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Encontrar la palabra que cambia la vida: entrevista a Ariel Florencia Richards

En su nueva novela la chilena Ariel Florencia Richards revela el poder transformador de la literatura, espejo que amplifica la realidad y acentúa cuestiones complejas. “Inacabada” es una mirada sobre el tránsito de género y la dificultad de decirlo ante el ojo vigilante de una sociedad a la que le cuesta aceptar todo aquello que considera inconcluso.

Juan Camilo Rincón y Natalia Consuegra
25 de agosto de 2024 - 07:42 p. m.
Ariel Florencia Richards estudió diseño en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y posteriormente Estética en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Ariel Florencia Richards estudió diseño en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y posteriormente Estética en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Foto: Constanza Miranda

“Cuando se le pone fin a un periodo de larga reclusión y mutismo voluntarios, las palabras no solo traen consigo un viento que se siente en el cuerpo, sino que resuenan inaugurales, como si nadie las hubiera pronunciado antes”. De esas dos palabras, “Soy mujer”, que Juana se demoró treinta y siete años en pronunciar, y de la vida que empezó con esa enunciación nos cuenta la escritora e investigadora en artes visuales Ariel Florencia Richards en la novela Inacabada (Alfaguara, 2024).

La autora nos lleva al momento en que Juana rompe el silencio para reafirmarse y afirmar ante su madre el tránsito de género por el que está atravesando. A la madre le duele “ver desaparecer a su hijo mayor” y Juana necesita abandonar lo que ya no es suyo. Las dos viajan, recorren, penan y tratan de liberarse de una carga a través de su lenguaje mudo, entre ideas y recuerdos que iluminan. La vida de Juana y su tránsito, como los de Richards, son un proceso inacabado, bello en su imperfecta continuidad.

Uno de los hilos del libro es la “incapacidad” de la madre de Juana para escucharla y para hablar con ella, para decirle lo que siente y lo que piensa sobre la transición de género que está atravesando su hija.

Desde ese otro lado, al no comprender esa negación por parte de su mamá, la muchacha empieza a hacer unas interpretaciones que pueden ser súper incorrectas: piensa que la mamá no quiere, no sabe o no puede, y si no puede eso significa que tampoco puede transmitir que no puede, entonces son como dos cajas de resonancia en las que hacen eco las propias emociones, pero nunca se encuentran. En ese sentido, y esto ya es como autora, yo entendí que tenía que darle tiempo, espacio y comprensión a mi mamá, aun cuando ella no me lo pidiera, porque, en el fondo, mi experiencia y la experiencia de la novela es que es interpretable esa negación, ese silencio, esa falta de escucha. No se entiende y la madre tampoco tiene los recursos afectivos para comunicar: sabes que no puedo hablar de esto, no quiero, no entiendo o me duele, entonces lo que hace la protagonista desde muy temprano es asumir una soledad que ella cree que es permanente hasta que la rompe a los treinta y siete años.

Y rompe el pacto de silencio que tenía con la madre…

Claro, porque se trataba de respetar ese silencio, respetar esa falta de entendimiento, pero una vez que se rompe, empieza una interacción humana adulta: si yo digo algo, estoy esperando que tú me respondas. Como eso no se da, hay una cosa medio desplazada de una adultez vivida como una infancia torcida, entonces los tiempos están todos revueltos en esos procesos. Hay mucho de niña que llega a los treinta y siete años a exigirle a la madre: veme, mírame. Los chiquitos piden eso: mamá, mírame, mira lo que hice, mamá, me voy a tirar a la piscina. De adultas dejamos de hacer eso, aparentemente, pero acá hay una niña chica en el cuerpo de una mujer de treinta y siete años que está exigiendo ser vista, ser reconocida, incluso con dolor.

El título del libro se refiere, en parte, a una idea que recorre la novela, y es la de rehusarse a ser algo concluido. Juana nos hace pensar todo el tiempo por qué los seres humanos vivimos en la prisa de cerrar, de acabar las cosas.

Mónica Ojeda presentó el libro en Madrid y ella se dio cuenta de que cuando aprendemos a dibujar desde chicos nos enseñan que si hacemos un círculo hay que cerrarlo y esas dos líneas se tienen que encontrar. En la academia las ideas tienen que estar hiladas, deben tener un propósito y un hilo, y, ojalá, tengan un cierre. Creo que nos genera cierta expectativa saber que hay un cierre; tenemos incorporada en nuestra manera de vivir esta estructura narrativa de que las cosas llegan a un final y eso nos da cierta certeza. La pandemia de alguna manera barrió con todas las certezas; nos encerraron sin saber cuándo íbamos a poder salir, no sabíamos qué tan letal era este virus, si íbamos a poder seguir viviendo la vida como antes.

Una expresión de lo inacabado, lo pausado…

Y la pandemia para los espacios de escritura también se transformó en un lugar en el que las certezas estaban completamente barridas y que había que afirmarse otro tipo de certezas. Por ejemplo, una obra hecha en el Renacimiento por Miguel Ángel, al estar firmada como faciebat −es decir, está siendo hecha por− nos permite creer que puede seguir estando hecha en el 2022 en pandemia. A mí eso me parece una maravilla y me dio otro tipo de certeza, que no son las certezas tradicionales del comienzo-desarrollo-fin y de alguna manera eran más amorosas con los tiempos que estaban pasando porque no hay una prisa por tener que hacer un gran cierre o que al final se resuelva el capítulo de la novela o qué sé yo. Sino que hay algo en el intermedio que puede estar muy extendido, que puede ser permisivo también para pensarlo de otra manera, desarrollar una idea nueva y sentir que, como esta novela fue escrita en pandemia, la pandemia de alguna manera nos está dando esa posibilidad, no solamente creativa, sino también a nivel personal.

