En Sincelejo no hay alzhéimer
Gabriel Escobar Gaviria, por casi treinta años columnista y cazador de gazapos de este diario, murió en Medellín. En su memoria, revivimos este texto escrito por él.
Gabriel Escobar Gaviria
Corría el año de 1980, creo. Yo trabajaba con ISA y me habían dado la responsabilidad del avance de obra en la construcción de la primera línea a 500 kV en el tramo entre Subestación Cerromatoso y Subestación Sabanalarga. Yo había puesto mi centro de operaciones en Sincelejo. No desarrollé en esa ciudad vida social alguna, aunque tuve la oportunidad por cuanto las de los empleados del contratista eran muy agitadas. Así pues, conocí muy poca gente en Sincelejo. (Adiós a Gabriel Escobar Gaviria, el hombre de la Gazapera)
Salía poco en las noches y durante el día estaba por lo general en el campo, salvo los viernes en la mañana que daba alguna vuelta por el centro de la ciudad, mientras era la hora de dirigirme a Montería para tomar el avión hacia Medellín.
En una de ésas atiné a pasar por un almacén donde vendían ropa infantil y como me habían quedado algunos pesitos de los viáticos, pensé llevarle una prenda a mi Marcelita que andaba por los cuatro años.
Me detuve un momento en la vitrina y cuando me dispuse a entrar me di cuenta de que alguien, que presentí el dueño del almacén, se levantaba de un escritorio alzando los brazos para cerrarlos alrededor de mi cuello. No me digan que eso no da mucho susto que lo vayan abrazando a uno así no más. Afortunadamente, el dueño en cuestión empezó a hablar cuando terminó de cerrar los brazos y así pude darme cuenta de que sabía quién era yo, aunque yo andaba totalmente gringo de quién fuera él.
—Hombre Escobar, ¿cuánto tiempo sin vernos? —me dijo con un acento de paisa achilapado.
—Hermano, pues yo qué voy a saber cuánto si no me acuerdo haberlo visto a usted antes.
—Pero ¿cómo que no nos hemos visto? ¿Acaso no estudiamos pues juntos en tercero de primaria con don Darío y en cuarto con don Óscar en la Bolivariana de Juanambú?
—Pero hombre, por Dios, si en ese entonces teníamos caritas de ocho años y ahora tenemos carotas de 34. Yo no sé usted cómo es capaz de hacer esa extrapolación tan templada.
—No es ni tan difícil. Recuerdo que en el grupo eran tres Escobares, dos hermanos y el otro no era hermano y vos eras uno de los hermanos. Tu hermano era mayor.
—Hermano, ¡alcance la estrella!
De ahí en adelante, las preguntas de rigor. ¿Dónde trabajas?, ¿te casaste?, ¿cuántos hijos? Y blablá.
Me dejó escoger el regalo para Marcela y cuando llegué a la registradora, la dependiente me lo envolvió en papel de regalo, le puso moño, lo metió con cuidado en una bolsa y me lo entregó. Acto seguido, me entregó la factura cancelada, mas no me recibió el dinero.
El lunes siguiente dije a mi jefe que me iría en carro para llegar a Planeta Rica temprano, por causa de una reunión y en el avión llegaría a las 3:00 p. m.
Pedí al coordinador de transporte que me asignara chofer y me dijo que me fuera con Fernando Escobar. Era Fernando un chofer serio y amable de unos 34 años como yo.
Arrancamos pa la costa. En el camino se fueron desgranando temas de conversación de la más variada índole.
De pronto se me ocurrió:
—Imaginate, hombe Fernando, la que me pasó la semana pasada en Sincelejo.
—A ver, ingeniero, cuente.
Le conté lo que acabo de escribir desde donde dice atiné hasta donde dice dinero.
Terminé mi relato y me di cuenta de que Fernando tenía su cabeza girada hacia mí y me examinaba de arriba abajo. Me preocupé mucho porque la carretera quedaba 90° en sentido contrario de las agujas del reloj de donde Fernando tenía puesta la mirada y el carro seguía andando.
—Hombe, Fernando, definitivamente no sé qué se te perdió, pero si vas a mirar mucho, orillate, porque nos vamos a dar con esa tractomula, ¡mirá ese precipicio!, ¡cuidado con ese bus!
—No, ingeniero, no me pasó nada. Desde hace dos años trabajamos en la misma empresa y ahora me viene usted a decir que eran tres Escobares en su grupo con don Darío y con don Óscar y dos eran hermanos y otro no. Sí, ingeniero, éramos tres Escobares con don Darío y con don Óscar: usted, su hermano y yo.
—¡No fregués hombre! ¡El mundo sí es un pañuelo! (Frase de cajón que se dice en circunstancias como ésta y como otras).
Le dije el nombre del vidente (ya se me olvidó), pero Fernando no lo recordaba.
—Vamos a hacer lo siguiente —le dije—: esta noche llegamos a Sincelejo. Mañana demoramos un poco la salida al campo para darle tiempo al hombre de que abra su almacén. Luego llegamos y entramos, y yo empezaré a decirle que el regalito le quedó muy bueno a Marcela y que muchas gracias, sin darle ningún indicio de que vos sos uno de los Escobares. Veremos qué tan buena es su memoria.
Efectivamente así lo hicimos, pero no alcancé a decirle la primera frase de agradecimiento cuando el hombre emitía otra expresión de alegría.
—Y éste es el Escobar que no es hermano tuyo. ¿Cómo lo encontraste?
