Ensayo: El terreno de lo sagrado. A propósito de “Cien años de soledad” en Netflix
Un editor literario analiza la versión de los cineastas, advirtiendo que quienes parten de una divinización de la novela escrita condenan de antemano la versión audiovisual, incluso desde antes de verla.
Ludwing Cepeda Aparicio * @Ludwing_Cepeda / Especial para El Espectador
Cuán maravilloso sería que la lectura y percepción sobre un libro jamás nos impidiera disfrutar del lenguaje cinematográfico ni limitara nuestra capacidad de apreciación, sino que, por el contrario, nos hiciera más receptivos, tolerantes y ampliara nuestras posibilidades. Como decía Pessoa, uno es del tamaño de lo que es capaz de ver.
Nunca he creído que el lenguaje literario esté por encima de las artes audiovisuales. Tampoco he sospechado siquiera que se puedan comparar —de manera justa— la obra escrita y cualquier otra producción en la que la obra literaria se vierta a otros tipos de lenguajes y formatos, en este caso, a la gramática fílmica, que, a decir verdad, dispone de muchos más recursos y elementos heterogéneos de lo que puede hacerlo el texto por sí mismo. Al decir esto, no solo pienso en la iluminación, la fotografía, el sonido y la música, la actuación, el montaje, los efectos —tantas artes orquestadas al unísono—, sino en aspectos como la superposición de planos temporales, que en el cine es mucho más fácil de lograr, gracias al enorme nivel de compactación del que goza el lenguaje audiovisual; o en la interpretación actoral, que puede añadir una capa de profundidad y emoción mayor a los personajes, un efecto que también puede resultar más difícil de transmitir solo con palabras. (Pero eso no hace al cine mejor ni peor. Solo lo hace diferente).
Sin embargo, el intento de comparar la obra escrita y la gramática fílmica usualmente responde a una incomprensión de ambos lenguajes, y al deseo —oculto— de que el arte cinematográfico sea “idéntico” a la obra literaria, una copia fiel, o muy parecida, pero, a fin de cuentas, una copia; y toda copia arrastra consigo el estigma de no ser el “original”, sino una creación secundaria, marginal y profana, una “mala producción”, en el mejor de los casos. No obstante, la obra fílmica jamás podrá ser una “copia” (¿quién fantaseó de esa manera?). (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre la “psicología del borrego”)
Expresado en lógica aristotélica —la misma que dice “los planetas son planetas”—: si una película o una serie cinematográfica fuera una copia “perfecta” de la obra literaria, sencillamente no se trataría de una versión cinematográfica, sino que sería la obra literaria misma —una fotocopia, un ejemplar más del libro—; de hecho, si solo pudiera crearse una obra “igual”, no habría manera de producir ninguna obra derivada a partir de la original; por ejemplo, ni siquiera una traducción. Aunque quizá haya una excepción: El Quijote de Pierre Menard concebido por Borges. Esta curiosa invención libresca no deja dudas al respecto: supone que la copia creada por el escritor ficticio Pierre Menard, a pesar de ser una copia milimétricamente exacta de El Quijote de Cervantes, no sería una copia fiel, al ser producida en otra época. De esa proporción es la dificultad de crear una obra “idéntica”, aunque ese es otro tema, y delimita otra perspectiva.
El deseo de comparación entre la novela escrita y la obra fílmica responde a un sesgo impulsado por estructuras binarias y al deseo de insinuar —subrepticiamente— que la obra literaria pertenece al reino de lo sagrado; y lo sagrado, como sabemos, se contempla a sí mismo como un ámbito ubicado —muy— por encima de lo profano, de lo terrenal y mundano; o sea, por encima del lenguaje cinematográfico, según la analogía que he sugerido para ilustrar el impulso, casi “teológico”, de quienes “divinizan” la obra literaria, al tiempo que —de manera inversamente proporcional— ridiculizan la adaptación a la pantalla, solo por haber nacido a partir de un gran libro.