Con Juana conocemos y reconocemos varias obras de arte, y en la pintura “Al borde del agua” de Berthe Morisot se plantea la belleza de lo inacabado, con algunas pinceladas que parecieran incompletas o que aparentan ser manchas…

Cuando uno empieza un tránsito hay esto de exponerse socialmente y una puede ser muy dura, la voz o el ojo vigilantes, con una misma. Entonces ve la mancha: “Esto no se ve así, esto es terrible”. Creo que nos pasa a todas las personas que tenemos una voz a veces muy castigadora con nuestra propia imagen y percepción. En fondo lo que veo que proponen las obras de arte inacabadas es reparar en el proceso, no esperar a que esto esté listo para ser mostrado, firmado y expuesto, sino que hay algo en el proceso creativo del durante que nos puede devolver una imagen identitaria tanto del proceso como de nosotras mismas. En ese sentido, es más amoroso. Esta mancha puede ser una maravilla; este trazo medio inacabado puede ser el principio de algo.

También son muy bellos el lenguaje y las metáforas alrededor del tránsito de género: continuación, transformación, comienzo…

El lenguaje ha sido una herramienta para nombrar lo que está pasando, desde que pude empezar a sociabilizarlo. En el minuto en que yo pude decirle a mi terapeuta: “Soy mujer”, eso generó una onda expansiva para que yo pudiera ir contando esa misma verdad en distintos contextos. Las palabras eran clave porque no es: “Yo me siento mujer” o “Yo creo que podría ser…”, sino “Yo SOY” y eso lo cambia todo. La terapia es fundamentalmente un trabajo muy verbal, y se trata de encontrar una palabra para describir lo que te está pasando, que eso sea aceptado, poder comunicarlo y que te haga sentido. Por ejemplo, la idea de continuidad surgió de una conversación que tuvimos con mi terapeuta a propósito de que había algo que no había cambiado, que era mi caligrafía; mi letra seguía siendo la misma. Una de las cosas que hice en la pandemia fue ordenar mi biblioteca por colores y dije: Tengo que volver a leer estos libros para que pasen por este cuerpo, porque estaban firmados con el nombre Juan José. Había ciertas cosas que eran nuevas y que emergían, pero también había ciertas continuidades. Son palabras que vienen emergiendo en la conversación terapéutica y resultan muy efectivas para nombrar.

Precisamente sobre eso, usted habla de la palabra como herramienta performativa.

Eso es Harry Potter, abracadabra, gestos de cuerpo, pero también de palabras. Eso está en “Alí Babá y los 40 ladrones”: “Ábrete, sésamo” no es un gesto corporal, es una palabra y es una instrucción performativa. Que la palabra tenga el poder de transformar algo o de impactar o afectar la realidad es algo que le asignamos a la magia, pero el lingüista J. L. Austin habla de los enunciados performativos y dice que, por ejemplo, cuando en un matrimonio dicen: “Sí, acepto” o “Los declaro marido y mujer”, ese es un poder performativo de la palabra. Es el poder de la palabra el que te cambia. El otro día entré a una iglesia preciosa, rural, y estaban bautizando a una persona como Juan José, que además es mi nombre anterior, y el cura decía: “Te llamarás siempre Juan José y Dios siempre te reconocerá como Juan José”. ¡Es el poder de la palabra sobre una vida! Por suerte el tránsito de género y también la conciencia de las palabras nos permiten incluso cambiarnos el nombre y rebautizarnos.

Otro tema clave es la muerte, que no es un eje, pero aparece sugerida sin una connotación fúnebre. ¿Cómo es hoy su mirada sobre la muerte?, ¿cambió después de escribir esta novela?

Ya es imposible para mí pensar la muerte como lo hacía antes de escribir la novela y sobre todo antes de pensar y escribir el tránsito, porque puede ser experimentado como un duelo por personas que no lo quieren ver. Con la actriz chilena Daniela Vega, protagonista de Una mujer fantástica, la película que ganó un Oscar, empezamos a seguirnos en Instagram previo a mi tránsito y como yo empecé a compartir ciertas reflexiones sobre eso, ella me escribió un mensaje directo y me dice: “Disculpa si estoy fuera de lugar, pero tengo la intuición de que estás empezando un tratamiento de reemplazo hormonal y que estás empezando un tránsito, ¿es así?”. Yo le dije que sí y que le agradecía por la inspiración, porque en la entrega de los Oscar dijo que había que abrir los corazones y ella me dice: “Bienvenida a la mejor época de tu vida, ¡felicitaciones!”. Eso se le dice a alguien cuando nace un hijo, en un cumpleaños, cuando te promueven en el trabajo, como que hay algo que celebrar.

El poder de la palabra que lo cambia todo…

¡Sí! Ella destiñó de dolor toda la performatividad del discurso para decir: Esto es maravilloso, hay algo que está empezando. Entonces, sí puedo decir que la experiencia del tránsito o dejar algo atrás puede ser experimentado como algo trágico, doloroso, una muerte o una pérdida, pero también existen los recursos para darle vuelta a eso y transformarlo en una experiencia celebratoria. Y si uno ve los discursos culturales, cómo ha cambiado la revista Time, por ejemplo, cómo han contado los tránsitos de hace diez o quince años a hoy día, los temas van evolucionando porque como sociedades vamos cambiando en la medida en que podemos transformar las narrativas.

Por Juan Camilo Rincón

Por Natalia Consuegra

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