En homenaje a Johnny Pacheco: Un príncipe en Zaire
Un texto para recordar a Johnny Pacheco, genio y figura estelar de la historia de la salsa, creador de la mítica Fania All Star, fallecido hoy en Nueva York.
Sorayda Peguero
Imagínense un pájaro de acero con semejante pasaje: B. B. King, The Pointer Sisters, James Brown, Sister Sledge, Spinners y, entre otros, la cuadrilla latina de Fania All-Stars. El vuelo privado, que salió de Estados Unidos rumbo al aeropuerto de Kinsasa, en Zaire, se estaba haciendo demasiado largo y aburrido. A las tres de la mañana, una voz con acento boricua dijo: “Mi helmano, ¿y será que eta vaina vuela con leña? Llevamos como doscientas horas en el aire y yo no veo tierra por ningún lao'”. Johnny Pacheco sacó su flauta y Celia Cruz le marcó el tempo con el tacón de un zapato. Se armó la rumba. Nadie más volvió a hablar de hastío, pero cerca de las cinco los gringos empezaron a mirar con sospecha a los latinos, como queriendo decir: “¿Dónde será que se apaga esta gente?”. En el aeropuerto de Kinsasa, una fila de limusinas esperaba a las estrellas que actuarían en el festival Zaire 74, a punto de celebrarse en el estadio Statu Hai. Cuando los viajeros trasnochados bajaron del avión, notaron la caricia del viento tibio de África, y escucharon la bulla de una multitud que se extendía por la ruta del aeropuerto al hotel. La gente solo gritaba: “¡Pacheco! ¡Pacheco! ¡Pacheco!”. Antes de entrar en su limusina, Celia Cruz dio media vuelta para dirigirse a su camarada: “Dime una cosa, Pacheco, ¿a cuántos dominicanos tú le pagaste el viaje pa’ que te formaran este recibimiento?”. Pacheco abrió los brazos y se marcó tres pasitos: “¡La gracia que Dios me dio, mi negra!”.
Le sugerimos leer Murió Johnny Pacheco, uno de los fundadores de la Fania All-Stars
La primera vez que Johnny Pacheco se subió a un avión tenía once años. Los Pacheco Kiniping partieron de la República Dominicana por una cuestión de supervivencia. El papá de la criatura, don Rafael Azarías Pacheco, era director de la orquesta favorita del dictador Trujillo. “Mi padre era el mejor clarinete de la República Dominicana, dirigía la orquesta Santa Cecilia, pero también era sastre, y cosía a mucha velocidad. Llevaba el ritmo con la puntada, y silbaba la melodía. Cuando llegaba a la solapa del saco, retardaba la puntada, y yo le preguntaba: ¿Qué ritmo estás cosiendo, papá? Y él me respondía: Un bolero”[1]. Cuando Trujillo propuso un nuevo nombre para su orquesta preferida, uno que lo ensalzaba con gran pompa, don Rafael pensó: “Trujillo que se vaya al infierno”. Contrariar un capricho del dictador era como jugarse la vida en la ruleta rusa. Unos años más tarde, el nombre del hijo menor de don Rafael le daba la vuelta al mundo ligado a la palabra “salsa”.
Bastaron cuarenta y ocho horas para que el pequeño Johnny empezara a tocar las notas del merengue Compadre Pedro Juan con la armónica que su papá le regaló un Día de Reyes. Luego aprendería a tocar el violín, el clarinete, el saxofón, el acordeón, algunos instrumentos de percusión y la flauta, su predilecta. Después de las radionovelas cubanas que su mamá escuchaba por las tardes, empezaba el programa de Arcaño y sus Maravillas, una orquesta de danzón dirigida por Antonio Arcaño, el flautista que inspiró su preferencia por el instrumento “que le hace cosquillas a los pies del bailador”. En eso pensaba Pacheco cuando componía sus temas: en el bailador que acude al llamado de la música como si fuera el protagonista de un romance entre tambores.