Al respecto, los detractores del formato audiovisual se radicalizan en torno a la idea de que el texto literario es “inadaptable” y de que ver la serie es “echar a perder para siempre la lectura del libro”; es decir, decretan que queda rigurosamente prohibida su puesta en escena y adaptación a la pantalla, y, en caso de que la obra finalmente salte a la pantalla, la denigran y desaconsejan verla. Por mi parte, celebro que existan libros que puedan convertirse en películas, series animadas, juegos de mesa y videojuegos —incluso, productos de merchandising— que puedan darnos el deleite de ir más allá de su expresión primaria y que sean capaces de retar a otros lenguajes, talentos e industrias. ¡Deseo que vengan muchos libros así!, con el poder de elevar nuestra imaginación y tocar nuestra sensibilidad de diferentes maneras. (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre el pensamiento crítico y el sesgo de confirmación)
La comparación sobre “¿cuál es mejor, si la novela o la película?”, suele tener asegurada una respuesta aprendida —y, por ende, irracional—: que la obra literaria, necesariamente, es superior y que jamás podrá ser siquiera igualada —y, mucho menos, superada—, mientras que la obra cinematográfica es, por supuesto, una “empresa de antemano condenada al fracaso”, algo que “no se debería haber hecho jamás”, una “chapucería estrepitosa”, un “producto de marketing encorsetado en fórmulas milimétricamente preconcebidas”, entre otros prejuicios comúnmente arraigados. Como si en el cine no pudiera haber originalidad, grandeza ni autonomía creativa. Como si el cine tuviera que permanecer “fiel” a la obra literaria, rendirle cuentas y arrodillarse ante ella. Y, en ese sentido, como si el distanciamiento del texto “original” representara “un disparate que atenta contra la esencia misma de la obra original”, según ha afirmado una crítica encarnizada.
Sin duda, muchos devotos y estudiosos de la novela escrita por Gabriel García Márquez han sentido traicionada la veneración que se debía rendir eternamente a la obra original, a su “esencia” prístina, y por ende anhelan un ajusticiamiento —al menos, por la vía del desprecio y la descalificación— contra la versión que ha salido a la pantalla, por considerar que esta es una “adulteración”, un producto que “atenta” contra “la obra original”. Por el contrario, creo que si la novela escrita por García Márquez era “inadaptable” —como afirman muchos—, eso significa que haber logrado una versión cinematográfica tiene un mérito aún mayor, ya que los cineastas debieron ser más osados, perspicaces y creativos, al sortear con la enorme dificultad de llevar a la pantalla una obra de esa naturaleza. ¡Felicitaciones por su trabajo!, así a algunos no les guste del todo —o en nada— y vean en ella, nada más, una industria lucrativa.
Quienes desprecian la versión cinematográfica de una obra literaria —trátese de Cien años de soledad, Pedro Páramo, El señor de los anillos, La lista de Schindler, El tambor de hojalata, El perfume...— responden, por lo general, a un mismo patrón conductual: sienten que cualquier creación audiovisual a partir de la obra literaria implica una “profanación” de lo sagrado, una blasfemia que, como he dicho, “atenta” contra la “obra original”. Este fenómeno bien podría recordarnos el “pecado” que tan enérgicamente señalan los protestantes, musulmanes y otros religiosos para condenar al infierno a quienes crean representaciones visuales inspiradas en sus dioses. ¿Algún parecido con la predisposición de algunos críticos de la adaptación fílmica? (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre la economía de la atención digital)
En este punto, me surge una pregunta inofensiva —¡cómo no!—, nada más para alentar la imaginación: si los detractores tenían tan claro muy “de antemano” que la obra literaria “no se podía adaptar” y que tal empresa inevitablemente “sería un fracaso abismal”, ¿por qué corrieron a ver la serie desde los primeros días que salió su estreno? ¡Ayyyy! ¡Virgen del Agarradero! —¡Ja, ja, ja, ja!—. Respuesta: necesitaban ridiculizar la versión adaptada a la pantalla. Les urgía restituir la pureza y el honor burlado a la novela original, que han revestido de veneración.
No considero que una obra literaria conlleve el imperativo de hacer de ella una imitación, un acto mimético por excelencia. Una idea semejante existió por allá hace 2400 años, cuando Platón expuso en La República que el arte debía ser una imitación de la realidad y que las formas artísticas que no acataran ese principio podían ser engañosas y alejar a las personas de la realidad misma. En esta antigua idea del platonismo vemos ya plasmada, de cierta manera, la creencia de que la obra “derivada” es de menor valor que el “original”. El desprecio a la versión cinematográfica tiene un asidero ideológico similar. En aquella mentalidad, habita una dosis de platonismo. Incluso expresiones como “adaptación”, “obra original” y “obra derivada” empujan —sin querer— en dicha dirección engañosa, por lo cual parecen términos poco afortunados para hablar acerca de una versión cinematográfica.
Hay que hacer el duelo con el libro. Hay que darnos la oportunidad de interactuar con otros lenguajes, y relajarnos un poco. El cine no quema libros. Además, Cien años de soledad ya no le pertenece al autor ni a una casa editorial —y tampoco a Netflix o a una industria, y mucho menos a los intelectuales—, sino a cualquiera que desee adentrarse e inspirarse en ella y tenerla como referente —incluidos los cineastas—. Es patrimonio cultural de la humanidad, y trascenderá más allá de nuestra época, así como lo hicieron Homero, Shakespeare, Cervantes, Dostoievski y otros, cuyas piezas literarias han inspirado grandes obras cinematográficas.
