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Ajustamos tres días de una intensa lluvia, y aunque mi piso 14 y mi mente puesta el 99% en mi trabajo me haga lejana de la cotidianidad, la he sentido en mi ventana, noche a noche, y he recordado con esta, el tenebroso golpeo de las gotas en el techo de zinc que nos refugiaba en el pasado.
Han sido tres días y mi cabeza ha desatado las nostalgias de la niñez, tal vez parezca muy dramática (y debo decir que no existe la poesía sin tales excesos de emociones), pero solo unos cuantos recordamos las correrías a media noche cuando se nos venía el barranco, las huidas hacia la caseta del barrio con el agua en las espaldas, azotándonos los huesos que dejaban al aire la desnutrición.
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Y al otro día, caluroso generalmente, como si la tierra se arrepintiera de los males causados, me recuerdo tomando las ollas y los baldes para retirar el tierrero que tapaba el patio trasero de la casa; ahí pasábamos la mayor parte del día.
Era una bendición regresar a casa y encontrar la pared de atrás de pie y la puerta aun sosteniendo el zaguán que conectaba la cocina de la pieza donde nos apilábamos todos; era una bendición estar ahí encima de ese pantano que ya era nuestro, tomar la tierra y sacarla como si ella fuese la invasora, y no nosotros, quienes, años atrás, la habíamos llenado de esterillas y guadas con la intención de hace de un terreno baldío la propiedad privada de este grupo de indígenas que no tenían techo.
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