Johnny Pacheco tenía diecisiete años cuando Arsenio Rodríguez le dijo: “Ven, que yo te voy a enseñar a tocar música cubana de verdad”. Gilberto Valdés le regaló su primera flauta. Con José Fajardo y Richard Egües aprendió todo lo que sabe sobre el dominio del instrumento, y con Xavier Cugat entendió la importancia de crear y mantener un sonido propio. A Pacheco le apasionaban los ritmos afrocubanos que la juventud de origen latino afincada en Nueva York a finales de los años sesenta veía como los restos de un festín de abuelos. Fundó Pacheco y su Charanga en 1960. Al mismo tiempo empezaba a perfilar el sonido que lo identifica: el tumbao. Un estilo inspirado en la Sonora Matancera –musa definitiva de toda su música– al que Pacheco le agregó un tres y un bongó que sustituía los timbales. En 1964, en sociedad con el empresario italoamericano Jerry Masucci, y bajo el ala de su mítico sello, reunió una bandada selecta. Para empezar: el trompetista Bobby Valentín, el pianista Larry Harlow y las voces de Héctor Lavoe, Ismael Miranda y Willie Colón. Pacheco trazó una ruta de altos vuelos: “Los blancos tienen sus disqueras, los negros tienen Motown, con Fania los latinos tendremos la cosa nuestra”.
La salsa se convirtió en una fiebre que llevaba a los jóvenes latinos de regreso a la pista. “Cuando nos presentábamos en Miami en los años sesenta y setenta, los jóvenes no iban a vernos –recordaba Celia Cruz–. A veces, esos bailes estaban medio vacíos. Decían: ‘¿Música de Celia Cruz y la Sonora Matancera? Ah, música vieja’. (…) Si decíamos que nuestra presentación era de salsa, el ochenta por ciento del público eran jóvenes”. En el documental Yo soy la salsa, Rubén Blades se refiere a Pacheco como una figura fundamental para sentar las bases del fenómeno salsero: “Hay que destacar su habilidad como productor para ayudar a crear lo que fue, sin duda, el centro de todo lo que tiene que ver con la historia de la música salsa, que fue la Fania, en Nueva York. Sin Pacheco habría que considerar qué hubiera ocurrido. No hubiera sido lo mismo, es decir, posiblemente no hubiera ocurrido (…). Es bien interesante que un dominicano tuviera tanto poder, tanta influencia para ayudar a que se formalizara el género salsa. No solo en la ciudad de Nueva York, en todas partes, porque de aquí surgió hacia todos lados”.
Para bautizar su sello discográfico y la orquesta que reunió a todas sus estrellas, el dominicano se inspiró en el nombre de un son de Reinaldo Bolaños: Fanía. Con Fania Records y Fania All-Stars Pacheco quería crear, no una moda, sino una revolución musical que llevara por bandera el sincretismo que une lo africano, lo español y las expresiones más representativas de la cultura popular latinoamericana. La puesta de largo de Fania All-Stars se celebró con un recital el jueves 26 de agosto de 1971 en el Club Cheetah. En ese salón de baile neoyorkino con capacidad para unas mil doscientas personas, y que esa noche convocó más de dos mil, la historia de la música latina cambió radicalmente. “Lo que nosotros hicimos fue tomar la música cubana y ponerle acordes más progresivos, hacerle más énfasis al ritmo y destacar ciertos detalles, pero sin alterar su esencia –le explicaba Pacheco a Leonardo Padura en 1995–. Y como la palabra salsa, igual que ‘sabor’, o ‘azúcar’, por ejemplo, siempre ha estado ligada a esta música, no me pareció mal llamarla así”.
No nos hemos olvidado del pájaro de acero que acaba de aterrizar en Zaire –hoy República Democrática del Congo–. Aeropuerto de Kinsasa. 1974. No hemos perdido de vista a la gente que grita: “¡Pacheco! ¡Pacheco! ¡Pacheco!”, ni a Celia Cruz, que de camino al hotel se sigue preguntado: “¿Cómo es posible que en África reciban a Pacheco como un príncipe?”. Pacheco dice que son sus parientes: su gran familia extendida. Él es el hijo que vuelve a la casa de sus ancestros con una paila de sabores bien mezclados, una vibrante ofrenda para la tierra que pisa bailando. A ella le debe su tumbao.
