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En busca del tiempo perdido de Diana Cristancho (Tras escena)

Primera entrega de “Tras escena”, un especial sobre historias de personas que participaron en rodajes de películas. Recordando el título de la novela de Marcel Proust, contamos el caso de una de las mujeres que se ocupó de la alimentación del equipo que produjo “Señorita María”, película de Rubén Mendoza.

Laura Camila Arévalo Domínguez
20 de julio de 2022 - 01:00 a. m.
Mientras el equipo de producción de “Señorita María” rodaba las escenas de la película, Diana Cristancho se ocupaba de la alimentación y el aseo de la casa que ocuparon en Boavita, Boyacá.
Mientras el equipo de producción de “Señorita María” rodaba las escenas de la película, Diana Cristancho se ocupaba de la alimentación y el aseo de la casa que ocuparon en Boavita, Boyacá.
Foto: Santiago Mendoza
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El primer día de colegio, Diana Cristancho se fugó de la casa. Tenía diez años. Cuando creció, se esforzó por no repetir violencias, pero no sabremos si lo logró porque, en este momento, prefiere no hablar; y no por reserva, sino por dolor. Tiene cáncer, pero el tratamiento parece no estar cumpliendo con el propósito de salvarle la vida. “Ella no se ha matado porque tiene hijos, cree en Dios y aún le queda algo de fuerza”, dijo uno de sus amigos.

Durante el rodaje de Señorita María, colaboró con la preparación de las comidas, el lavado de la ropa y mantenimiento de la casa donde se alojó el equipo de producción. Y así fue como conoció a Rubén Mendoza, el director del filme, quien la recuerda curiosa y atenta a lo que ellos contaban de cada escena.

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La película se rodó en Boavita, Boyacá. Rubén Mendoza y su equipo contrataron a tres o cuatro personas que los ayudaran, para evitar distracciones: “Tienes que aprovechar el tiempo, porque es dinero. Fuimos muy milimétricos”, contó Mendoza, quien se sintió cómodo con Cristancho desde que la conoció. “Hay gente que pasa desapercibida por tu vida, que ni les importaste ni te importaron; otra que te cae mal, y entonces la evitas. Y está la gente que te cae bien, así que sigues en contacto. Eso fue lo que me pasó con ella. Lo que más me gusta del cine es la experiencia humana. Muchas veces es más importante lo que pasa detrás de cámaras, porque quedas conectado con alguien por la razón que quieras: su actitud, su energía, su humor, su historia. Ahora me duele muchísimo su presente, no poder ayudarla”, agregó el director.

Al hablar de Cristancho, la voz de Mendoza se ensucia. Se oye dolorido, como si lo que dijera fuese atravesado por un filtro, por un colador: salen palabras a cuadritos. Parece que se queda sin aire, así que se detiene. Retoma con un gemido. Otra vez le duele. “¿Que yo no pueda con mi propio dolor? ¿Que los demás trafiquen con mi salud, con mi dolor? ¡Qué canallada!”.

Diana es una mujer de piel color café con leche, tirando más a café. Sonríe y se asoman unas fichas blancas y cuadradas, casi perfectas, que contrastan con sus pómulos, que parecen cumbres de montañas. Si alguien quisiera acariciarle la cabeza, tendría que pasar por una cascada negra y abundante de cabellos negros y ensortijados. No se resiste al chiste. Si hay que burlarse, se burla, pero conserva la distancia, que la cuida de parecer confianzuda o atrevida; más bien, se percibe traviesa.

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Justo ahora sus ojos, que todos los que la conocen describen como divertidos y muy negros, solo filtran lágrimas. Hace cinco años le diagnosticaron un tumor que parecía benigno, pero resultó maligno, y por cuenta de la burocracia, los errores humanos y la inclemencia de la enfermedad, dice que los médicos “la desahuciaron”.

Dulce Mendoza, tía de Rubén y amiga de Cristancho, contó que en un pueblo como Boavita había muy pocas personas afiliadas a una EPS, así que eran atendidas por el Sisbén. “El sistema no funciona: le hicieron una cirugía convencidos de que era un lipoma (tumor benigno), pero se dieron cuenta de que no, de que era grave. Después, la entidad que le estaba prestando el servicio cerró, así que la trasladaron. Y ahí se iba perdiendo el tiempo. Las enfermedades avanzan sin importar lo que pase con los contratos”.

