Empiece a leer “El viento conoce mi nombre”, la nueva novela de Isabel Allende
Cuenta la vida de Samuel Adler, un niño judío que huye antes de la Segunda Guerra Mundial, y Anita Díaz, una niña trepada con su madre en un tren para escapar de El Salvador y exiliarse en Estados Unidos. En Colombia bajo el sello editorial Plaza & Janés.
Isabel Allende * / Especial para El Espectador
Los Adler
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Los Adler
Viena, noviembre-diciembre de 1938
Había en el aire un anticipo de desgracia. Desde temprano, un viento de incertidumbre barría las calles, silbando entre los edificios, introduciéndose por los resquicios de puertas y ventanas. «Es el invierno que ya está aquí», murmuró Rudolf Adler para darse ánimo, pero no podía atribuirle al clima o al calendario la opresión que sentía en el pecho desde hacía varios meses. (Recomendamos: Cormac MacCarthy fue vagabundo y así transformó esa experiencia en novela).
El miedo era una pestilencia de óxido y basura que Adler llevaba pegado en las narices; ni el tabaco de su pipa ni la fragancia cítrica de su loción de afeitar lograban atenuarla. Esa tarde el olor del miedo agitado por la ventisca le impedía respirar, se sentía mareado y con náuseas. Decidió despachar a los pacientes que esperaban su turno y cerrar la consulta temprano. Sorprendida, su asistente le preguntó si estaba enfermo. Trabajaba con él desde hacía once años y en todo ese tiempo el médico nunca había descuidado sus obligaciones; era un hombre metódico y puntual. «Nada serio, sólo un resfrío, frau Goldberg. Me iré a casa», replicó él. Terminaron de ordenar el consultorio y de desinfectar el instrumental y se despidieron en la puerta, como cada día, sin sospechar que no volverían a verse. Frau Goldberg se dirigió a la parada del tranvía y Rudolf Adler se fue caminando a paso rápido las pocas cuadras que lo separaban de la farmacia, con la cabeza enterrada entre los hombros, sujetándose el sombrero con una mano y su maletín con la otra. El pavimento estaba húmedo y el cielo encapotado; calculó que había lloviznado y que más tarde caería uno de esos chaparrones de otoño que siempre lo pillaban sin paraguas. Había recorrido esas calles miles de veces, las conocía de memoria y nunca dejaba de apreciar su ciudad, una de las más hermosas del mundo, la armonía de los edificios barrocos y art nouveau, los árboles majestuosos en los que ya empezaban a caer las hojas, la plaza de su barrio, la estatua ecuestre, la vitrina de la pastelería con su despliegue de dulces y la del anticuario, llena de curiosidades; pero en esa ocasión no levantó la vista del suelo. Llevaba el peso del mundo en los hombros.
Ese día los rumores amenazantes empezaron con la noticia de un atentado en París: un diplomático alemán asesinado de cinco tiros por un muchacho judío polaco. Los altavoces del Tercer Reich clamaban venganza.
Desde marzo, cuando Alemania había anexado a Austria y la Wehrmacht desfiló con su soberbia militar por el centro de Viena, entre los vítores de una multitud entusiasta, Rudolf Adler vivía angustiado. Sus temores habían comenzado unos años antes y aumentaron en la medida en que el poder de los nazis se fortaleció con el financiamiento y las armas de Hitler. Recurrían al terrorismo como arma política, aprovechando el descontento, especialmente de la juventud, por los problemas económicos, que se arrastraban desde la Gran Depresión de 1929, y el sentimiento de humillación que produjo la derrota de la Primera Guerra Mundial. En 1934 asesinaron al jefe de Gobierno, Dollfuss, en un fallido golpe de Estado, y desde entonces habían matado a ochocientas personas en diversos atentados. Amedrentaban a sus opositores, provocaban disturbios y amenazaban con una guerra civil. A comienzos de 1938 la situación de violencia interna era insostenible, mientras al otro lado de la frontera Alemania presionaba para convertir a Austria en una de sus provincias. A pesar de las concesiones que hizo el Gobierno ante las demandas alemanas, Hitler ordenó la invasión. El partido nazi austríaco había preparado el terreno y las tropas invasoras no sólo no encontraron ninguna resistencia, sino que fueron aclamadas por la mayor parte de la población. El Gobierno claudicó y dos días más tarde el mismo Hitler entró triunfante en Viena. Los nazis establecieron un control absoluto en el territorio. Toda oposición fue declarada ilegal. Las leyes germanas, el aparato de represión de la Gestapo y las SS, y el fanatismo antisemita entraron en vigor de inmediato.
