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Emma Reyes, pintar bajo el riesgo de perderse

Señal Colombia estrenó la serie “Emma Reyes, la huella de la infancia”, una propuesta de 13 capítulos de media hora en los que se cuenta la infancia y la juventud de la artista. Se emite los domingos a las 8:00 p.m.

María Paula  Lizarazo
01 de julio de 2021 - 02:00 a. m.
Emma Reyes, pintar bajo el riesgo de perderse
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En las primeras cartas que le escribió a Germán Arciniegas le contó que la señora María los dejaba encerrados durante horas a ella, a Helena y a un niño al que llamaban Piojo en un cuarto al que no llegaba el sol ni había rastros de comida. “¿La señora María no es su mamá?”, le preguntaría algún amiguito vecino del barrio San Cristóbal de Bogotá, “no sé, pero no me quiere”, respondería la pequeña Emma Reyes.

Emma Reyes, la huella de la infancia es protagonizada por Valeria Emiliani. Nicole Santamaría, quien interpreta a la señora María, expresó para El Espectador que uno de los retos de grabar una serie de época es “el lenguaje, que no se te vayan palabras que no se dijeran el siglo pasado”. Esta serie de 13 capítulos se presenta cada domingo en la noche por Señal Colombia y aborda los hechos narrados por Reyes en Memoria por correspondencia, el intercambio de cartas que tuvo la autora con Germán Arciniegas entre 1969 y 1997.

Trazos, trayectos

Emma Reyes nació en Bogotá en 1919. Fue analfabeta hasta la juventud. Tuvo una infancia cargada de hambre, violencia, silencio y el amor de su hermana Helena Reyes. Tras los primeros cuatro o cinco años en Bogotá, la señora María se las llevó a la casa en Guateque, en Boyacá.

En las cartas a Arciniegas le narró desde el recuerdo más antiguo que guardaba de su infancia hasta su vida en la mitad de la década de los treinta, casi 50 años más tarde y con una irrefutable virtud memoriosa y los ojos infantiles para nada desgastados.

Siendo una niña aprendió a observar y a callar, aunque, mayor, según decían sus cercanos, contaba historias con una exquisitez de la que carecen los silenciosos.

El duro trayecto a Boyacá fue “el debut de una vida que tendría por signo y como escuela la inclemencia de los duros caminos de América y más tarde los fabulosos caminos de Europa”. Unos años después la señora María las abandonó. Las hermanas terminaron internadas en un convento de monjas, del que Emma Reyes se escaparía y comenzaría un trayecto por América Latina a pie, en buses y trenes, vendiendo cajas de Emulsión de Scott, hasta que llegaría a Buenos Aires, a eso de 1943, en donde tanto silencio adquiriría materialidad.

En el convento fue la mejor bordadora del negocio de confecciones y lavados que las monjas salesianas ofrecían a sacerdotes, militares y clientas adineradas.

Ya en el sur del continente empezó a pintar como autodidacta y así fue hasta el final de sus tiempos. Nunca estuvo en una escuela de bellas artes ni intentó imitar a Picasso o a Dalí, su obra fue un constante movimiento que se debió a la intuición o al instinto, por lo que en Francia la catalogaron como artista naíf: “El artista autodidacta -escribió-, a diferencia del que ha pasado por una academia, es mucho más inquieto e inestable; siempre está en busca de algo nuevo y tiene el riesgo de perderse”. Y bajo ese riesgo de perderse fue haciendo su obra, conformándola de composiciones abstractas, collages y series en las que el hombre y la naturaleza comparten un vínculo intrínseco y parecen estar hechos por la misma materia: una herencia artística de los paisajes que vivió en el altiplano cundiboyacense de la América dejada.

En el 47 se ganó una beca para pintar unos meses en la academia del artista francés André Lothe. En el barco de Buenos Aires hacia París conoció a Jean Perromat, el hombre que amó. En París caminó galería tras galería, con sus lienzos bajo el hombro, intentando que le expusieran sus obras. En ninguna le abrieron las puertas hasta 1949, cuando tuvo su primera exposición individual en la galería Kléber. Y de Kléber viajó a Washington, invitada por el Departamento Cultural de la Unesco. A los dos años, de Washington se fue a México a trabajar con Diego Rivera, con él se acercó al muralismo y a Frida Kahlo. De México se trasladó a Milán, Florencia y Roma, y de Italia fue a Tel Aviv y Jaffa, en donde vivió por tres años en la Aldea de los artistas.

Aquella primera exposición en la galería Kléber albergó 54 obras en las que el color y la abundancia que apelaban a América Latina se fundían en escenas familiares y de mercados, y retratos de hombres y mujeres que emulaban las formas muralistas mexicanas que entonces aún no conocía.

Después de Estados Unidos, México, Italia y Oriente Medio, se restableció en Francia en el 62, en Périgueux. Allí dejó seis murales en la Escuela Normal y en la biblioteca. Fue cercana a Elsa Morante, Jean-Paul Sartre, Pier Paolo Pasolini y Enrico Prampolini. Y los artistas colombianos que iban migrando hacia París, como Luis Caballero o Fernando Botero, la apodaron La mama grande, por su recepción y cobijo entre los circuitos franceses.

En 1995 donó 200 de sus lienzos al Museo de Arte y Arqueología de Périgord. Otros pocos los custodia el Banco de la República. Y en la biblioteca Luis Ángel Arango se guardan los originales de Memoria por correspondencia, aquel intercambio de letras honestas:

“Jefe: Tú no me haces correcciones y no sé ni siquiera si lo que escribo es comprensible. Hay momentos que me parece confuso y no sé si en conjunto se puede seguir la historia. Yo no dejo copia, pues escribo directamente y ya no me acuerdo de lo que he escrito antes.

Besos para todos.

EMMA

París, 9/69”.

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Juliana(94626)01 de julio de 2021 - 02:51 p. m.
Extraordinaria serie!
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