Cristancho dice que la quimioterapia la deja “como un trapo” y que lo que necesita es que le amputen el brazo. Su historia con esta enfermedad comenzó en 2017, año en el que sintió una protuberancia en el brazo izquierdo. Le dolía y pidió que la revisaran. Pasó un año y medio para que le hicieran una cirugía con el fin de extraer aquellas masas (febrero de 2019). Cuando le dieron los resultados, concluyeron que el primer diagnóstico (lipoma) no era correcto, y lo que tenía era un “posible sarcoma de tejidos blandos”, pero la patología fue entregada tres meses después y con el nombre de Cristancho mal escrito, así que el médico ortopedista ordenó un examen confirmatorio. El resultado llegó un año después. Un oncólogo le autorizó seis ciclos de quimioterapia, tres días al mes, de los que solo se pudo realizar cuatro: la cambiaron de EPS. El 21 de octubre de 2021, regresó adonde una especialista en oncología clínica (en su nueva EPS llamada Cajacopi), que le ordenó una serie de medicamentos “fundamentales” para continuar con el tratamiento según su diagnóstico: condrosarcoma de antebrazo izquierdo con gran lesión tumoral. Ella los solicitó, pero tuvo que poner una tutela el 3 de febrero de 2022 por demoras en el trámite. En este momento, recibe quimioterapias.

Cajacopi contestó que a la paciente se le habían prestado todos los servicios autorizados y requeridos para su enfermedad, pero ella tuvo que poner una tutela para que continuaran con su tratamiento.

La EPS también fue contactada por El Espectador. Respondió que sí, que Cristancho presentó una acción de tutela y el área jurídica envió la respectiva respuesta al juzgado, adjuntando autorizaciones: “Ante esto, el juzgado emitió un fallo a favor de Cajacopi EPS, argumentando el cumplimiento de la autorización solicitada. A la fecha, en contacto telefónico con la usuaria, le ha manifestado a Cajacopi EPS que no tiene autorizaciones pendientes. Además, Cajacopi EPS se comunicó con la IPS Centro de Cancerología de Boyacá, entidad que actualmente garantiza el tratamiento recibido por la usuaria y refieren que, hasta el sábado 2 de julio, le corresponde control de oncología para programación de quimioterapia y cuenta con programación de transporte para el control respectivo”.

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Y sí, Diana Cristancho está recibiendo quimioterapia, pero tiene dos reparos: las autorizaciones se han demorado y su enfermedad se ha agravado, además de que después de cada sesión de quimioterapia el dolor la deja en tal grado de desgaste, que solo puede pensar en morfina. Insiste en que no necesita quimioterapia. Ella quiere que le quiten el brazo. “Es mentira que ellos estén pendientes de mí. Las autorizaciones están, sí, ¿pero de qué me sirve de que se concreten meses y hasta años después”.

El Espectador consultó con el doctor Luis Carlos Gómez, oncólogo ortopedista del Instituto Cancerológico, quien leyó la tutela interpuesta por Diana Cristancho y su historia clínica. Su primera impresión: “Ella no debería estar recibiendo quimioterapia”.

Según Gómez —aclarando que no ha examinado a la paciente y que solo cuenta con la información de la historia clínica—, la quimioterapia no es la mejor respuesta. “Claro, la EPS responde que no le han negado los servicios, pero es que esos servicios no han sido los más adecuados. Por la burocracia, el sistema, los convenios, etc., el tiempo pasa. Además, hay errores humanos, pero nada de esto frena el avance de la enfermedad. Repito que tendría que examinarla, pero es probable que la paciente tenga toda la razón y lo que necesite sea una amputación”, concluyó el médico.

Para Jorge Iván Londoño* —directivo de una EPS que prefirió no especificar y con más de 28 años de experiencia en el sistema de salud—, el caso de Diana Cristancho sirve para que el país, su sistema de salud y, sobre todo, sus médicos se hagan preguntas con respecto a la real función e importancia de sus profesiones.

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Propone preguntarse qué pasa con un paciente que lleva la mitad de la quimioterapia hecha y lo deben cambiar de oncólogo. E intenta responder —porque no tiene toda la verdad, aclara—: cuando se cierra una EPS, el paciente debe pasar a otra entidad, pero queda con autorizaciones pendientes. Y vuelve a cuestionarse: ¿de quién es el paciente: de la EPS o del médico? Y concluye que esas respuestas suelen ser muy convenientes: “Si hay posibilidad de que se enrede un pago, suspenden tratamiento y no importa si la paciente está en riesgo, si su cáncer está muy avanzado, si necesita quimioterapia más agresiva”.

Si no hay tratamiento, el cáncer es mortal, así que insiste en que se debería terminar lo que se empieza, independientemente de los contratos y los pagos. Según él, a un paciente de cáncer se le debería tratar como a un ciudadano que llega a un servicio de urgencias y necesita una reacción inmediata: primero se le estabiliza y se le salva, y después se habla de plata.

También aclara que la EPS autoriza lo que los médicos ordenen. “Hasta que los médicos tratantes le recomienden a la paciente algo para el dolor o decidan que no se debe operar, la EPS no puede hacer nada”.

A diferencia del doctor Gómez, Londoño cree que la razón por la que la están tratando con quimioterapia es la agresividad del tipo de cáncer que ella padece: hay que matar las células que están en la sangre antes de que se siembren en algún tejido. “Si ella necesita una cirugía urgente, es el médico quien debe mandársela, no la EPS, porque de hecho se ve que le han dado todas las autorizaciones, todo lo que le han pedido”.

*Cambiamos los nombres de las algunas de las personas que participaron en este texto por posibles retaliaciones.

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Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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