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Volver a leer la obra de Emil Cioran nos da la oportunidad de recordar un sugerente fragmento de La tentación de existir: “Conozco a una anciana loca que, esperando en cada momento que la casa se derrumbe sobre ella, pasa sus días y noches en guardia. Vagando por la habitación, escuchando las grietas, le irrita enormemente que el evento se retrase. En una escala mayor, el comportamiento de la anciana es el nuestro, el de todos nosotros. Vivimos con la esperanza de un colapso, incluso cuando pensamos en otra cosa”.
Para Cioran, una mirada lúcida sobre el universo no permite ni la más mínima esperanza. La creación es obra de una divinidad maléfica, de un “dios tarado” que ha viciado desde el principio las raíces de la existencia, desencadenando un proceso generalizado de corrupción y destrucción, generando el movimiento y el caos del cambio, pulverizando la armonía del todo original. El hombre es víctima de este error inicial, es un ser compuesto, naturalmente orientado hacia el mal, cohabitando con lo monstruoso y el horror, capaz de hacer el bien solo por casualidad.
La nostalgia del no nacido, del estado anterior a la creación, de la condición paradisíaca inicial, preverbal y preconsciente, está muy presente en la obra de Cioran. Si en sus volúmenes rumanos Cioran exaltaba la manifestación, el frenesí de la creación, alentando las exageraciones más terribles del ego, elogiando la individualidad y su fragilidad heroica, el Cioran de la época de madurez es un defensor de borrar las huellas, de renunciar a la ilusión del yo, de la extinción de las pasiones. Por esta razón, la historia le aparece como un territorio del mal, como un episodio necesariamente dañino que induce una evolución fatal, como una fuerza brutal y tempestuosa que somete todo a la corrosión implacable del tiempo, precipitando la cercanía del final.
Su pesimismo lo lleva no solo a una visión sombría de toda la estructura del mundo, en la que la preeminencia del mal es un hecho metafísico, sino también a una descripción cáustica de la naturaleza humana, inspirada en los grabados más devastadores de Goya o Hogarth. Es la dimensión moralista de Cioran, expresada de las formas más sorprendentes, forzando lo absurdo, lo paródico o lo macabro, apostando por el efecto retórico de la paradoja y la fórmula sofística, y que lleva a la formación de un verdadero catálogo de los vicios humanos, risibles o horribles, monstruosos o solo grotescos. Sin embargo, a diferencia de los moralistas franceses, que usaban la concisión del aforismo para proyectar una imagen objetiva de la humanidad, buscando un propósito pedagógico a través del despiadado desenmascaramiento de las pequeñeces e insuficiencias del alma de los individuos, proponiéndose así contribuir a su mejora moral, Cioran ofrece el espectáculo alucinante de un museo de horrores en el que la marca de su subjetividad está siempre presente. Además, no tiene ninguna ilusión sobre el posible efecto de sus escritos, no persigue ningún propósito moral, contentándose con inventariar meticulosamente la miseria de la humanidad, ilustrando así con material empírico su demostración sobre la hegemonía del mal, sobre el triunfo fácil y natural de lo maléfico.
Cioran desmonta todos los verdaderos resortes de los comportamientos de los individuos, eliminando sistemáticamente las motivaciones nobles o desinteresadas y revelando las razones profundas que las determinan, la mayoría de las veces innobles y ridículas, alimentadas por el resentimiento, la cobardía o la envidia. El mundo que describe Cioran es un infierno de vísceras, de pasiones irracionales que esclavizan los espíritus, incitando al castigo de los enemigos, al montaje de las maquinaciones más odiosas para obtener honores y supremacía, un mundo en el que solo funcionan la adulación y la hipocresía, el rencor y la impostura, sin dejar espacio para la sinceridad, la abnegación, el heroísmo o la admiración, que se convierten en simples palabras sin sustancia, instrumentos utilizados con perfidia para enmascarar la omnipotencia de impulsos viles, los únicos que resultan ser realmente reales.
Ejemplar de su posición desmitificadora es el análisis que consagra al amor. Su mirada se posa con ironía y bastante cinismo sobre un tema que le había entusiasmado en su juventud; y los pocos aforismos que le dedica resultan reveladores para su óptica desengañada, para el escepticismo disolvente con el que escruta todos los motivos invocados comúnmente y justifica la exaltación de los individuos, su necesidad de ideal, de transfiguración de una realidad a menudo ridícula. La visión del joven Cioran está dominada por la obsesión de lo vivo, del impulso incontenible, de la sobreabundancia, de la búsqueda de la experiencia extática, ya sea en el rapto místico o como consecuencia de la agonía orgásmica de los cuerpos; mientras que el Cioran que llega a la vejez parece no poder desprenderse ni un momento de la contemplación del esqueleto, de la carne en descomposición, de la revelación de la vanidad de todas las cosas.
Consistente con una óptica así, sorprende con sarcasmo los detalles corporales ignorados de forma deliberada por los partidarios de la idealización del amor, insistiendo en especial, en el ceremonial grotesco de la sexualidad, sobre la animalidad que gobierna la dinámica de los aparentemente elevados sentimientos, señalando las transformaciones que produce la ferocidad del deseo: “La carne es incompatible con la misericordia: el orgasmo convertiría a un santo en un lobo”. “Declaras la guerra a las glándulas, pero te postras ante los olores de cualquier prostituta... El orgullo es impotente frente al ceremonial de los olores, del incienso zoológico”.
En los escritos rumanos, la sexualidad, sin la cual el amor es imposible de imaginar, es la ocasión para una experiencia abisal, una oportunidad para trascender los límites, para alcanzar el paroxismo de la vida, un medio privilegiado para celebrar la vida, desequilibrar la razón, minimizar sus certezas y celebrar el misterio de la corporalidad. En los textos franceses, aparece como una marca de la naturaleza corrupta del hombre, una gesticulación ridícula, una gimnasia grotesca de los cuerpos, comparada, en términos de una tradición célebre por la severidad de sus fórmulas; una tradición que va desde los gnósticos hasta Lutero, a veces con un gruñido, a veces con un momento de “baboseo”. Para el joven Cioran, el hombre debe asumir su carnalidad hasta el final, utilizándola como un medio indispensable para vivir la magia de lo vital, aumentar las fuerzas de su espíritu, profundizar su actitud heroica, enfrentando la inevitabilidad trágica de la existencia y así intensificar las sensaciones y experiencias que intenta. En cambio, para el Cioran de los escritos franceses, el cuerpo es solo otro de los motores de la ilusión, solo otra fuente de proliferación de apariencias, otro de los adversarios del implacable escrutinio de la realidad, y la verdadera lucidez requiere ponerlo entre paréntesis, eliminar su efecto perturbador, extinguir la fuente de fantasías.
Valéry proponía la siguiente visión sobre los grandes espíritus: Devenir <grand homme> ce n’est que dresser les gens à aimer tout ce qui vient de vous; à le désirer. – On les habitue à son moi comme à une nourriture, et ils le lèchent dans la main. Mais il y a donc deux sortes de grands hommes : - les uns, qui donnent aux gens ce qui plaît aux gens; les autres, qui leur aprennent à manger ce qu’ils n’aiment pas”[2] Los admiradores de Cioran saben que él pertenece a la segunda categoría.
*Original inédito en rumano: “Un exorcist”. Traducción al español y notas por Miguel Ángel Gómez Mendoza (Universidad Tecnológica de Pereira-Colombia). Se traduce y publica con autorización del autor.