[1]. Cita extraída de una entrevista de Armando López a Johnny Pacheco.
Imagínense un pájaro de acero con semejante pasaje: B. B. King, The Pointer Sisters, James Brown, Sister Sledge, Spinners y, entre otros, la cuadrilla latina de Fania All-Stars. El vuelo privado, que salió de Estados Unidos rumbo al aeropuerto de Kinsasa, en Zaire, se estaba haciendo demasiado largo y aburrido. A las tres de la mañana, una voz con acento boricua dijo: “Mi helmano, ¿y será que eta vaina vuela con leña? Llevamos como doscientas horas en el aire y yo no veo tierra por ningún lao'”. Johnny Pacheco sacó su flauta y Celia Cruz le marcó el tempo con el tacón de un zapato. Se armó la rumba. Nadie más volvió a hablar de hastío, pero cerca de las cinco los gringos empezaron a mirar con sospecha a los latinos, como queriendo decir: “¿Dónde será que se apaga esta gente?”. En el aeropuerto de Kinsasa, una fila de limusinas esperaba a las estrellas que actuarían en el festival Zaire 74, a punto de celebrarse en el estadio Statu Hai. Cuando los viajeros trasnochados bajaron del avión, notaron la caricia del viento tibio de África, y escucharon la bulla de una multitud que se extendía por la ruta del aeropuerto al hotel. La gente solo gritaba: “¡Pacheco! ¡Pacheco! ¡Pacheco!”. Antes de entrar en su limusina, Celia Cruz dio media vuelta para dirigirse a su camarada: “Dime una cosa, Pacheco, ¿a cuántos dominicanos tú le pagaste el viaje pa’ que te formaran este recibimiento?”. Pacheco abrió los brazos y se marcó tres pasitos: “¡La gracia que Dios me dio, mi negra!”.
Le sugerimos leer Murió Johnny Pacheco, uno de los fundadores de la Fania All-Stars
La primera vez que Johnny Pacheco se subió a un avión tenía once años. Los Pacheco Kiniping partieron de la República Dominicana por una cuestión de supervivencia. El papá de la criatura, don Rafael Azarías Pacheco, era director de la orquesta favorita del dictador Trujillo. “Mi padre era el mejor clarinete de la República Dominicana, dirigía la orquesta Santa Cecilia, pero también era sastre, y cosía a mucha velocidad. Llevaba el ritmo con la puntada, y silbaba la melodía. Cuando llegaba a la solapa del saco, retardaba la puntada, y yo le preguntaba: ¿Qué ritmo estás cosiendo, papá? Y él me respondía: Un bolero”[1]. Cuando Trujillo propuso un nuevo nombre para su orquesta preferida, uno que lo ensalzaba con gran pompa, don Rafael pensó: “Trujillo que se vaya al infierno”. Contrariar un capricho del dictador era como jugarse la vida en la ruleta rusa. Unos años más tarde, el nombre del hijo menor de don Rafael le daba la vuelta al mundo ligado a la palabra “salsa”.
Bastaron cuarenta y ocho horas para que el pequeño Johnny empezara a tocar las notas del merengue Compadre Pedro Juan con la armónica que su papá le regaló un Día de Reyes. Luego aprendería a tocar el violín, el clarinete, el saxofón, el acordeón, algunos instrumentos de percusión y la flauta, su predilecta. Después de las radionovelas cubanas que su mamá escuchaba por las tardes, empezaba el programa de Arcaño y sus Maravillas, una orquesta de danzón dirigida por Antonio Arcaño, el flautista que inspiró su preferencia por el instrumento “que le hace cosquillas a los pies del bailador”. En eso pensaba Pacheco cuando componía sus temas: en el bailador que acude al llamado de la música como si fuera el protagonista de un romance entre tambores.
