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— ¿Cree usted que con una tecla se puede cambiar el mundo?
El joven de la boina se queda mirándolo. Separa sus manos, levanta un dedo, el índice, el más importante de todos, aquel que facilita y acompaña las palabras:
— Una tecla, un pedal, el canto de un corista y hasta la tela del tambor.
El piano de fondo anuncia que su respuesta es justa. En el salón se respira concentración y detenimiento; los únicos que hablan son estos dos hombres, que entre susurros sienten la necesidad de interrumpir, de cuestionar lo que ocurre. Podría pensarse que incluso son maleducados, que hacen parte de esa juventud que poco aprecia un instrumento, mezclándolo con sonidos sintéticos o utilizándolo para decorar videos viralizables. Podría sospecharse que no piensan gran cosa de la mujer sentada allí, con la espalda erguida, las manos sobre el piano y los codos dictaminando el rumbo que debe tomar la sonata, adagio sostenuto, cuya partitura sirve como única compañía sobre el escenario. Incluso que no están aquí por convicción propia que, las cosas de la vida, o más propiamente dicho, los estudios, los han traído.
Pero lo que no se dice, lo que no se expresa por ningún lado, y quizás solo se pueda percibir desde tan cerca, es que en tales palabras se esconde la amargura y el sueño de ser quien no se es. De disfrutar la belleza de la música y a la vez de padecerla, de sentir por un momento el inmenso deseo de ser dueño de aquellos codos y de aquellos ojos, entregados a las teclas, mirando de reojo los compases.
Dirán que es necesario mantener silencio, que sus palabras no deben acompañar las notas. ¿Pero, si éstas son no más que un resultado, una muestra de asombro? ¿Si éstas yacen en la misma escala? Porque después, cuando culmine la sonata, cuando la doble barra emerja, volverán los problemas, volverá el ruido. Porque es la música la que traza el comienzo y el fin del silencio.
Sin detenerse, la melodía se ralentiza, los dedos se relajan, saben que estos compases son de descanso, para ellos y para los oídos de quien escucha. ¡Y de repente viene el estruendo, los cuasi golpes al instrumento, el catacombe de cuerdas que parecen chocar entre sí! Tan pesada belleza permite de vuelta el habla a estos dos hombres, pero ya no alcanzo a entender sus palabras, ni siquiera desde tan cerca, ni siquiera al inclinar mi cuerpo hacia ellos. Aun así, por sus gestos, lo único que advierto yo, es el anhelo, o a mejor decir, la envidia humana, a veces tan malinterpretada, sujeta al repudio, al destierro, cuando es de lo más puro de sentimientos, si viene con conciencia y con admiración.
La música necesita deseo, necesita envidia, y ésta, aunque por momentos esclaviza y envenena, ¿acaso es inútil? ¿Acaso es maligna si lo que añora es belleza? Si la envidia es puesta al servicio de la belleza, no tiene otro destino que crear más de ella…
De manera que son muchas las palabras que quizás deban emplear estos y muchos otros hombres, para colmar su carencia, para que aquel inmenso e instantáneo anhelo se aliviane. Habrá otros, que no hablan, que mantienen el deseo mudo, aquellos en quienes confiamos para que tan divino silencio nunca muera, aquellos cuya envidia y vocación absoluta es nuestra única esperanza.
Y es la envidia la que con halago confieso que también yo conozco, al estar aquí, entre mortales, escuchando las últimas notas del movimiento de Ludwig, antes de los aplausos, y antes del ruido.
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