En “Nuestra película” morimos descalzos y desangrados
Sobre este documental de Diana Bustamante, quien recolectó imágenes de los archivos de telediarios emitidos en Colombia en los 80′s y 90′s. Algunos de los registros más violentos que, debido a su repetición, se convirtieron en cotidianidad. La directora habló para El Espectador sobre su película.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Hay tomas que se repiten y se repiten y se repiten. Y cuando uno ya cree que llegará otra imagen, se repite la misma toma. Y se repite y se repite y se repite. Cuando por fin parece que se terminó ese calvario, porque suelen ser registros de alguna muerte o de alguna periodista tratando de informar que acaban de matar a mucha gente, se repite la toma. Y se repite nuevamente. Se repite tanto, que el espectador llega a resignarse: esta película será así, esperemos. Y entonces comienza a acostumbrarse a la repetición. Hubo una, por ejemplo, en el que se vio una niña que fue enfocada por una cámara de video. Tenía un vestido blanco y era difícil ver sus gestos debido a la poca luz. Era de noche. Cuando el camarógrafo insiste, se logran ver sus ojos, que se abren extrañamente, o miedosamente, como si los estuviera abriendo un ser que se burla del infierno o que ya se habituó a él. Esos ojos producen miedo. Y la secuencia se repite y se repite y se repite.
Las imágenes de Nuestra película son incómodas. Así como debieron ser incómodas las décadas de los 80′s y 90′s en Colombia, sobre todo si vivías en una vereda minada de guerrilleros o paramilitares o ejército. Así como, también, debió de ser incómodo prender el televisor para ver un noticiero que, casi que a diario, “era testigo” de una masacre o un atentado a cualquier funcionario público. La película está plagada de muertos, así como se plagó el país, durante esos veinte años (y bastante más), de cuerpos convertidos en cadáveres porque alguien dio la orden. Alguien al margen de la ley, o dentro de la ley. Al final, y después de tantos, no importaba mucho si esos agujeros en la frente o en el pecho se habían abierto por algún bando en particular. La muerte se naturalizó tanto, la muerte así, que esos agujeros se convirtieron en paisaje.
Durante la película, Diana Bustamante cuenta que, durante esos años, entendió que las personas por dentro tenían sangre: veía tanta, durante tanto tiempo, que se acostumbró a ese color “brillante” y “dramático”, esparcido en cualquier calle, debajo de las puertas de alguna casa, regado en andenes o pegado en zapatos. Había muchos zapatos untados de sangre. Los dueños de esos zapatos también eran los dueños de esa sangre. Ella, cuando fue una niña, y después de tantas veces de enfrentarse a esa imagen, terminó por concluir que, antes de morirse, a las personas se les caían los zapatos. Morían descalzos y desangrados.
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Esta película es un collage de imágenes, repeticiones y memorias, construido a través de la intervención de los archivos de telediarios emitidos en Colombia en los 80′s y 90′s. Es también una reconstrucción relacionada con una generación que creció rodeada de esas imágenes hasta que se hicieron normales.
Diana Bustamante, directora de la película, habló para El Espectador sobre este filme, que se estrena este jueves, 01 de junio, en todas las salas del país.
Hablemos del origen del documental, por qué y cómo se recolectó todo este archivo en el que, primordialmente, aparecen las noticias de los asesinatos, las masacres y los atentados de esta época...
Yo me dedico al cine y a estudiar, trabajar y pensar con imágenes. Empecé a pensar en el sentido de estas. En que había muchísimas imágenes navegando por el mundo y nos hacía falta detenernos en ellas para escarbarlas por dentro y descubrirlas. Me puse a pensar en cuáles eran las más primigenias que tenía en mi memoria, y me di cuenta de que era imágenes de las noticias colombianas de esa época. Ahí empezó todo un camino. En 2016 comencé a definir cuál era el material que quería trabajar y a buscar dónde estaba el archivo de las noticias en Colombia.
