En los sepelios solo hay que saber mirar
Sobre la obra de Alexander Urzola, el fotógrafo de algunos de los funerales del Caribe.
Pedro Mendoza C
En estos días de la semana mayor, la muerte es un referente de la cultura y la fe.
“En el año de 1799, la ciudad de Santa Marta se vistió de luto con motivo de la muerte de Fray Diego de Santa María y Escobedo, quien había sido obispo de esta sede desde el año de 1797. Su albacea, José Vicente Troitiño, clérigo y tesorero de la catedral, se encargó entonces de los arreglos correspondientes a su entierro y de las ceremonias que tuvieron lugar después de este, consignando los gastos a que estos dieron lugar en un reporte minucioso que hoy reposa en el Archivo General de la Nación”.
El texto corresponde al documento del Banco de la República “Ceremonia e imagen: las tres dimensiones de la muerte en la Colonia latinoamericana”, una información que nos acerca al significado del fallecimiento.
“El cuidadoso trato del que fue objeto el cadáver del prelado, lavado minuciosamente con tres frascos de vino seco y un frasco de vinagre de Castilla para favorecer su conservación y evitar la emanación de pestilencias; la numerosa composición del taller que se encargó de la construcción de su tumba abovedada —que da cuenta de la dignidad e importancia de su sepultura—; los 26 pesos en plata corriente que se destinaron para la misa mayor y los otros 57 que se reservaron para las tres misas que habrían de cantarse durante los tres días posteriores al entierro”.
Los tiempos han cambiado, pero el viaje de la muerte sigue siendo muy parecido. En algunos es muy especial. Está el deceso rodeado de las tradiciones, la cultura, los deudos y la música.
“Me enteré de la muerte de Majin Díaz y allí empezó mi proyecto. Era el gran compositor de la música popular colombiana y gracias a su relato oral y a su calidad poética, fue el primer trabajo de fotografía que realice de un sepelio, en noviembre de 2017″, dice Alexander Urzola.
Pasó el tiempo después de ese primer trabajo. Con su cámara y sus sentimientos, Urzola continuó su designio de imágenes en los sepelios de músicos del Caribe: Catalino Parra, febrero del 2020. Rafael Cassiani, junio del 2022. Adolfo Pacheco, enero del 2023. Y con dolor debe esperar el próximo. “Aunque la muerte es una realidad, el proyecto igual debe tener un número de cierre, per no quiero pensar en aquellos que he apuntado en la agenda”.
Este joven cazador de la luz ha encontrado en los eventos para los muertos elementos en común. La música, la tradición cultural, los deudos, los contraluces, las calles polvorientas, los dolores, entre otras cosas.
Llega a los sepelios y se vuelve en un sujeto tácito, inexistente. No necesita de la parafernalia de las fotos modernas, con flash, luces, celulares y aplicaciones. “Fotografía significa escribir con luz”, dice.
“Ninguno se prepara para la muerte, aun sabiendo que llegará. Es muy duro llegar al sitio. La estética la dejo a un lado en este proyecto, para mí no es lo más importante. Lo valioso es tratar de hacer respetuosamente el documento más fiel a la ocasión. Tengo sumo cuidado con la cámara, no debe intimidar, no existe para nadie. En ese momento hay muchas emociones en juego”.
Toma su computador y miramos algunas de las fotos que ha hecho. En el entierro de Rafael Casssiani, un grupo de amigos palenqueros empujan el cajón fúnebre. Unos integrantes de la danza típica Son de Negro llevan sobre sus hombros el ataúd de Magin Diaz. Músicos con el acordeón en la mano están arrodillados mientras pasa el cortejo fúnebre de Adolfo Pacheco y un sacerdote coloca incienso sobre el ataúd de Catalino Parra, lo cubre una bandera de Colombia y un sombrero vueltiao.
“Dónde yo estoy, hay un ataúd, también una señora, una niña, un joven llorando y una señora riendo. Está la calle, la música, los cantos, el cementerio, Yo no lo planeo. Camino, observo y, como dicen, cuando obturo mi mano se convierte en una extensión del alma”.
Alexander Urzola vive en Cartagena. Es profesor en la Fundación Universitaria Antonio de Arévalo -TECNAR- donde enseña en las materias de Diseño y composición de la imagen, habilidades comunicativas, producción de radio y algunas electivas, entre otras. Compartimos espacio como docentes. Es recurrente encontrarlo camino a sus clases y yo a las mías en pasillos donde se oyen las voces de los estudiantes. “Profe, le traje el trabajo, vamos a verlo”.
