluto de la vida, tampoco se han elaborado en función de la vida”.
En 1937 decide viajar a Francia pues “si hay que fracasar en la vida, mejor hacerlo en París que en otro sitio. Hay que elegir el sitio en el que uno quiere fracasar en la vida”. En París, valga decir de paso, Cioran permaneció el resto de su vida, casi siempre solitario, retirado del bullicio, con muy poca vida social. Allí labró su brillante carrera como una de las mejores plumas del siglo XX.
Ahora, ¿cuál fue la relación de Cioran con la filosofía? Ya tenemos una primera pista. Cioran se opuso, fuertemente, como ya lo habían hecho Kierkegaard y Nietzsche en el siglo XIX, a los sistemas filosóficos. Estos sistemas eran deshonestos, mera “carrera de palabras”, “un desfile de vocablos convertidos en absolutos”. De ahí que el rumano no soportara a Hegel. Su fantástica construcción donde el absoluto (Dios) deviene, se desenvuelve, evoluciona y se encarna y expresa en las cosas finitas, la naturaleza y la historia, de manera racional, le parecía un exceso: “el absoluto que evoluciona, esa herejía de Hegel, se ha convertido en nuestro dogma, nuestra trágica ortodoxia, la filosofía de nuestros reflejos”.
Cioran no creía en los castillos de certezas de los filósofos, en ellos se falseaba la realidad, se la encorsetaba. Por eso optó, como Nietzsche, por el aforismo y el fragmento. ¿Por qué elegir el aforismo? Porque permite expresar las contradicciones, las ambigüedades: decir primero sí, luego no. El aforismo no es totalitario, no es un proceso, sino un resultado. Es la herramienta predilecta para la filosofía-confesión. El aforismo no tiene nada que ver con el llamado rigor filosófico, es un trabajo libre, espontáneo: “escribir aforismos es muy sencillo: vas a las cenas, una señora dice una tontería, eso te inspira una reflexión, vuelves a la casa, la escribes”. Desde luego, Cioran fue un maestro del aforismo como Lichtenberg o Nietzsche. En muchos de estos aforismos -más allá del humor, la ocurrencia brillante, el despliegue de ingenio y hasta la trivialidad socarrona que encontramos en algunos de ellos- Cioran logró tallar y cincelar ideas de gran calado irónico, crítico, polémico, existencial. Por ejemplo, en Del inconveniente de haber nacido, dijo: “Al permitir que el hombre sea, la naturaleza cometió algo más que un error de cálculo: cometió un atentado contra sí misma”.
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Sin embargo, más allá de este o aquél autor, de las contradicciones entre los sistemas filosóficos, sus absolutos; y más allá de ésta o aquélla forma de expresión filosófica, Cioran tuvo una relación ambigua con la filosofía. Ambigua porque, por un lado, muchas de sus ideas parten de la tradición filosófica, con la cual, valga decir de paso, siempre estamos en una relación dinámica; pero, por el otro, porque la filosofía misma parecía no colmar sus propias inquietudes, sus abismos y hasta sus obsesiones. Es decir, en él la filosofía no llegó a operar, realmente, como medicina para el alma o como terapia para la vida, según decía Cicerón. Esta relación tensa con la filosofía nació, como ya advertí, desde su juventud en Rumania.
En realidad, la postura filosófica de Cioran, la que sin duda se encuentra en la base de su propia producción y de su escalpelo crítico, es el escepticismo. Este opera en sus obras como aguijón contra el dogmatismo, contra los absolutismos de cualquier tipo. Por eso escribió: “me siento más seguro junto a un Pirrón que junto a un San Pablo”. El escepticismo, como se sabe, proviene de la antigüedad, se prolonga en Sexto Empírico, y renace en el siglo XV en Europa, donde poco tiempo después, jugará un papel crucial en la obra de Bacon y Descartes. Hay varios tipos de escepticismo, pero el más radical sostiene la imposibilidad del conocimiento, de la verdad; hay otro que opera como propedéutica para llegar al verdadero conocimiento, tal como en Bacon o la duda metódica cartesiana. Pues bien, Cioran está más cerca de la primera postura. En el escepticismo, dice Cioran en La caída en el tiempo, la razón se “declara una guerra así misma”, por eso este puede ser definido como un “conocimiento sin esperanza”. En Cioran, en verdad, es el escepticismo el que le permite lanzar dardos contra todo: la vida, el sentido, la historia, la utopía, la filosofía. Es un pensamiento corrosivo que se vuelve contra sí mismo; que destruye-sin moralismo alguno- cimientos, ataca certidumbres, verdades y convicciones. El resultado: se llega al nihilismo, a la carencia de sentido, a la falta del por qué.
