En medio del camino de la vida
Editorial Planeta lanza un nuevo libro del escritor antioqueño Héctor Abad Faciolince. Este es uno de los relatos de ‘El amanecer de un marido’. Historias de amor y desamor.
Héctor abad faciolince
Allí estaba, en las yemas de mis dedos apoyadas sobre la muñeca, el pulso, su pulso, el aletargado ritmo de su corazón. Algún día se iba a detener, así como un día había empezado a palpitar. Duerme, casi sereno, y pese a las primeras canas conserva en parte su atractivo de ayer. Está en la mitad del camino de la vida, en la línea de sombra, en esa siesta de la existencia en la que, según Shakespeare, ya no hay juventud ni todavía hay senectud, pero se sueña con ambas. Todavía no ha perdido la ilusión de realizar los planes para los años por venir, pero ya comienza a añorar la efervescencia de los años juveniles. Me temo que se trae algo entre manos. Cada vez me mira menos y se distrae cuando le hablo. Antes no era así. Yo sé que está alejándose y he resuelto que mejor es que empiece a despedirme. Podría amarlo toda la vida, podría seguir amándolo hasta ese día en que su pulso deje de sentirse, pero él ya no quiere mi amor.
Es más, mi amor le estorba, yo le estorbo, y debo desaparecer. Soy capaz de alejarme, soy capaz con mucha voluntad de no seguir pensando siempre en él. Al cabo de un tiempo, una se acostumbra a todo, hasta a dejar de sentir el corazón. He aprendido que la mayor virtud que una mujer puede tener con los hombres es fugarse, esfumarse a tiempo, antes de que ellos te empiecen a tratar mal. No, él no sería capaz de irse por sus propios medios.
Es demasiado vanidoso y pensaría que al irse me destroza; no quiere ser un asesino. Tonto. Si fuera capaz, sería más fácil y yo no tendría que forzarme a hacer lo que no quiero: dejarlo. Dejarlo simplemente porque él no es capaz de dejarme, aunque sea lo que en el fondo más desea hacer. Le tomo el pulso porque voy a dejarlo, quiero sentir cómo palpita a mi lado. Tal vez no mañana, ni la semana entrante, pero sí muy pronto, lo voy a dejar. Ah, se sentirá aliviado de que haya sido yo la que tome la decisión, suprimirá de su conciencia todo amago de culpa, y se irá a buscar otra mujer con arrogancia, casi fingiéndose despechado, y en el fondo feliz. Se ha acostumbrado a mí y teme no ser joven. Ya mi cuerpo no le produce los ímpetus de los primeros años. En realidad, he envejecido menos que él, pero ya no palpita cuando pasa la mano por mi piel. Cree, además, que cada día se vuelve más difícil hallar otra mujer. En cambio, es fácil todavía para él. Fácil. Sí, podría encontrar una mujer muy joven y ella sería capaz de amarlo aunque le llevara más de quince años. Él sentirá un gran entusiasmo algunos días, se sentirá rejuvenecido revolcándose en las sábanas con una piel tan joven y unos senos tan túrgidos y una cadera tan apretada. Al cabo de unas semanas querrá irse otra vez, será una niña demasiado tonta para él. Por suerte, el yugo será leve todavía y él esta vez será capaz de tomar la decisión. Será capaz de esfumarse sin gastar muchas palabras. Buscará otra vez. Otra. Y otra y otra. Si tiene suerte duplicará este amor, pero al cabo de un tiempo ninguna será mucho mejor que yo. No es vanidad mía. Cualquier mujer acaba siendo equivalente para cualquier hombre. A la larga, basta esperar lo suficiente. Algunos lo saben y se resignan. Pero él está en la mitad del camino de su vida; se cree joven y se cree viejo, sin ser lo uno ni lo otro. Quiere gastar sus últimos cartuchos antes de entrar a la vejez. No hay nada que hacer. Olvidarlo. Una a veces tiene la ilusión de haber hallado un hombre que no sea igual a todos los demás. Pero no, así son. Yo, por mi parte, no me vuelvo a enamorar.
No me vuelvo a enamorar. Parece una canción y es cierta. Voy a portarme como un hombre. Voy a tener a muchos y no voy a quedarme con ninguno. Los voy a cabalgar, me voy a aprovechar, los voy a despreciar antes de que se den cuenta de que empiezan a cansarse conmigo. Mientras tenga piernas, tetas, coño, pelo, brazos, cuerpo. Todavía los puedo seducir, todavía me puedo dar el lujo de dejarlos. Aquí está, en las yemas de mis dedos, el ritmo aletargado de su corazón. Ya sé que no lo voy a acompañar, como quisiera, hasta el último latido. Peor para él.