Habla despacio y ha pasado buen tiempo de sus 35 años con una cámara fotográfica. Hace poco participó en un proyecto editorial sobre el Plan de Desarrollo de los Pueblos Patrimonio de Colombia. Para estos días de fe, dice que es respetuoso.
“Iba antes a misa más seguido, ahora no tanto, pero sí tengo una relación de mucho respeto con Dios y el prójimo”.
Le pregunto por el trabajo con la luz y la muerte. Dice que es como un viaje de negativos, velocidad, asa, ley de tercios y más técnicas de la fotografía, afirma.
“En cada velorio uno aprende a hacer un trabajo que puede ser invasivo, pero nunca debe serlo”. Asegura que ha evolucionado en la toma fotográfica, cometió mucho el error de hacer las mismas fotos, por lo repetitivo de algunas escenas y ahora aprendió más de la luz en el Caribe sin importar si es de día o de noche.
“El sol es predominante, jugar mucho con las sombras, con el mismo calor y con todos los elementos que tú tienes dentro de un velorio, entonces se evoluciona en la misma narrativa. Trata de hacer varios puntos, no me concentro en una sola cosa”.
Recuerda que el dolor de la muerte también está en las alegrías de las calles. “Te das cuenta de que hay afuera otro mundo de posibilidades para hacer fotos, la gente que no está en el velorio, los que te miran, los que están en una esquina, pero están pendientes, los músicos y los que cantan”.
Sonríe y recuerda que las gaitas y tamboras eran parte del cortejo fúnebre de Catalino Parra, en Soplaviento, Bolívar. Fue un 16 de febrero del 2020: cuando se avanzaba, la música se encontraba en la calle y en cada casa. Era el jolgorio con la gente que bailaba.
“La muerte se convierte en una fiesta, una celebración de la vida, pero no deja de doler. Entonces, cuando se muere un músico, digamos que parte de una cultura fallece, parte de una historia fallece”.
Son más de cinco años en su proyecto. Ahora trabaja en un proyecto editorial: un libro acompañado de exposiciones y narrativas modernas como transmedia, cuyo terminado no sabe si será en blanco y negro o a color. “La luz y los colores del caribe son demasiado mágicos, podrá haber imágenes en blanco y negro y otras a color, que también habla mucho”.
Ha llorado después de terminar alguno de los sepelios, pero por respeto no me dice en cuál o cuáles. Confiesa que quien decide en su trabajo es la muerte y me recuerda la frase del nobel García Márquez: “A la muerte se le tiene mucho miedo. O mucha confianza. La muerte es muy injusta. Es la única pregunta con respuesta, lo único a lo que, sabemos, llegaremos todos. Pero entonces, ya no estaremos aquí para hablar de ella”.
Una tarde se fue a visitar a los deudos de Magin Diaz. Les llevo las fotos del sepelio. Dice que se reencontraron todos con el maestro que se había ido. Ha sido la única vez que ha entregado las fotos en impreso. A los demás familiares y amigos de sus otras citas con la muerte, les las ha compartido sus fotos en digital.
En su agenda tiene algunos nombres escritos. Para él, podrían ser los llamados para terminar el proyecto.
“Me ha tocado hacer algo muy bizarro: una lista para pensar quién podría ser ese último y así lograr que se imprima y se vuelva real. Llevó cuatro. Con que yo haga un quinto, finalizo”.
No pudo estar en el sepelio de Ceferina Banquez, reina del bullerengue. “Fue una gran pérdida, hubiese sido otro aporte, la primera mujer, además, porque los demás han sido hombres. Fue una falta mía y si voy ahora al cementerio y hago fotos, sería una falta de respeto con ella, su música, sus deudos y su propia luz”.
Organiza unos documentos, debe ir a dar su clase. Me recuerda que en su trabajo de fotógrafo no se tiene otra oportunidad. “Estamos hablando de una persona que fallece, no va a regresar. Ese es el aporte de lo visual. El arte no va a volver a suceder, no voy a tener otra oportunidad para hacer ese trabajo”. Se queda en silencio y mira la luz que se ve por el salón donde nos encontramos.
“Ese es el aporte. No solamente la foto que queda para toda la existencia. Es poder también dejar la memoria histórica de las personas que fallecen”.
El tiempo apremia, sus alumnos lo están esperando, va para clase de composición de la imagen, entonces le pregunto por el tema que dará en el aula, sonríe nuevamente.