El escepticismo, en estricto sentido, desemboca en el nihilismo. Es cierto que hay, como siempre, discusiones sobre este tópico en Cioran, pero es claro, a su vez, que la postura escéptica -además de ser suicida pues impide decir algo con pretensión de verdad -si llega incluso a rechazar la probabilidad, cae en un fondo donde es imposible sostenerse de algo-. Cioran cayó en el nihilismo, pero no lo suficiente, porque pudo planear y flotar sobre la nada. Él se mantuvo a flote en su existencia gracias al papel sublimador de la escritura, a su humor corrosivo, a su pluma venenosa y ligera. Logró, en fin, mantenerse a salvo de la disolución total y de la desesperación. Ese nihilismo es claro en Del inconveniente de haber nacido: “El número de horas que he gastado preguntándome sobre el sentido de todo lo que es, de todo lo que sucede… pero los espíritus serios saben que ese todo no tiene ningún sentido”. De manera más radical, en una conversación con Léo Guillet de 1982, dijo: “Por la reflexión y la experiencia interior he descubierto que nada tiene sentido, que la vida no tiene el menor sentido. Yo mismo he vivido en simulacros de sentido. Si sacamos la visión práctica de mi visión de las cosas, nos quedaríamos aquí hasta nuestra muerte, no nos moveríamos, no tendría el menor sentido abandonar el sillón en el que estamos sentados… La historia tiene un curso, pero carece de sentido. Si reflexionamos sobre las cosas, deberíamos dejar de actuar, de movernos. Deberíamos tirarnos al suelo y echarnos a llorar”. Como puede verse, Cioran era plenamente consciente de las consecuencias prácticas del escepticismo y del nihilismo, pero él logró “salvarse”, no se suicidó, si bien llegó a alabar el suicidio, y vivió bastantes años.
Creo que Cioran fue, en realidad, más allá de la filosofía. Esto es claro en su famoso fragmento “Adiós a la filosofía”, de su brillante libro Breviario de podredumbre, de 1949. Allí dice: “Me aparté de la filosofía en el momento en que se me hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana, ningún acento de verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás filósofos”. Filosofar es un oficio sin destino, que “Llena de pensamientos voluminosos las horas neutras y vacantes”. En realidad, y esto es clave en mi lectura, “Los verdaderos problemas no comienzan sino después de haberla recorrido o agotado”. Por eso, la filosofía se rinde ante lo desconocido, lo inescrutable, lo indemostrable, esos fondos que inquietan al hombre y lo mantienen suspendido, mirando al abismo, sin soluciones últimas.
Este “ir más allá de la filosofía” es claro para mí en un texto sobre María Zambrano, a quien conoció personalmente, donde dice: “En cuanto las mujeres se consagran a la filosofía, se vuelven presuntuosas y agresivas y reaccionan como advenedizas. Arrogantes y, sin embargo, inseguras, visiblemente extrañadas, no se encuentran, a todas luces, en su elemento. ¿Cómo es posible que el malestar que inspiran no se experimente nunca en presencia de María Zambrano? Con frecuencia me lo he preguntado y creo poseer una respuesta: María Zambrano no ha vendido su alma a la Idea, ha protegido su esencia única colocando la experiencia de lo Insoluble por encima de la reflexión sobre él, ha dado en suma un paso más allá de la filosofía”. Pues bien, este “paso más allá de la filosofía”, donde lo Insoluble no se aniquila con la razón o el sistema, lo dio el propio Cioran, y lo dio con ayuda de la música, la mística y la poesía, frente a las cuales la filosofía sólo guardaba una “profundidad sospechosa”. Para el rumano, al fin y al cabo, “No se puede eludir la existencia con explicaciones”, por eso la filosofía terminaba siendo inútil para colmar sus tribulaciones existenciales.
Lo invitamos a que escuche el capítulo 13 de la audionovela Yo Confieso