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Si bien hoy en cualquier librería de Colombia o por internet es relativamente sencillo conseguir en nuevo o usado cualquiera de los libros del Nobel de literatura colombiano, hace diez años un artículo de Nicolás Morales publicado en la revista Semana señalaba: “El asunto es tan simple como siniestro: las librerías independientes en Colombia, por cuenta de un sistema absurdo de ventas en firme y de penalidades, no pueden distribuir los libros de Gabriel García Márquez”. Si era complicado conseguirlos, qué no diríamos de leerlos fuera de los esquemas preestablecidos.
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Buena parte de los comentarios que se hacen a la obra de García Márquez tienen la marca del llamado “realismo mágico”, perspectiva que permite encajar en una sola explicación pueblos bananeros y violencia política; despotismo y trópico; muchachas voladoras y coroneles idealistas; atavismos sexuales y folclor; juegos de palabras y formas de adjetivar.
Con el paso de los años, escritores y periodistas encontraron en este concepto una estrategia de acción o explicación para casi cualquier cosa; los narradores sabían que la cercanía o distancia que tomaran respecto de él les daría un lugar más central o más marginal en el campo literario. Los periodistas usan y abusan de esa categoría básicamente para meter allí cualquier cosa: la misoginia en muchas expresiones de música popular, un pueblo sin acueducto, decenas de hechos de corrupción, un embarazo de trapo, una falsa ilustradora, todo es susceptible de ser leído como expresión del “realismo mágico”.
Pero, ¿de dónde viene el mote? El crítico alemán Franz Roh lo usó en los años veinte del siglo pasado para hablar de pintura, la academia norteamericana y europea lo usó para meter allí buena parte de la narrativa caribeña de los años 50 en adelante, y más tarde vino a pelo para explicar escenas referidas en los libros del autor colombiano: una caravana de gitanos, una calle de turcos, una llovizna de minúsculas flores amarillas, una muchacha que vuela en medio del deslumbrante aleteo de unas sábanas, un joven que aparece siempre rodeado de mariposas amarillas. En el mejor de los casos, con la lógica del “realismo mágico” profesores y lectores sagaces de muchas latitudes cazan ejemplos, dentro o fuera de las obras de García Márquez, que ilustren anécdotas estrafalarias asociadas con escenas de violencia política, arcaísmos léxicos, alusiones a la gastronomía caribe y tras el hallazgo anuncian: “he ahí el ‘realismo mágico’”, he ahí un lugar común que a estas alturas sirve para hablar de todo y quizá, por lo mismo, ya no significa nada.
Estamos a punto de conmemorar los setenta años de La hojarasca (1955), los sesenta de Cien años de soledad (1967), los cincuenta años de El otoño del patriarca (1975), los cuarenta años de El amor en los tiempos del cólera (1985), los treinta de Del amor y otros demonios (1995). Estamos a semanas de evocar los diez años de la muerte de Gabriel García Márquez y es bienvenido un nuevo libro, pero quizá sean más bienvenidas nuevas lecturas para viejos libros.
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Solo a manera de ejemplo, si abrimos La hojarasca y hacemos a un lado la fórmula del “realismo mágico” quizá lo primero que vemos son los detalles léxicos, sintácticos y morfológicos que dejan ver la manera en que un muchacho costeño hace setenta años construyó una obra de arte. Sin saber inglés, leyendo en regulares traducciones, García Márquez asimiló y reformuló sus lecturas de La señorita Dallowey (1925) y Mientras agonizo (1930), tejió una obra de arte en la que, de una parte, concentró una situación en un intervalo de tiempo mínimo y, de otro lado, presentó una misma escena con varios narradores y varias perspectivas.
Solo revisando ese aspecto, sin duda se desborda el importado esquema crítico del “realismo mágico”. Pero hay más, si hoy leemos de nuevo toda la novela en detalle, o por ejemplo, la escena en la que el coronel trae a Meme “por la mitad de la plaza con esa actitud soberbia y desafiante que adopta cuando hace algo con lo cual no estarán de acuerdo los demás”, es inevitable pensar en la preocupación ética que vehicula la obra, es inevitable pensar en los esquemas racistas, clasistas, machistas y aporofóbicos que inundan las páginas de nuestros periódicos, la radio o la televisión en Colombia al ocuparse, por ejemplo, de una vicepresidenta negra, de una embajadora arhuaca, de unos funcionarios que no se educaron en el marco del privilegio bogotano, paisa o barranquillero, que como buldócer se impone para negar la multiculturalidad del país.