Me topé con temas que también tienen todo que ver con la película, como el problema de la memoria en Colombia: me encontré con que esos archivos estaban, de alguna manera, abandonados, aunque tuve el privilegio de poder acceder a ellos a través de lo que, en ese entonces, era la autoridad nacional de televisión. Pero estaban mal catalogados, digitalizados, que hoy en día son una colección a la que no se puede acceder. Ese tipo de imágenes son un reservorio de la memoria, que cuando la ves atravesada por el tiempo, cobra un sentido distinto. Tanto para las personas que vivieron esos hechos, pero también para los que crecimos viéndolas a través de una pantalla: no es lo mismo lo que pensé a los 7 años, que ahora a mis 40 y tantos años y dedicándome a lo que me dedico.
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Decidió acercarse mucho. Se acerca tanto a lo que se enfoca en cada imagen, que a uno le provoca alejarse de la pantalla…
Tiene que ver con una propuesta de manipulación evidente del material. A mí no me interesaba hacer una película con un barniz de realismo u objetividad, que a veces tienen muchos documentales. Lo que quería era trasgredir desde la forma esa idea de que esto es verdad. Si bien es un material que es real, necesito que sea explícito que manipulé un material que expresa una posición. No hay objetividad: hay un sujeto y un punto de vista, el mío. Sobre los acercamientos o las veces en las que congelé las imágenes: nosotros consumimos esas imágenes muchas veces durante mucho tiempo, pero la estructura de un noticiero es de segundos. Pasa la imagen brutal con un titular chocante, seguida de otra noticia de deportes o la farándula.
La condensación de esas imágenes en un documental como este, propone detenerse a mirar, a profundizar. Es una forma de adentrarnos para ver más allá de la superficie. Claro, es perturbador, y hay momentos en los que uno quiere salirse de la película, pero lo que puede ser interesante es que uno no se salga y viva la experiencia, dura, sí, pero de esa experiencia podrían salir cosas muy buenas.
Usted habla de que esa generación, la que creció viendo esas imágenes por televisión, es la suya. Me resulta curioso que algunos aún digan que, por ser unos niños, los que ahora son adultos no vivieron o padecieron o entendieron el conflicto, ¿qué piensa?
En primera instancia, la película sería sobre ese material: las noticias de los 80′s en Colombia, pero al revisarlo, comenzaron a aparecer los niños de manera natural. Niños por todas partes. Me di cuenta de que comencé a pensar en esa película por esas imágenes en mi niñez, y fue mucho más claro el sentido que para una generación había tenido. Hay muchos niños que son víctimas de esa violencia, como está en la película: un niño que mata a una persona no puede ser considerado un victimario. Es una víctima también. Creo que esa generación que crece atravesadas por esas imágenes, así no hayan sido víctimas directas, sí tiene un nivel de afectación. Y creo que es profunda. Es una generación con un montón de desesperanza y miedos. Miedo a hablar, a las instituciones, a todos. Cargamos con una perspectiva sobre la vida muy distinta a la que puede cargar un niño que no está invadido por esas imágenes y esa realidad.
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Hablemos del rojo de la bandera de Colombia, ¿qué significa o simboliza para usted ese color en este símbolo patrio?
Hay dos momentos en la película sobre los símbolos patrios: el himno y la bandera. Me interesaba deconstruir esos símbolos sobre esas imágenes, y como lo anotas, me quedo con el rojo. Me acerco porque este color atraviesa toda la película. Es el rojo de la sangre, del partido liberal, era un color popular. En cuanto al himno, tiene mucha carga en la película: es el principio y el final, y está cantado por esos niños en frente de la Casa de Nariño, el centro del poder, de un Estado que realmente no estaba cuidando a su pueblo. Quise descomponer esos símbolos para notar cómo se van fagocitándose, comiéndose a sí mismos. Hay que repensar ese amor patrio para aterrizar en nueva construcción de identidad.
Hablemos un poco más de esta frase: “Me gusta la idea de intervención. Intervenir. Alterar imágenes de la misma manera que nos alteran nuestros recuerdos y procesos mnemotécnicos: editando, creando sesgos y recomponiendo”.
Claro, es que me interesaba ese ejercicio de diseccionar las imágenes. Quería desvirtuar esa idea de realidad absoluta que tiene una imagen. Poder entrar en las capas que tiene esa imagen, se logra, o lo intento hacer, a través de esa manipulación. Nos manipulan con esa idea de pseudo objetividad, pero lo que trato de hacer con la película es revertir ese efecto y buscar las capas más auténticas de esas imágenes, que se van tejiendo en una narrativa continua.