Allí estaba, en las yemas de mis dedos apoyadas sobre la muñeca, el pulso, su pulso, el aletargado ritmo de su corazón. Algún día se iba a detener, así como un día había empezado a palpitar. Duerme, casi sereno, y pese a las primeras canas conserva en parte su atractivo de ayer. Está en la mitad del camino de la vida, en la línea de sombra, en esa siesta de la existencia en la que, según Shakespeare, ya no hay juventud ni todavía hay senectud, pero se sueña con ambas. Todavía no ha perdido la ilusión de realizar los planes para los años por venir, pero ya comienza a añorar la efervescencia de los años juveniles. Me temo que se trae algo entre manos. Cada vez me mira menos y se distrae cuando le hablo. Antes no era así. Yo sé que está alejándose y he resuelto que mejor es que empiece a despedirme. Podría amarlo toda la vida, podría seguir amándolo hasta ese día en que su pulso deje de sentirse, pero él ya no quiere mi amor.
Es más, mi amor le estorba, yo le estorbo, y debo desaparecer. Soy capaz de alejarme, soy capaz con mucha voluntad de no seguir pensando siempre en él. Al cabo de un tiempo, una se acostumbra a todo, hasta a dejar de sentir el corazón. He aprendido que la mayor virtud que una mujer puede tener con los hombres es fugarse, esfumarse a tiempo, antes de que ellos te empiecen a tratar mal. No, él no sería capaz de irse por sus propios medios.
Es demasiado vanidoso y pensaría que al irse me destroza; no quiere ser un asesino. Tonto. Si fuera capaz, sería más fácil y yo no tendría que forzarme a hacer lo que no quiero: dejarlo. Dejarlo simplemente porque él no es capaz de dejarme, aunque sea lo que en el fondo más desea hacer. Le tomo el pulso porque voy a dejarlo, quiero sentir cómo palpita a mi lado. Tal vez no mañana, ni la semana entrante, pero sí muy pronto, lo voy a dejar. Ah, se sentirá aliviado de que haya sido yo la que tome la decisión, suprimirá de su conciencia todo amago de culpa, y se irá a buscar otra mujer con arrogancia, casi fingiéndose despechado, y en el fondo feliz. Se ha acostumbrado a mí y teme no ser joven. Ya mi cuerpo no le produce los ímpetus de los primeros años. En realidad, he envejecido menos que él, pero ya no palpita cuando pasa la mano por mi piel. Cree, además, que cada día se vuelve más difícil hallar otra mujer. En cambio, es fácil todavía para él. Fácil. Sí, podría encontrar una mujer muy joven y ella sería capaz de amarlo aunque le llevara más de quince años. Él sentirá un gran entusiasmo algunos días, se sentirá rejuvenecido revolcándose en las sábanas con una piel tan joven y unos senos tan túrgidos y una cadera tan apretada. Al cabo de unas semanas querrá irse otra vez, será una niña demasiado tonta para él. Por suerte, el yugo será leve todavía y él esta vez será capaz de tomar la decisión. Será capaz de esfumarse sin gastar muchas palabras. Buscará otra vez. Otra. Y otra y otra. Si tiene suerte duplicará este amor, pero al cabo de un tiempo ninguna será mucho mejor que yo. No es vanidad mía. Cualquier mujer acaba siendo equivalente para cualquier hombre. A la larga, basta esperar lo suficiente. Algunos lo saben y se resignan. Pero él está en la mitad del camino de su vida; se cree joven y se cree viejo, sin ser lo uno ni lo otro. Quiere gastar sus últimos cartuchos antes de entrar a la vejez. No hay nada que hacer. Olvidarlo. Una a veces tiene la ilusión de haber hallado un hombre que no sea igual a todos los demás. Pero no, así son. Yo, por mi parte, no me vuelvo a enamorar.
No me vuelvo a enamorar. Parece una canción y es cierta. Voy a portarme como un hombre. Voy a tener a muchos y no voy a quedarme con ninguno. Los voy a cabalgar, me voy a aprovechar, los voy a despreciar antes de que se den cuenta de que empiezan a cansarse conmigo. Mientras tenga piernas, tetas, coño, pelo, brazos, cuerpo. Todavía los puedo seducir, todavía me puedo dar el lujo de dejarlos. Aquí está, en las yemas de mis dedos, el ritmo aletargado de su corazón. Ya sé que no lo voy a acompañar, como quisiera, hasta el último latido. Peor para él.