* Ludwing Cepeda es filósofo y editor de libros y revistas.
Cuán maravilloso sería que la lectura y percepción sobre un libro jamás nos impidiera disfrutar del lenguaje cinematográfico ni limitara nuestra capacidad de apreciación, sino que, por el contrario, nos hiciera más receptivos, tolerantes y ampliara nuestras posibilidades. Como decía Pessoa, uno es del tamaño de lo que es capaz de ver.
Nunca he creído que el lenguaje literario esté por encima de las artes audiovisuales. Tampoco he sospechado siquiera que se puedan comparar —de manera justa— la obra escrita y cualquier otra producción en la que la obra literaria se vierta a otros tipos de lenguajes y formatos, en este caso, a la gramática fílmica, que, a decir verdad, dispone de muchos más recursos y elementos heterogéneos de lo que puede hacerlo el texto por sí mismo. Al decir esto, no solo pienso en la iluminación, la fotografía, el sonido y la música, la actuación, el montaje, los efectos —tantas artes orquestadas al unísono—, sino en aspectos como la superposición de planos temporales, que en el cine es mucho más fácil de lograr, gracias al enorme nivel de compactación del que goza el lenguaje audiovisual; o en la interpretación actoral, que puede añadir una capa de profundidad y emoción mayor a los personajes, un efecto que también puede resultar más difícil de transmitir solo con palabras. (Pero eso no hace al cine mejor ni peor. Solo lo hace diferente).
Sin embargo, el intento de comparar la obra escrita y la gramática fílmica usualmente responde a una incomprensión de ambos lenguajes, y al deseo —oculto— de que el arte cinematográfico sea “idéntico” a la obra literaria, una copia fiel, o muy parecida, pero, a fin de cuentas, una copia; y toda copia arrastra consigo el estigma de no ser el “original”, sino una creación secundaria, marginal y profana, una “mala producción”, en el mejor de los casos. No obstante, la obra fílmica jamás podrá ser una “copia” (¿quién fantaseó de esa manera?). (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre la “psicología del borrego”)
Expresado en lógica aristotélica —la misma que dice “los planetas son planetas”—: si una película o una serie cinematográfica fuera una copia “perfecta” de la obra literaria, sencillamente no se trataría de una versión cinematográfica, sino que sería la obra literaria misma —una fotocopia, un ejemplar más del libro—; de hecho, si solo pudiera crearse una obra “igual”, no habría manera de producir ninguna obra derivada a partir de la original; por ejemplo, ni siquiera una traducción. Aunque quizá haya una excepción: El Quijote de Pierre Menard concebido por Borges. Esta curiosa invención libresca no deja dudas al respecto: supone que la copia creada por el escritor ficticio Pierre Menard, a pesar de ser una copia milimétricamente exacta de El Quijote de Cervantes, no sería una copia fiel, al ser producida en otra época. De esa proporción es la dificultad de crear una obra “idéntica”, aunque ese es otro tema, y delimita otra perspectiva.
El deseo de comparación entre la novela escrita y la obra fílmica responde a un sesgo impulsado por estructuras binarias y al deseo de insinuar —subrepticiamente— que la obra literaria pertenece al reino de lo sagrado; y lo sagrado, como sabemos, se contempla a sí mismo como un ámbito ubicado —muy— por encima de lo profano, de lo terrenal y mundano; o sea, por encima del lenguaje cinematográfico, según la analogía que he sugerido para ilustrar el impulso, casi “teológico”, de quienes “divinizan” la obra literaria, al tiempo que —de manera inversamente proporcional— ridiculizan la adaptación a la pantalla, solo por haber nacido a partir de un gran libro.
Al respecto, los detractores del formato audiovisual se radicalizan en torno a la idea de que el texto literario es “inadaptable” y de que ver la serie es “echar a perder para siempre la lectura del libro”; es decir, decretan que queda rigurosamente prohibida su puesta en escena y adaptación a la pantalla, y, en caso de que la obra finalmente salte a la pantalla, la denigran y desaconsejan verla. Por mi parte, celebro que existan libros que puedan convertirse en películas, series animadas, juegos de mesa y videojuegos —incluso, productos de merchandising— que puedan darnos el deleite de ir más allá de su expresión primaria y que sean capaces de retar a otros lenguajes, talentos e industrias. ¡Deseo que vengan muchos libros así!, con el poder de elevar nuestra imaginación y tocar nuestra sensibilidad de diferentes maneras. (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre el pensamiento crítico y el sesgo de confirmación)
La comparación sobre “¿cuál es mejor, si la novela o la película?”, suele tener asegurada una respuesta aprendida —y, por ende, irracional—: que la obra literaria, necesariamente, es superior y que jamás podrá ser siquiera igualada —y, mucho menos, superada—, mientras que la obra cinematográfica es, por supuesto, una “empresa de antemano condenada al fracaso”, algo que “no se debería haber hecho jamás”, una “chapucería estrepitosa”, un “producto de marketing encorsetado en fórmulas milimétricamente preconcebidas”, entre otros prejuicios comúnmente arraigados. Como si en el cine no pudiera haber originalidad, grandeza ni autonomía creativa. Como si el cine tuviera que permanecer “fiel” a la obra literaria, rendirle cuentas y arrodillarse ante ella. Y, en ese sentido, como si el distanciamiento del texto “original” representara “un disparate que atenta contra la esencia misma de la obra original”, según ha afirmado una crítica encarnizada.