Rudolf sabía que también Rachel, su mujer, quien antes había sido racional y práctica, sin la menor tendencia a imaginar desgracias, ahora estaba casi paralizada por la ansiedad y sólo funcionaba con ayuda de drogas. Ambos procuraban proteger la inocencia de su hijo Samuel, pero el niño, que iba a cumplir seis años, tenía la madurez de un adulto; observaba, escuchaba y entendía sin hacer preguntas. Al principio Rudolf medicaba a su mujer con los mismos tranquilizantes que les recetaba a algunos de sus pacientes, pero como le hacían cada vez menos efecto, reforzó el tratamiento con unas gotas poderosas, que conseguía en frascos oscuros sin etiqueta. Él las necesitaba tanto como ella, pero no podía tomarlas porque habrían interferido en su habilidad profesional.
Las gotas se las entregaba sigilosamente Peter Steiner, el dueño de la farmacia, que era su amigo desde hacía muchos años. Adler era el único médico a quien Steiner confiaba su salud y la de su familia; ningún decreto de las autoridades que prohibía las relaciones entre arios y judíos podía alterar la estima que los unía. En los últimos meses, sin embargo, Steiner debía evitarlo en público, porque no se podía permitir líos con el comité nazi del barrio. En el pasado habían jugado miles de partidas de póker y ajedrez, compartían libros y periódicos y solían ir de excursión a las montañas o a pescar para huir de las esposas, como decían entre risotadas, y en el caso de Steiner, escapar de su manada de hijos. Ahora Adler no participaba en los juegos de póker en la trastienda de Steiner. El farmacéutico recibía a Adler por la puerta trasera y le daba la droga sin anotarla en su contabilidad.
Antes de la anexión Peter Steiner jamás había cuestionado el origen de los Adler, los suponía tan austríacos como él. No ignoraba que eran judíos, como otros ciento noventa mil habitantes del país, pero eso nada significaba. Era agnóstico; el cristianismo en que se había formado le parecía tan irracional como todas las demás religiones, y sabía que Rudolf Adler también lo era, aunque practicaba algunos rituales por consideración a su mujer. Para Rachel era importante que su hijo Samuel tuviera el sostén de la tradición y de la comunidad judía. Los viernes por la tarde los Steiner solían ser invitados al shabat en casa de los Adler. Rachel y Leah, su cuñada, se esmeraban en los detalles: el mejor mantel, las velas nuevas, la receta de pescado heredada de la abuela, las hogazas de pan y el vino. Rachel y su cuñada estaban muy unidas. Leah había enviudado joven y no tenía hijos, de modo que se había apegado a la pequeña familia de su hermano Rudolf. Insistía en vivir sola, aunque Rachel le había rogado que se mudara con ellos, pero los visitaba a menudo. Era muy sociable, y colaboraba en varios programas de la sinagoga para ayudar a los miembros más necesitados de la comunidad. Rudolf era el único hermano que le quedaba, desde que el menor había emigrado a un kibutz en Palestina, y Samuel era su único sobrino. Rudolf presidía la mesa del shabat, como se espera del padre de familia. Con las manos sobre la cabeza de Samuel pedía que Dios lo bendijera y protegiera, que le diera gracia y le concediera la paz. En más de una ocasión Rachel sorprendió un guiño entre su marido y Peter Steiner. Lo dejaba pasar pensando que no se trataba de un gesto de burla, sino sólo de complicidad entre ese par de descreídos.
Los Adler pertenecían a la burguesía secular y culta que caracterizaba a la buena sociedad vienesa en general y a la judía en particular. Rudolf le había explicado a Peter que su gente había sido discriminada, perseguida y expulsada de todas partes durante siglos, por eso le daba mucho más valor a la educación que a los bienes materiales. Podían ser despojados de todas sus posesiones, como había ocurrido constantemente a lo largo de la historia, pero nadie podía quitarles la preparación intelectual. Un título de doctor era mucho más respetado que una fortuna en el banco. Rudolf provenía de una familia de artesanos orgullosa de que uno de ellos fuera médico. La profesión otorgaba prestigio y autoridad, pero en su caso no se traducía en dinero. Rudolf Adler no era uno de los cirujanos de moda ni profesor en la antigua Universität Wien, era un médico de barrio, estudioso y desprendido, que atendía gratis a la mitad de sus pacientes.
La amistad de Adler y Steiner se basaba en profundas afinidades y valores: ambos tenían la misma curiosidad voraz por la ciencia, eran amantes de la música clásica, lectores impenitentes y simpatizantes clandestinos del partido comunista, que estaba prohibido desde 1933. También los unía una repulsión visceral por el nacionalsocialismo. Desde que Adolf Hitler había pasado de ser canciller a proclamarse dictador con poderes absolutos, se juntaban en la trastienda de la farmacia a lamentarse por el mundo y el siglo en que les tocaba vivir y a consolarse con un brandi capaz de corroer metales, que el farmacéutico destilaba en el sótano, un socavón de múltiples usos, donde guardaba en perfecto orden lo necesario para preparar y envasar muchos de los medicamentos que vendía. A veces Adler llevaba a su hijo Samuel a ese sótano a «trabajar» con Steiner. El niño se entretenía durante horas mezclando y embotellando polvos y líquidos de colores que el farmacéutico le daba. Ninguno de sus propios hijos gozaba de ese privilegio.