Johnny Pacheco tenía diecisiete años cuando Arsenio Rodríguez le dijo: “Ven, que yo te voy a enseñar a tocar música cubana de verdad”. Gilberto Valdés le regaló su primera flauta. Con José Fajardo y Richard Egües aprendió todo lo que sabe sobre el dominio del instrumento, y con Xavier Cugat entendió la importancia de crear y mantener un sonido propio. A Pacheco le apasionaban los ritmos afrocubanos que la juventud de origen latino afincada en Nueva York a finales de los años sesenta veía como los restos de un festín de abuelos. Fundó Pacheco y su Charanga en 1960. Al mismo tiempo empezaba a perfilar el sonido que lo identifica: el tumbao. Un estilo inspirado en la Sonora Matancera –musa definitiva de toda su música– al que Pacheco le agregó un tres y un bongó que sustituía los timbales. En 1964, en sociedad con el empresario italoamericano Jerry Masucci, y bajo el ala de su mítico sello, reunió una bandada selecta. Para empezar: el trompetista Bobby Valentín, el pianista Larry Harlow y las voces de Héctor Lavoe, Ismael Miranda y Willie Colón. Pacheco trazó una ruta de altos vuelos: “Los blancos tienen sus disqueras, los negros tienen Motown, con Fania los latinos tendremos la cosa nuestra”.
La salsa se convirtió en una fiebre que llevaba a los jóvenes latinos de regreso a la pista. “Cuando nos presentábamos en Miami en los años sesenta y setenta, los jóvenes no iban a vernos –recordaba Celia Cruz–. A veces, esos bailes estaban medio vacíos. Decían: ‘¿Música de Celia Cruz y la Sonora Matancera? Ah, música vieja’. (…) Si decíamos que nuestra presentación era de salsa, el ochenta por ciento del público eran jóvenes”. En el documental Yo soy la salsa, Rubén Blades se refiere a Pacheco como una figura fundamental para sentar las bases del fenómeno salsero: “Hay que destacar su habilidad como productor para ayudar a crear lo que fue, sin duda, el centro de todo lo que tiene que ver con la historia de la música salsa, que fue la Fania, en Nueva York. Sin Pacheco habría que considerar qué hubiera ocurrido. No hubiera sido lo mismo, es decir, posiblemente no hubiera ocurrido (…). Es bien interesante que un dominicano tuviera tanto poder, tanta influencia para ayudar a que se formalizara el género salsa. No solo en la ciudad de Nueva York, en todas partes, porque de aquí surgió hacia todos lados”.
Para bautizar su sello discográfico y la orquesta que reunió a todas sus estrellas, el dominicano se inspiró en el nombre de un son de Reinaldo Bolaños: Fanía. Con Fania Records y Fania All-Stars Pacheco quería crear, no una moda, sino una revolución musical que llevara por bandera el sincretismo que une lo africano, lo español y las expresiones más representativas de la cultura popular latinoamericana. La puesta de largo de Fania All-Stars se celebró con un recital el jueves 26 de agosto de 1971 en el Club Cheetah. En ese salón de baile neoyorkino con capacidad para unas mil doscientas personas, y que esa noche convocó más de dos mil, la historia de la música latina cambió radicalmente. “Lo que nosotros hicimos fue tomar la música cubana y ponerle acordes más progresivos, hacerle más énfasis al ritmo y destacar ciertos detalles, pero sin alterar su esencia –le explicaba Pacheco a Leonardo Padura en 1995–. Y como la palabra salsa, igual que ‘sabor’, o ‘azúcar’, por ejemplo, siempre ha estado ligada a esta música, no me pareció mal llamarla así”.
No nos hemos olvidado del pájaro de acero que acaba de aterrizar en Zaire –hoy República Democrática del Congo–. Aeropuerto de Kinsasa. 1974. No hemos perdido de vista a la gente que grita: “¡Pacheco! ¡Pacheco! ¡Pacheco!”, ni a Celia Cruz, que de camino al hotel se sigue preguntado: “¿Cómo es posible que en África reciban a Pacheco como un príncipe?”. Pacheco dice que son sus parientes: su gran familia extendida. Él es el hijo que vuelve a la casa de sus ancestros con una paila de sabores bien mezclados, una vibrante ofrenda para la tierra que pisa bailando. A ella le debe su tumbao.
[1]. Cita extraída de una entrevista de Armando López a Johnny Pacheco.