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Lo, vi allí, sentado, ante el comedor de su casa. No hablaba. Miraba con ojos de 83 años y un día y miles de recuerdos. Sus manos tocaban una invisible canción, muy lentamente. Sus manos… Manos mágicas que sesenta y tantos años atrás se disfrazaban en una infinita tradición familiar por la que su padre, don Enrique, fue dos veces excomulgado por monseñor Pedro Adán Brioschi, excomunión sin retomo. Manos que dibujaban antifaces y capas de reyes y esculpían con papeles de colores algún bastón de mando o un escudo de caballero medieval. Manos que por aquellos años 20 acariciaron incrédulas el primer carro que anduvo Cartagena, espantando a su paso de Ford las gallinas.
Manos fascinadas que repasaban en las noches un libro de cuentos escrito por su abuela, doña Concepción Jiménez de Araújo. Manos regordetas que se embelesaron con los pinceles que ella guardaba en su estudio; manos que desde el piso pasaron hoja tras hoja del Porvenir, el diario del esposo de su abuela, voz de Rafael Núñez, escenario de algunos Nocturnos de José Asunción Silva. Manos que a los siete años pintaban calaveras y calaveras, siempre de perfil, y que una tarde se cerraron de rabia por no haber podido dibujar perfectas otras manos, pero que al abrirse se encontraron con que Cartagena toda aplaudía la genialidad del niño, que jamás se cansaba de copiar en cajitas de madera repletas de tabaco cubano a El Greco, a Rembrandt, a Watteau y a las estrellas de cine del momento.
Manos que a los 17 años querían hacer maquetas de grandes casonas, pero que sepultaban a los 19 aquel sueño al recibir, algo temblorosas, una beca de las manos firmes del presidente Eduardo Santos, pues una tarde Gómez Campuzano había dicho que el muchacho era genial. Era urgente apoyarlo. Manos que semanas más tarde se aferraban a un asiento de avión-hélice-riesgo-de-muerte que lo llevaba a la Arts Students League de Nueva York, y que allí, deslumbradas, escogían al maestro deseado, George Grosz, para luego preferir otro, Harry Stenrberg, y a otro más. Manos que aprehendieron trazos y detalles, pero que también sirvieron comidas en restaurantes y barrieron calles.
Manos que al regresar de Nuevo York ya pintaban otras manos, femeninas pero fuertes, regordetas, acostumbradas al maquillaje y a los espejos, a los juegos de cartas de cinco de la tarde cartagenera. “Mis manos son exageradas a propósito, son el comienzo y el fin de todo”. Manos que en una noche de insomnio decidieron quitarle la cabeza a la abuela y pintarla sobre una mesa, manos que meses después abrieron una carta del historiador Donaldo Bossa, para quien una mujer decapitada era sinónimo de adulterio; manos que en medio de la polémica fueron a recibir una carta firmada por sus familiares con la que se le expulsaría de la familia por irreverente, manos que al final se golpearían contra una mesa en gesto de decepción pues la ‘carta de expulsión’ jamás se hizo, y con ella la pintura habría triplicado su precio.
Manos que celebraron el primer premio del X Salón de Artistas en 1957 por una obra cubista que se salió de su tradición: Elementos bajo un eclipse. Manos de ron, de disciplina, que tacharon algunas frases de García Márquez para un guión que luego sería película, La langosta azul. Manos que se cerraban y se enterraban las uñas acompañando los gestos y la voz de un Enrique Grau que decía, molesto, “el arte colombiano está en crisis desde que se considera arte a un fabricante de instalaciones sin talento”. Manos que un segundo más tarde se relajaban. “En el arte conceptual existen maravillas, pero cuando hay talento”. Manos que se tocaban un dolor, que imaginaban una de sus ‘Maria Mulatas’, manos que cerraban círculos. Manos frías; yertas, muertas.