A Steiner le dolía en la propia alma cada ley destinada a aplastar la dignidad de su amigo. Le había comprado nominalmente el local del consultorio y su apartamento, para impedir que se los confiscaran. El consultorio se hallaba muy bien ubicado en la planta baja de un edificio señorial y Adler vivía con su familia en el primer piso; en esas propiedades estaba invertido todo el capital del médico, traspasarlas a nombre de otro, aunque fuera su amigo Peter, fue una medida extrema que tomó sin consultarlo con su mujer. Rachel jamás lo hubiera aceptado.
Rudolf Adler procuraba convencerse a sí mismo de que la histeria antisemita se calmaría pronto, ya que no tenía cabida en Viena, la ciudad más refinada de Europa, cuna de grandes músicos, filósofos y científicos, muchos de ellos judíos. La retórica incendiaria de Hitler, que había ido subiendo de tono en los últimos años, era una manifestación más del racismo que sus antepasados habían soportado, pero que no les impidió convivir y prosperar. Por precaución había retirado su nombre de la puerta del consultorio, lo cual era un inconveniente menor, ya que había ocupado ese local durante muchos años y era bien conocido. Su clientela se redujo, porque los pacientes arios tuvieron que abandonarlo, pero suponía que cuando se enfriaran los ánimos en la ciudad, volverían. Confiaba en su habilidad profesional y su reputación bien ganada; sin embargo, a medida que pasaban los días y el clima de tensión empeoraba, Adler comenzó a sopesar la idea de emigrar a otra parte para escapar del temporal desatado por los nazis.
Rachel Adler se metió una pastilla en la boca y la tragó sin agua, mientras aguardaba que le dieran el cambio en la panadería. Iba vestida a la moda, en tonos de beige y burdeos, con chaqueta ajustada en la cintura, sombrero ladeado, medias de seda y tacones altos; era bonita y todavía no había cumplido los treinta, pero su expresión severa le echaba varios años encima. Trató de ocultar el temblor de sus manos en las mangas y responder en tono liviano a los comentarios del panadero sobre el atentado en París.
—¿Qué pretendía ese muchacho idiota que mató al diplomático? ¡Polaco tenía que ser! —exclamó el hombre.
Ella venía de darle la última clase a su mejor alumno, un chico de quince años que estudiaba piano con Rachel desde los siete, uno de los pocos que tomaban la música en serio. «Perdone, frau Adler, usted comprende…», le había dicho la madre al despedirla. Le pagó tres veces el valor de la clase y estuvo a punto de darle un abrazo, pero se contuvo por temor a ofenderla. Sí, Rachel lo comprendía. Estaba agradecida, porque esa mujer le dio empleo durante varios meses más de los debidos. Hizo un esfuerzo por contener las lágrimas y retirarse con la cabeza en alto; le tenía cariño a ese chico y no lo juzgaba por llevar con orgullo el pantalón corto de color negro y la camisa parda del uniforme de las Juventudes Hitlerianas, bajo el lema de «sangre y honor». Todos los jóvenes pertenecían al movimiento, era prácticamente obligatorio.
—¡Mire usted el peligro en que ese polaco nos ha puesto a todos! ¿Ha oído lo que dicen por la radio, frau Adler? —siguió pontificando el panadero.
—Esperemos que esto no pase de las amenazas —dijo ella.
—Váyase pronto a su casa, frau Adler. Andan grupos de muchachos alborotados por las calles. Usted no debe andar sola. Enseguida va a oscurecer.
—Buenas tardes y hasta mañana —balbuceó Rachel, colocando el pan en su bolsa y el cambio en su monedero.
Una vez afuera aspiró el aire frío a pleno pulmón y trató de desprenderse de los oscuros presagios que la asaltaban desde el amanecer, mucho antes de escuchar la radio y los rumores alarmantes que circulaban por el barrio. Pensó que las nubes oscuras anunciaban lluvia y se concentró en lo que le faltaba por hacer. Debía pasar a comprar vino y velas para el viernes, su cuñada vendría a su casa para el shabat, como hacía todas las semanas, y también los Steiner con sus hijos. Sintió que a pesar del medicamento que acababa de tomar, los nervios podían traicionarla en plena calle —necesitaba sus gotas—, y decidió dejar las compras para el día siguiente. Dos cuadras más adelante vio el edificio donde vivía, uno de los primeros de puro estilo art nouveau, construido a fines del siglo XIX. Cuando Rudolf Adler compró un local a pie de calle para su consultorio, y un apartamento para su familia, las líneas orgánicas, las ventanas y balcones curvos y los vitrales de flores estilizadas habían escandalizado a la conservadora sociedad vienesa, acostumbrada a la elegancia barroca, pero el art nouveau se impuso y en poco tiempo el edificio se convirtió en un punto de referencia en la ciudad.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.