“Hablaremos del fotógrafo Sebastião Salgado y de esta frase: ‘La belleza está en todas partes, solo hay que saber mirar’”.
En estos días de la semana mayor, la muerte es un referente de la cultura y la fe.
“En el año de 1799, la ciudad de Santa Marta se vistió de luto con motivo de la muerte de Fray Diego de Santa María y Escobedo, quien había sido obispo de esta sede desde el año de 1797. Su albacea, José Vicente Troitiño, clérigo y tesorero de la catedral, se encargó entonces de los arreglos correspondientes a su entierro y de las ceremonias que tuvieron lugar después de este, consignando los gastos a que estos dieron lugar en un reporte minucioso que hoy reposa en el Archivo General de la Nación”.
El texto corresponde al documento del Banco de la República “Ceremonia e imagen: las tres dimensiones de la muerte en la Colonia latinoamericana”, una información que nos acerca al significado del fallecimiento.
“El cuidadoso trato del que fue objeto el cadáver del prelado, lavado minuciosamente con tres frascos de vino seco y un frasco de vinagre de Castilla para favorecer su conservación y evitar la emanación de pestilencias; la numerosa composición del taller que se encargó de la construcción de su tumba abovedada —que da cuenta de la dignidad e importancia de su sepultura—; los 26 pesos en plata corriente que se destinaron para la misa mayor y los otros 57 que se reservaron para las tres misas que habrían de cantarse durante los tres días posteriores al entierro”.
Los tiempos han cambiado, pero el viaje de la muerte sigue siendo muy parecido. En algunos es muy especial. Está el deceso rodeado de las tradiciones, la cultura, los deudos y la música.
“Me enteré de la muerte de Majin Díaz y allí empezó mi proyecto. Era el gran compositor de la música popular colombiana y gracias a su relato oral y a su calidad poética, fue el primer trabajo de fotografía que realice de un sepelio, en noviembre de 2017″, dice Alexander Urzola.
Pasó el tiempo después de ese primer trabajo. Con su cámara y sus sentimientos, Urzola continuó su designio de imágenes en los sepelios de músicos del Caribe: Catalino Parra, febrero del 2020. Rafael Cassiani, junio del 2022. Adolfo Pacheco, enero del 2023. Y con dolor debe esperar el próximo. “Aunque la muerte es una realidad, el proyecto igual debe tener un número de cierre, per no quiero pensar en aquellos que he apuntado en la agenda”.
Este joven cazador de la luz ha encontrado en los eventos para los muertos elementos en común. La música, la tradición cultural, los deudos, los contraluces, las calles polvorientas, los dolores, entre otras cosas.
Llega a los sepelios y se vuelve en un sujeto tácito, inexistente. No necesita de la parafernalia de las fotos modernas, con flash, luces, celulares y aplicaciones. “Fotografía significa escribir con luz”, dice.
“Ninguno se prepara para la muerte, aun sabiendo que llegará. Es muy duro llegar al sitio. La estética la dejo a un lado en este proyecto, para mí no es lo más importante. Lo valioso es tratar de hacer respetuosamente el documento más fiel a la ocasión. Tengo sumo cuidado con la cámara, no debe intimidar, no existe para nadie. En ese momento hay muchas emociones en juego”.
Toma su computador y miramos algunas de las fotos que ha hecho. En el entierro de Rafael Casssiani, un grupo de amigos palenqueros empujan el cajón fúnebre. Unos integrantes de la danza típica Son de Negro llevan sobre sus hombros el ataúd de Magin Diaz. Músicos con el acordeón en la mano están arrodillados mientras pasa el cortejo fúnebre de Adolfo Pacheco y un sacerdote coloca incienso sobre el ataúd de Catalino Parra, lo cubre una bandera de Colombia y un sombrero vueltiao.
“Dónde yo estoy, hay un ataúd, también una señora, una niña, un joven llorando y una señora riendo. Está la calle, la música, los cantos, el cementerio, Yo no lo planeo. Camino, observo y, como dicen, cuando obturo mi mano se convierte en una extensión del alma”.
Alexander Urzola vive en Cartagena. Es profesor en la Fundación Universitaria Antonio de Arévalo -TECNAR- donde enseña en las materias de Diseño y composición de la imagen, habilidades comunicativas, producción de radio y algunas electivas, entre otras. Compartimos espacio como docentes. Es recurrente encontrarlo camino a sus clases y yo a las mías en pasillos donde se oyen las voces de los estudiantes. “Profe, le traje el trabajo, vamos a verlo”.