Algo similar se podría decir de El coronel no tiene quien le escriba. Es imposible leer esa pequeña obra maestra sin advertir la perfección con la que la prosa focaliza y detalla objetos: “con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”. Es imposible leerlo sin reconocer la manera en que hace mover la mirada como si fuera una cámara que permite construir con palabras panorámicas de escenarios, una cámara que con el mínimo de recursos verbales logra el máximo en imágenes: “Después salió a caminar por el pueblo paralizado en la siesta dominical. No había nadie en la sastrería. El consultorio del médico estaba cerrado. Nadie vigilaba la mercancía expuesta en los almacenes de los sirios. El río era una lámina de acero.”
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El García Márquez que escribe eso juega con la morfología de los periodos oracionales, impone un ritmo en el que intercala frases cortas y largas, no es un premio nobel, es apenas un joven periodista que acaba de llegar a Europa, que está aprendiendo sobre cine italiano - el gran cine del momento -, que se está familiarizando con el cine de Vittorio De Sica y con los guiones de Cesare Zavattini, que conoce, por ejemplo, una película sobre un viejo llamado Umberto Domenico Ferrari, un funcionario jubilado, que apenas sobrevive con una miserable pensión y que concentra su afecto en un perrito llamado Filke al que está buscando conseguirle un hogar. También aquí se descarta definitivamente el chato y aburridor “realismo mágico”.
Releer hoy El coronel no tiene quien le escriba es advertir el predominio técnico de la economía verbal en la escritura, la detallada fijación en recursos intertextuales, la solidez estructural y la propuesta ética de esa obra: gracias a ese coronel enfrentamos la carencia con humor y buscamos soluciones en la legalidad, siempre sabemos que la ilusión “no se come, pero alimenta”; si la corrupción nos rodea nos mantenemos en la decencia; si el hambre nos arrincona debemos mantenernos en nuestros principios, aunque tengamos que sufrirlo.
Leer hoy a García Márquez es advertir que varios de sus cuentos deben la estructura a Las novelas ejemplares de Cervantes, que la originalidad del colombiano también se mide porque deja un guiño aquí a una novela de caballería española, otro guiño allá a un tópico renacentista, y más allá un homenaje a una novela medieval francesa o a algunos escritores de su época.
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El asunto es leerlo, dejar a un lado los esquemas prefabricados, leerlo advirtiendo que incluso las novelas nos dejan las pistas para que los rectores nos asombremos frente a cada descubrimiento, como cuando describe el equipaje del alter ego que “se fue a París con dos mudas de ropa, un par de zapatos y las obras completas de Rabelais”. Leer hoy a García Márquez es reconocer sin rubor las deudas que Cien años de soledad (1967) tiene con Los recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro, es reconocer que mucho antes de que naciera Mauricio Babilonia, ya en la novela de Garro, en las calles de Ixtepec, un personaje aparecía rodeado por minúsculas mariposas amarillas, asociadas siempre con el “realismo mágico” pero pocas veces reconocidas como una relación intertextual, un palimpsesto: “Y mientras tanto mi belleza ilusoria y cambiante se consumía y renacía como una salamandra en mitad de las llamas. En vano cruzaban los jardines nubes de mariposas amarillas: nadie agradecía sus apariciones repentinas.”
A pocas semanas de cumplir diez años del fallecimiento del Premio Nobel de Literatura, claro que es bienvenido un libro asociado con la firma del autor colombiano, pero quizá más que nuevas “obras” son urgentes nuevas y detalladas lecturas que enfaticen por ejemplo el lugar central que tiene la amistad en Cien años de soledad; que atiendan a la ecología y la sanidad pública como asuntos decisivos en El amor en los tiempos del cólera; que estudien desde la perspectiva de la interculturalidad y el respeto por los saberes no tradicionales Del amor y otros demonios.
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Saludar la publicación de En agosto nos vemos no es un obstáculo para leer y comparar otras obras publicadas en vida del autor, para mirar, por ejemplo, cómo se presenta “el muladar estancado de la bahía” de Cartagena de Indias, cómo en varias obras caracteriza el despotismo, la crueldad, pero también la fragilidad de los militares. Bienvenido el texto que él refundió entre un cajón y que ahora nos presentan como novela, pero más bienvenidas serían nuevas propuestas de lectura que nos renueven en el reconocimiento de que, cuando abrimos muchos de los libros publicados en vida del autor, estamos frente a clásicos de la literatura universal, frente a obras que desbordan los esquemas prestados, que estamos frente a un autor que desde hace mucho tiempo solo es equiparable con don Miguel de Cervantes: un clásico, siempre antiguo y siempre nuevo.
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