Hay tomas que se repiten y se repiten y se repiten. Y cuando uno ya cree que llegará otra imagen, se repite la misma toma. Y se repite y se repite y se repite. Cuando por fin parece que se terminó ese calvario, porque suelen ser registros de alguna muerte o de alguna periodista tratando de informar que acaban de matar a mucha gente, se repite la toma. Y se repite nuevamente. Se repite tanto, que el espectador llega a resignarse: esta película será así, esperemos. Y entonces comienza a acostumbrarse a la repetición. Hubo una, por ejemplo, en el que se vio una niña que fue enfocada por una cámara de video. Tenía un vestido blanco y era difícil ver sus gestos debido a la poca luz. Era de noche. Cuando el camarógrafo insiste, se logran ver sus ojos, que se abren extrañamente, o miedosamente, como si los estuviera abriendo un ser que se burla del infierno o que ya se habituó a él. Esos ojos producen miedo. Y la secuencia se repite y se repite y se repite.
Las imágenes de Nuestra película son incómodas. Así como debieron ser incómodas las décadas de los 80′s y 90′s en Colombia, sobre todo si vivías en una vereda minada de guerrilleros o paramilitares o ejército. Así como, también, debió de ser incómodo prender el televisor para ver un noticiero que, casi que a diario, “era testigo” de una masacre o un atentado a cualquier funcionario público. La película está plagada de muertos, así como se plagó el país, durante esos veinte años (y bastante más), de cuerpos convertidos en cadáveres porque alguien dio la orden. Alguien al margen de la ley, o dentro de la ley. Al final, y después de tantos, no importaba mucho si esos agujeros en la frente o en el pecho se habían abierto por algún bando en particular. La muerte se naturalizó tanto, la muerte así, que esos agujeros se convirtieron en paisaje.
Durante la película, Diana Bustamante cuenta que, durante esos años, entendió que las personas por dentro tenían sangre: veía tanta, durante tanto tiempo, que se acostumbró a ese color “brillante” y “dramático”, esparcido en cualquier calle, debajo de las puertas de alguna casa, regado en andenes o pegado en zapatos. Había muchos zapatos untados de sangre. Los dueños de esos zapatos también eran los dueños de esa sangre. Ella, cuando fue una niña, y después de tantas veces de enfrentarse a esa imagen, terminó por concluir que, antes de morirse, a las personas se les caían los zapatos. Morían descalzos y desangrados.
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Esta película es un collage de imágenes, repeticiones y memorias, construido a través de la intervención de los archivos de telediarios emitidos en Colombia en los 80′s y 90′s. Es también una reconstrucción relacionada con una generación que creció rodeada de esas imágenes hasta que se hicieron normales.
Diana Bustamante, directora de la película, habló para El Espectador sobre este filme, que se estrena este jueves, 01 de junio, en todas las salas del país.
Hablemos del origen del documental, por qué y cómo se recolectó todo este archivo en el que, primordialmente, aparecen las noticias de los asesinatos, las masacres y los atentados de esta época...
Yo me dedico al cine y a estudiar, trabajar y pensar con imágenes. Empecé a pensar en el sentido de estas. En que había muchísimas imágenes navegando por el mundo y nos hacía falta detenernos en ellas para escarbarlas por dentro y descubrirlas. Me puse a pensar en cuáles eran las más primigenias que tenía en mi memoria, y me di cuenta de que era imágenes de las noticias colombianas de esa época. Ahí empezó todo un camino. En 2016 comencé a definir cuál era el material que quería trabajar y a buscar dónde estaba el archivo de las noticias en Colombia.
Me topé con temas que también tienen todo que ver con la película, como el problema de la memoria en Colombia: me encontré con que esos archivos estaban, de alguna manera, abandonados, aunque tuve el privilegio de poder acceder a ellos a través de lo que, en ese entonces, era la autoridad nacional de televisión. Pero estaban mal catalogados, digitalizados, que hoy en día son una colección a la que no se puede acceder. Ese tipo de imágenes son un reservorio de la memoria, que cuando la ves atravesada por el tiempo, cobra un sentido distinto. Tanto para las personas que vivieron esos hechos, pero también para los que crecimos viéndolas a través de una pantalla: no es lo mismo lo que pensé a los 7 años, que ahora a mis 40 y tantos años y dedicándome a lo que me dedico.
