Alejandro García, el dibujante-pájaro
Alejandro García (Colombia, 1983 -2023) fue un hombre de abismos. Le gustaban los que se abrían entre los picos de Los Andes adonde llegaba persiguiendo pájaros.
Sol Astrid Giraldo E.
También se fascinaba con el vacío de la hoja blanca y virgen frente a su mano. O se hundía en la profundidad de su mente con su inconfundible sonrisa, maravillada y mordaz. Vacíos que lo tentaban una y otra vez. Cuando caía, se sostenía con las líneas de su lápiz, porque las virtuosas tramas de carboncillo que lograba extender entre esos abismos eran la frágil y compleja superficie donde sucedía su misterioso y siempre mutable universo.
En este tercer milenio donde los caminos del arte han roto con la figuración, la academia, los lenguajes tradicionales; García, en contravía, acudía sin pudor a la más antigua y milenaria de las prácticas, usada desde las rocas de Chiribiquete: dejar un trazo, una marca, sobre una superficie para rehacer el mundo. No necesitaba más: nada de tecnologías de vanguardia, de efectos especiales o de teorías estéticas. Porque para conquistar abismos había que andar ligero. A García le bastaban sus ojos, sus manos, su imaginación. Y una punta negra y un papel blanco donde, al igual que aquellos hombres prehistóricos, recreaba otro orden. Lo hacía buscando reconectarse a la naturaleza y suturar los quiebres que ha realizado sobre ella la cultura occidental.
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“En la escuela -decía- aprendimos a clasificar la naturaleza en distintos reinos, grupos, clases, etc. Pero siempre me he preguntado cuál es el límite real de cada cosa. O si la naturaleza establece los mismos límites que nosotros le otorgamos. ¿Si el árbol se supiera árbol diría de sí mismo que solo se compone de hojas, ramas, tronco y raíz? O, ¿quizás el árbol diría que el pájaro que hace un nido entre sus ramas y poliniza sus flores también es parte de él, igual que el agua que beben sus raíces y el viento que lo estremece?”.
Sus dibujos intentaban siempre volver a juntar los fragmentos, restaurar los nexos que ciencias como la anatomía y la botánica han destruido. No se trataba ya de representar a un hombre, un animal, un río, cada uno en compartimentos separados. En su obra, el paisaje tradicional les da paso a hombres-pájaro, cielos-mares, árboles emplumados, huevos-planetas, caballos hechos de ramas al viento, montañas henchidas de venas de agua, en una cadena ininterrumpida de metamorfosis. El hombre o el animal ya no están en un paisaje. Ahora cada ser es él mismo selva, hojarasca, cosmos. Como en las mitologías.
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Él tenía una propia donde el pájaro era rey. Explorador de las montañas, los había husmeado allí con obsesión y reverencia. Le intrigaban su libertad, su silencio. Sus formas. Siguió con el movimiento del lápiz sus nidos que también eran líneas, sus huellas que también eran marcas, sus plumas que también eran tramas (porque el pájaro, decía, era también dibujante). Les compuso óperas a partir de sus graznidos (“Método para ser un ave”, “El misterio del sueño de las aves”). Circunscribió sus propias obras en formas de huevo como metáfora de la creación, ese proceso alquímico que permite que de la nada surja algo.
Y como acto supremo de provocación, creó su espléndida mujer-pájaro. La frondosidad de plumas de la parte de abajo de “La Cantante” se estrecha en una cintura breve de la que surge el torso de esta mujer de manos teatrales y poderosa cabeza de ave. Se da en esa anatomía imaginada un choque entre el cuerpo civilizado y el salvaje del animal indomable, que gracias a la poesía se resuelve mansamente. Entonces ella, como soprano y ave, empina altiva su pico, lo abre y un canto de la naturaleza plena explota en los ojos del espectador. Las leyes de los tratados anatómicos y de la clasificación de las especies del siglo XIX se derrumban en la rebeldía de esta nueva diosa y su monstruosa e inclasificable belleza. Un dibujito de apenas 20 centímetros (tamaño de pájaro) que estremece las categorías del pensamiento. Y se ha quedado como uno de los más memorables del dibujo contemporáneo colombiano.
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Viajero de las formas, en series como “Anatomías imaginarias”, “Naturaleza con símbolo al fondo”, “Páramo”, “Fluvial”, este dibujante e ilustrador propuso buscar la unidad en una época extraviada en las casillas de la razón práctica, desgajada de la naturaleza y de la tierra. Su estrategia para tan descomunal tarea fue la creación en el sentido más extenso de la palabra. García, dibujante-pájaro. Cómo un ave, se dejó ver solo por una fracción muy corta de tiempo. Nos deslumbró como un colibrí que aleteaba intensamente. Después, desapareció con su silencio y libertad. Nos quedaron sus dibujos para mirarlos y volverlos a mirar.
También se fascinaba con el vacío de la hoja blanca y virgen frente a su mano. O se hundía en la profundidad de su mente con su inconfundible sonrisa, maravillada y mordaz. Vacíos que lo tentaban una y otra vez. Cuando caía, se sostenía con las líneas de su lápiz, porque las virtuosas tramas de carboncillo que lograba extender entre esos abismos eran la frágil y compleja superficie donde sucedía su misterioso y siempre mutable universo.
En este tercer milenio donde los caminos del arte han roto con la figuración, la academia, los lenguajes tradicionales; García, en contravía, acudía sin pudor a la más antigua y milenaria de las prácticas, usada desde las rocas de Chiribiquete: dejar un trazo, una marca, sobre una superficie para rehacer el mundo. No necesitaba más: nada de tecnologías de vanguardia, de efectos especiales o de teorías estéticas. Porque para conquistar abismos había que andar ligero. A García le bastaban sus ojos, sus manos, su imaginación. Y una punta negra y un papel blanco donde, al igual que aquellos hombres prehistóricos, recreaba otro orden. Lo hacía buscando reconectarse a la naturaleza y suturar los quiebres que ha realizado sobre ella la cultura occidental.
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Sus dibujos intentaban siempre volver a juntar los fragmentos, restaurar los nexos que ciencias como la anatomía y la botánica han destruido. No se trataba ya de representar a un hombre, un animal, un río, cada uno en compartimentos separados. En su obra, el paisaje tradicional les da paso a hombres-pájaro, cielos-mares, árboles emplumados, huevos-planetas, caballos hechos de ramas al viento, montañas henchidas de venas de agua, en una cadena ininterrumpida de metamorfosis. El hombre o el animal ya no están en un paisaje. Ahora cada ser es él mismo selva, hojarasca, cosmos. Como en las mitologías.
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