Pronto iré a Sincelejo: ya han pasado otros 28 años.
Gabriel Escobar Gaviria
Envigado, septiembre del 2008
Corría el año de 1980, creo. Yo trabajaba con ISA y me habían dado la responsabilidad del avance de obra en la construcción de la primera línea a 500 kV en el tramo entre Subestación Cerromatoso y Subestación Sabanalarga. Yo había puesto mi centro de operaciones en Sincelejo. No desarrollé en esa ciudad vida social alguna, aunque tuve la oportunidad por cuanto las de los empleados del contratista eran muy agitadas. Así pues, conocí muy poca gente en Sincelejo. (Adiós a Gabriel Escobar Gaviria, el hombre de la Gazapera)
Salía poco en las noches y durante el día estaba por lo general en el campo, salvo los viernes en la mañana que daba alguna vuelta por el centro de la ciudad, mientras era la hora de dirigirme a Montería para tomar el avión hacia Medellín.
En una de ésas atiné a pasar por un almacén donde vendían ropa infantil y como me habían quedado algunos pesitos de los viáticos, pensé llevarle una prenda a mi Marcelita que andaba por los cuatro años.
Me detuve un momento en la vitrina y cuando me dispuse a entrar me di cuenta de que alguien, que presentí el dueño del almacén, se levantaba de un escritorio alzando los brazos para cerrarlos alrededor de mi cuello. No me digan que eso no da mucho susto que lo vayan abrazando a uno así no más. Afortunadamente, el dueño en cuestión empezó a hablar cuando terminó de cerrar los brazos y así pude darme cuenta de que sabía quién era yo, aunque yo andaba totalmente gringo de quién fuera él.
—Hombre Escobar, ¿cuánto tiempo sin vernos? —me dijo con un acento de paisa achilapado.
—Hermano, pues yo qué voy a saber cuánto si no me acuerdo haberlo visto a usted antes.
—Pero ¿cómo que no nos hemos visto? ¿Acaso no estudiamos pues juntos en tercero de primaria con don Darío y en cuarto con don Óscar en la Bolivariana de Juanambú?
—Pero hombre, por Dios, si en ese entonces teníamos caritas de ocho años y ahora tenemos carotas de 34. Yo no sé usted cómo es capaz de hacer esa extrapolación tan templada.
—No es ni tan difícil. Recuerdo que en el grupo eran tres Escobares, dos hermanos y el otro no era hermano y vos eras uno de los hermanos. Tu hermano era mayor.
—Hermano, ¡alcance la estrella!
De ahí en adelante, las preguntas de rigor. ¿Dónde trabajas?, ¿te casaste?, ¿cuántos hijos? Y blablá.
Me dejó escoger el regalo para Marcela y cuando llegué a la registradora, la dependiente me lo envolvió en papel de regalo, le puso moño, lo metió con cuidado en una bolsa y me lo entregó. Acto seguido, me entregó la factura cancelada, mas no me recibió el dinero.
El lunes siguiente dije a mi jefe que me iría en carro para llegar a Planeta Rica temprano, por causa de una reunión y en el avión llegaría a las 3:00 p. m.
Pedí al coordinador de transporte que me asignara chofer y me dijo que me fuera con Fernando Escobar. Era Fernando un chofer serio y amable de unos 34 años como yo.
Arrancamos pa la costa. En el camino se fueron desgranando temas de conversación de la más variada índole.
De pronto se me ocurrió:
—Imaginate, hombe Fernando, la que me pasó la semana pasada en Sincelejo.
—A ver, ingeniero, cuente.
Le conté lo que acabo de escribir desde donde dice atiné hasta donde dice dinero.
Terminé mi relato y me di cuenta de que Fernando tenía su cabeza girada hacia mí y me examinaba de arriba abajo. Me preocupé mucho porque la carretera quedaba 90° en sentido contrario de las agujas del reloj de donde Fernando tenía puesta la mirada y el carro seguía andando.
—Hombe, Fernando, definitivamente no sé qué se te perdió, pero si vas a mirar mucho, orillate, porque nos vamos a dar con esa tractomula, ¡mirá ese precipicio!, ¡cuidado con ese bus!
—No, ingeniero, no me pasó nada. Desde hace dos años trabajamos en la misma empresa y ahora me viene usted a decir que eran tres Escobares en su grupo con don Darío y con don Óscar y dos eran hermanos y otro no. Sí, ingeniero, éramos tres Escobares con don Darío y con don Óscar: usted, su hermano y yo.
—¡No fregués hombre! ¡El mundo sí es un pañuelo! (Frase de cajón que se dice en circunstancias como ésta y como otras).
Le dije el nombre del vidente (ya se me olvidó), pero Fernando no lo recordaba.
—Vamos a hacer lo siguiente —le dije—: esta noche llegamos a Sincelejo. Mañana demoramos un poco la salida al campo para darle tiempo al hombre de que abra su almacén. Luego llegamos y entramos, y yo empezaré a decirle que el regalito le quedó muy bueno a Marcela y que muchas gracias, sin darle ningún indicio de que vos sos uno de los Escobares. Veremos qué tan buena es su memoria.
Efectivamente así lo hicimos, pero no alcancé a decirle la primera frase de agradecimiento cuando el hombre emitía otra expresión de alegría.
—Y éste es el Escobar que no es hermano tuyo. ¿Cómo lo encontraste?
Pronto iré a Sincelejo: ya han pasado otros 28 años.
Gabriel Escobar Gaviria
Envigado, septiembre del 2008