Sin duda, muchos devotos y estudiosos de la novela escrita por Gabriel García Márquez han sentido traicionada la veneración que se debía rendir eternamente a la obra original, a su “esencia” prístina, y por ende anhelan un ajusticiamiento —al menos, por la vía del desprecio y la descalificación— contra la versión que ha salido a la pantalla, por considerar que esta es una “adulteración”, un producto que “atenta” contra “la obra original”. Por el contrario, creo que si la novela escrita por García Márquez era “inadaptable” —como afirman muchos—, eso significa que haber logrado una versión cinematográfica tiene un mérito aún mayor, ya que los cineastas debieron ser más osados, perspicaces y creativos, al sortear con la enorme dificultad de llevar a la pantalla una obra de esa naturaleza. ¡Felicitaciones por su trabajo!, así a algunos no les guste del todo —o en nada— y vean en ella, nada más, una industria lucrativa.
Quienes desprecian la versión cinematográfica de una obra literaria —trátese de Cien años de soledad, Pedro Páramo, El señor de los anillos, La lista de Schindler, El tambor de hojalata, El perfume...— responden, por lo general, a un mismo patrón conductual: sienten que cualquier creación audiovisual a partir de la obra literaria implica una “profanación” de lo sagrado, una blasfemia que, como he dicho, “atenta” contra la “obra original”. Este fenómeno bien podría recordarnos el “pecado” que tan enérgicamente señalan los protestantes, musulmanes y otros religiosos para condenar al infierno a quienes crean representaciones visuales inspiradas en sus dioses. ¿Algún parecido con la predisposición de algunos críticos de la adaptación fílmica? (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre la economía de la atención digital)
En este punto, me surge una pregunta inofensiva —¡cómo no!—, nada más para alentar la imaginación: si los detractores tenían tan claro muy “de antemano” que la obra literaria “no se podía adaptar” y que tal empresa inevitablemente “sería un fracaso abismal”, ¿por qué corrieron a ver la serie desde los primeros días que salió su estreno? ¡Ayyyy! ¡Virgen del Agarradero! —¡Ja, ja, ja, ja!—. Respuesta: necesitaban ridiculizar la versión adaptada a la pantalla. Les urgía restituir la pureza y el honor burlado a la novela original, que han revestido de veneración.
No considero que una obra literaria conlleve el imperativo de hacer de ella una imitación, un acto mimético por excelencia. Una idea semejante existió por allá hace 2400 años, cuando Platón expuso en La República que el arte debía ser una imitación de la realidad y que las formas artísticas que no acataran ese principio podían ser engañosas y alejar a las personas de la realidad misma. En esta antigua idea del platonismo vemos ya plasmada, de cierta manera, la creencia de que la obra “derivada” es de menor valor que el “original”. El desprecio a la versión cinematográfica tiene un asidero ideológico similar. En aquella mentalidad, habita una dosis de platonismo. Incluso expresiones como “adaptación”, “obra original” y “obra derivada” empujan —sin querer— en dicha dirección engañosa, por lo cual parecen términos poco afortunados para hablar acerca de una versión cinematográfica.
Hay que hacer el duelo con el libro. Hay que darnos la oportunidad de interactuar con otros lenguajes, y relajarnos un poco. El cine no quema libros. Además, Cien años de soledad ya no le pertenece al autor ni a una casa editorial —y tampoco a Netflix o a una industria, y mucho menos a los intelectuales—, sino a cualquiera que desee adentrarse e inspirarse en ella y tenerla como referente —incluidos los cineastas—. Es patrimonio cultural de la humanidad, y trascenderá más allá de nuestra época, así como lo hicieron Homero, Shakespeare, Cervantes, Dostoievski y otros, cuyas piezas literarias han inspirado grandes obras cinematográficas.
* Ludwing Cepeda es filósofo y editor de libros y revistas.