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En ocasión del décimo aniversario del fallecimiento del maestro Enrique Grau el 1º de abril de 2004, recordemos que su obra artística documenta la fisonomía del Caribe colombiano: sus gentes, el mar, su exótica fauna y la exuberancia de su flora tropical. La región caribeña de Colombia ha estado presente como una raíz ancestral, un cordón umbilical que nutre su trabajo artístico. Ya desde su primera juventud, cuando pintaba acuarelas sencillas que vendía por pocos pesos o cambiaba por libros o materiales de pintura, su interés se centraba en su tierra natal.
Era un asiduo visitante de la librería Mogollón, el tertuliadero obligado de intelectuales y artistas cuando Cartagena era aún provinciana y remota. Allí inició un incipiente aprendizaje con sabios personajes como Daniel Lemaitre y el profesor italiano Vicente Pastor Dalpena, a quien el empresario cartagenero había contratado para enseñar a su hijo, el acuarelista Hernando Lemaitre, ilustre precursor —junto con Jeneroso y Luis Felipe Jaspe— de la escuela de acuarelistas que hoy ostenta la Ciudad Heroica.
A los 19 años de edad (nació el 18 de diciembre de 1920), desembarcó en la ciudad de Nueva York y allí sintió los primeros ramalazos de la modernidad que incendiaba las galerías y museos de la urbe. Ingresó a la Art Students League, donde se cocinaban las diversas tendencias que agitaban las aguas del arte occidental: el expresionismo alemán, que cursaba su largo recorrido histórico con Georg Grosz a la cabeza; la abstracción gestual que pregonaba el grupo de artistas que se daría a conocer como la Escuela de Nueva York hacia la década de los 50; los neofigurativos, con sus distorsiones picassianas; los posimpresionistas, admiradores de Matisse, y los surrealistas, que acataban los postulados freudianos. Era una época de zozobra por la guerra que se avecinaba en Europa y se presentía en la lejana Asia.
Su tránsito por Nueva York fue un encuentro con el trabajo y las vicisitudes de cualquier estudiante extranjero. Las mesadas no alcanzaban y la necesidad lo obligó a unirse a un número creciente de inmigrantes que trajinaban en menesteres transitorios. Así se desempeñó como modelo, portero de edificio, barrendero y ayudante de artistas armando bastidores y estirando lienzos. Allí perfiló su capacidad de trabajo y su ímpetu creativo, estimulado por un temprano premio que ganó una de sus pinturas en una exposición que compartía el espacio con los famosos muralistas mexicanos. A Nueva York regresaría a vivir hacia los años 80, en circunstancias más prósperas, hasta su regreso definitivo a Colombia.
Antes de partir para Nueva York había ganado una mención de honor en el I Salón de Artistas Colombianos con su pintura Mulata cartagenera (en la colección del Museo Nacional), donde se perfilaba su inclinación por representar la raza poliétnica que caracteriza a la región caribeña en armonía con la tendencia criollista que surcaba al Caribe desde Cuba. Recordemos las gitanas tropicales de Víctor Manuel o los guajiros de Eduardo Abela, hasta Brasil con las mulatas y campesinos de Cándido Portinari. De igual modo, el indigenismo recorría el continente desde Perú hasta México, pasando por Bolivia y Ecuador. En Colombia estaba representado por el grupo de los Bachués.
De regreso a Colombia se instaló en Bogotá —con visitas periódicas a Cartagena— y fue en la ciudad andina donde desplegó sus alas el ser social que disfrutaba de la compañía de sus semejantes. Fueron famosas en la farándula de la época sus fiestas dionisíacas donde participaban los personajes que retrataba en sus lienzos. Compartió su tiempo como profesor de pintura en la Universidad Nacional y escenógrafo en la televisora nacional que empezaba a funcionar de la mano de soñadores como Bernardo Romero Lozano cuando, en lugar de insulsas telenovelas, transmitía obras de teatro del repertorio clásico, como Shakespeare y los trágicos griegos, y los renovadores del teatro moderno como Jean Cocteau, García Lorca, Sartre o Bertold Brecht. De ahí su preferencia por la teatralidad lúdica de sus composiciones en pintura o escultura cromatizada, cuyos personajes ostentan vestuarios operáticos, así como una utilería de elementos decorativos y simbólicos: sombreros fantásticos, frutas y flores tropicales, mariposas o pájaros para golosina de voyeristas impenitentes. Su gusto por el carnaval caribeño o veneciano, recordando su etapa en Italia en la década de los 50, reluce en esas máscaras y disfraces de colores lujuriosos donde parece que el artista se reflejara en el espejo de su propio regocijo.
Fue, en consecuencia, una persona vitalista y sensual cuya pasión por la pintura se manifiesta en una obra de carácter optimista, de alegre cromatismo, en el contexto de un dibujo cuidadoso que se traduce en imágenes mitológicas, bíblicas o escenas cotidianas. Si bien por un período fugaz sucumbió a los cantos de sirena del abstraccionismo —que por los años 50 y 60 seducía por igual a pintores y escultores del mundo entero—, permaneció fiel a una figuración caracterizada por un acendrado humanismo donde sus congéneres son el centro de su universo.
Su visita a las islas Galápagos en el océano Pacífico en 1992 fue como una epifanía. La presencia de un dios sabio y misterioso se patentizó en ese paisaje semiárido con rica fauna terrestre y acuática. De sus observaciones hizo una cantidad inusitada de bocetos que después se tradujeron en dibujos y pinturas de gigantescas tortugas antediluvianas e iguanas prehistóricas asoleándose en sus madrigueras, los cuales expuso en importantes museos y galerías de arte del continente americano.
En calidad de hijo dilecto de su ciudad, fue seleccionado en 1997 para ejecutar el plafón del restaurado teatro Heredia (hoy Adolfo Mejía), el cual entregó a la protección de las nueve musas, robustas figuras femeninas de la mitología griega que danzan en armonía con los símbolos que representa cada una. Así encontramos a Talía con la máscara de la comedia, a Clío con una pluma escribiendo la historia en un libro o Urania, de la astronomía, cubierta con un manto azul celeste saturado de estrellas, un globo del universo y el compás necesario para medir su diámetro.
De igual modo diseñó el telón de boca, una pintura en acrílico como mano generosa que ofrece un ramo de flores unido por un lazo rojo a los símbolos emblemáticos de la ciudad: el monumento a los zapatos viejos, la india Catalina y el héroe Blas de Lezo, entre otros. Ha hecho también famosa a la mariamulata, ave típica de la región Caribe que habita las playas de Cartagena, y la escultura en lámina metálica de ese pájaro negro-azuloso y gruñón saluda a los visitantes a la entrada del barrio de Bocagrande, en tanto que una masiva efigie de san Pedro Claver, reverenciado defensor de los esclavos africanos, ilumina la plaza que lleva su nombre en el sector colonial. La obra de Enrique Grau abarca un trayecto significativo en la historia del arte colombiano. Es uno de los mitos de nuestra plástica contemporánea y un artista de tiempo completo cuyo legado histórico posee un valor imperecedero.
* Escritor e investigador cultural, entre sus libros más recientes se cuentan La vuelta a la manzana: una memoria literaria de Cali (co-compilador), Los recursos de la imaginación: artes visuales de la región andina de Colombia y Los recursos de la imaginación: artes visuales del Caribe colombiano (Panamericana, 2010, segunda edición).