Habla despacio y ha pasado buen tiempo de sus 35 años con una cámara fotográfica. Hace poco participó en un proyecto editorial sobre el Plan de Desarrollo de los Pueblos Patrimonio de Colombia. Para estos días de fe, dice que es respetuoso.
“Iba antes a misa más seguido, ahora no tanto, pero sí tengo una relación de mucho respeto con Dios y el prójimo”.
Le pregunto por el trabajo con la luz y la muerte. Dice que es como un viaje de negativos, velocidad, asa, ley de tercios y más técnicas de la fotografía, afirma.
“En cada velorio uno aprende a hacer un trabajo que puede ser invasivo, pero nunca debe serlo”. Asegura que ha evolucionado en la toma fotográfica, cometió mucho el error de hacer las mismas fotos, por lo repetitivo de algunas escenas y ahora aprendió más de la luz en el Caribe sin importar si es de día o de noche.
“El sol es predominante, jugar mucho con las sombras, con el mismo calor y con todos los elementos que tú tienes dentro de un velorio, entonces se evoluciona en la misma narrativa. Trata de hacer varios puntos, no me concentro en una sola cosa”.
Recuerda que el dolor de la muerte también está en las alegrías de las calles. “Te das cuenta de que hay afuera otro mundo de posibilidades para hacer fotos, la gente que no está en el velorio, los que te miran, los que están en una esquina, pero están pendientes, los músicos y los que cantan”.
Sonríe y recuerda que las gaitas y tamboras eran parte del cortejo fúnebre de Catalino Parra, en Soplaviento, Bolívar. Fue un 16 de febrero del 2020: cuando se avanzaba, la música se encontraba en la calle y en cada casa. Era el jolgorio con la gente que bailaba.
“La muerte se convierte en una fiesta, una celebración de la vida, pero no deja de doler. Entonces, cuando se muere un músico, digamos que parte de una cultura fallece, parte de una historia fallece”.
Son más de cinco años en su proyecto. Ahora trabaja en un proyecto editorial: un libro acompañado de exposiciones y narrativas modernas como transmedia, cuyo terminado no sabe si será en blanco y negro o a color. “La luz y los colores del caribe son demasiado mágicos, podrá haber imágenes en blanco y negro y otras a color, que también habla mucho”.
Ha llorado después de terminar alguno de los sepelios, pero por respeto no me dice en cuál o cuáles. Confiesa que quien decide en su trabajo es la muerte y me recuerda la frase del nobel García Márquez: “A la muerte se le tiene mucho miedo. O mucha confianza. La muerte es muy injusta. Es la única pregunta con respuesta, lo único a lo que, sabemos, llegaremos todos. Pero entonces, ya no estaremos aquí para hablar de ella”.
Una tarde se fue a visitar a los deudos de Magin Diaz. Les llevo las fotos del sepelio. Dice que se reencontraron todos con el maestro que se había ido. Ha sido la única vez que ha entregado las fotos en impreso. A los demás familiares y amigos de sus otras citas con la muerte, les las ha compartido sus fotos en digital.
En su agenda tiene algunos nombres escritos. Para él, podrían ser los llamados para terminar el proyecto.
“Me ha tocado hacer algo muy bizarro: una lista para pensar quién podría ser ese último y así lograr que se imprima y se vuelva real. Llevó cuatro. Con que yo haga un quinto, finalizo”.
No pudo estar en el sepelio de Ceferina Banquez, reina del bullerengue. “Fue una gran pérdida, hubiese sido otro aporte, la primera mujer, además, porque los demás han sido hombres. Fue una falta mía y si voy ahora al cementerio y hago fotos, sería una falta de respeto con ella, su música, sus deudos y su propia luz”.
Organiza unos documentos, debe ir a dar su clase. Me recuerda que en su trabajo de fotógrafo no se tiene otra oportunidad. “Estamos hablando de una persona que fallece, no va a regresar. Ese es el aporte de lo visual. El arte no va a volver a suceder, no voy a tener otra oportunidad para hacer ese trabajo”. Se queda en silencio y mira la luz que se ve por el salón donde nos encontramos.
“Ese es el aporte. No solamente la foto que queda para toda la existencia. Es poder también dejar la memoria histórica de las personas que fallecen”.
El tiempo apremia, sus alumnos lo están esperando, va para clase de composición de la imagen, entonces le pregunto por el tema que dará en el aula, sonríe nuevamente.
“Hablaremos del fotógrafo Sebastião Salgado y de esta frase: ‘La belleza está en todas partes, solo hay que saber mirar’”.