Le sugerimos leer: El gran momento de Carla Melo Gambert
Decidió acercarse mucho. Se acerca tanto a lo que se enfoca en cada imagen, que a uno le provoca alejarse de la pantalla…
Tiene que ver con una propuesta de manipulación evidente del material. A mí no me interesaba hacer una película con un barniz de realismo u objetividad, que a veces tienen muchos documentales. Lo que quería era trasgredir desde la forma esa idea de que esto es verdad. Si bien es un material que es real, necesito que sea explícito que manipulé un material que expresa una posición. No hay objetividad: hay un sujeto y un punto de vista, el mío. Sobre los acercamientos o las veces en las que congelé las imágenes: nosotros consumimos esas imágenes muchas veces durante mucho tiempo, pero la estructura de un noticiero es de segundos. Pasa la imagen brutal con un titular chocante, seguida de otra noticia de deportes o la farándula.
La condensación de esas imágenes en un documental como este, propone detenerse a mirar, a profundizar. Es una forma de adentrarnos para ver más allá de la superficie. Claro, es perturbador, y hay momentos en los que uno quiere salirse de la película, pero lo que puede ser interesante es que uno no se salga y viva la experiencia, dura, sí, pero de esa experiencia podrían salir cosas muy buenas.
Usted habla de que esa generación, la que creció viendo esas imágenes por televisión, es la suya. Me resulta curioso que algunos aún digan que, por ser unos niños, los que ahora son adultos no vivieron o padecieron o entendieron el conflicto, ¿qué piensa?
En primera instancia, la película sería sobre ese material: las noticias de los 80′s en Colombia, pero al revisarlo, comenzaron a aparecer los niños de manera natural. Niños por todas partes. Me di cuenta de que comencé a pensar en esa película por esas imágenes en mi niñez, y fue mucho más claro el sentido que para una generación había tenido. Hay muchos niños que son víctimas de esa violencia, como está en la película: un niño que mata a una persona no puede ser considerado un victimario. Es una víctima también. Creo que esa generación que crece atravesadas por esas imágenes, así no hayan sido víctimas directas, sí tiene un nivel de afectación. Y creo que es profunda. Es una generación con un montón de desesperanza y miedos. Miedo a hablar, a las instituciones, a todos. Cargamos con una perspectiva sobre la vida muy distinta a la que puede cargar un niño que no está invadido por esas imágenes y esa realidad.
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Hablemos del rojo de la bandera de Colombia, ¿qué significa o simboliza para usted ese color en este símbolo patrio?
Hay dos momentos en la película sobre los símbolos patrios: el himno y la bandera. Me interesaba deconstruir esos símbolos sobre esas imágenes, y como lo anotas, me quedo con el rojo. Me acerco porque este color atraviesa toda la película. Es el rojo de la sangre, del partido liberal, era un color popular. En cuanto al himno, tiene mucha carga en la película: es el principio y el final, y está cantado por esos niños en frente de la Casa de Nariño, el centro del poder, de un Estado que realmente no estaba cuidando a su pueblo. Quise descomponer esos símbolos para notar cómo se van fagocitándose, comiéndose a sí mismos. Hay que repensar ese amor patrio para aterrizar en nueva construcción de identidad.
Hablemos un poco más de esta frase: “Me gusta la idea de intervención. Intervenir. Alterar imágenes de la misma manera que nos alteran nuestros recuerdos y procesos mnemotécnicos: editando, creando sesgos y recomponiendo”.
Claro, es que me interesaba ese ejercicio de diseccionar las imágenes. Quería desvirtuar esa idea de realidad absoluta que tiene una imagen. Poder entrar en las capas que tiene esa imagen, se logra, o lo intento hacer, a través de esa manipulación. Nos manipulan con esa idea de pseudo objetividad, pero lo que trato de hacer con la película es revertir ese efecto y buscar las capas más auténticas de esas imágenes, que se van tejiendo en una narrativa continua.