Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Por lo general, las personas no se ejercitan en el pensamiento crítico, sino en el sesgo de confirmación. Este es, quizás, el condicionamiento cognitivo más entrenado y desarrollado en la historia del pensamiento.
El “sesgo de confirmación” es una forma de razonar en la cual solo tenemos en cuenta aquella información que encaja y corrobora lo que ya creemos. Esta inclinación natural de la mente nos encierra en una burbuja en la que solo buscamos reafirmar nuestros puntos de vista: incrementar el grado de certeza sobre una idea. Dicha condición del pensamiento nos hace rodearnos de personas que piensan igual o muy parecido a nosotros, y a informarnos en una dirección unilateral: la de nuestras creencias e imaginarios. Es un círculo vicioso en el que nos radicalizamos cada día más y que genera polarización ideológica —incluso violencia—, de ahí la importancia de este asunto. (Recomendamos: Otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre cuando se anula la opinión del otro en un debate).
Al operar de esta manera, el sesgo de confirmación realiza un fino corte, una selección cuidadosa en la cual se ignora o descalifica cualquier evidencia e indicio que pueda contradecir o poner en riesgo nuestras propias ideas. En otras palabras, solo vemos lo que nos interesa ver, y confiamos demasiado en las valoraciones personales, como si la “verdad” nos perteneciera por derecho natural; aunque una tendencia excesiva al sesgo de confirmación es, más bien, señal de un pensamiento dogmático, inflexible, e incluso refleja una dificultad para evaluar e interpretar información. Es decir, un extremo opuesto del pensamiento crítico.
Esta trampa en que cae presa la razón se expresa de numerosas formas. Y en todas ellas el intelecto puede extraviarse con facilidad. Por ejemplo, al identificar coincidencias donde no las hay o difícilmente puede haberlas; al establecer semejanzas entre elementos intrínsecamente heterogéneos y sin mayor conexión entre sí; o al “descubrir” aparentes continuidades entre fenómenos en los que no existe una sucesión real o un nexo causal.
Los sesgos cognitivos son atajos del cerebro, una especie de sistema de autocompletar de la intuición en el cual se perciben relaciones lógicas de manera distorsionada, como cuando un evento precede a otro y, solo por ese hecho, es considerado la causa del siguiente suceso (falacia post hoc, o de correlación coincidente). Aunque tales mecanismos buscan hacernos más eficientes y son un rasgo adaptativo de la evolución humana, tal economía de procesamiento de información suele conducirnos al error.
A partir de los diferentes esquemas que adoptan los sesgos cognitivos, se moldea la realidad. Estos se convierten en las rutas neuronales primarias, los caminos preestablecidos por donde pasa la electricidad cada vez que pensamos. El sesgo de confirmación se erige, de esta manera, en la verdadera medida de todas las cosas —el famoso Homo mensura del que hablaron los filósofos en la antigua Grecia—. Sin embargo, pese a su enorme importancia, y aun cuando dicho mecanismo pueda ser empleado con singular habilidad e inteligencia, tal “destreza” no es una expresión de racionalidad, conceptos que, con justa razón, diferencian las ciencias cognitivas.
Desde luego, un individuo considerado “inteligente” podría tener un pensamiento crítico limitado y experimentar obstáculos respecto a tomar distancia de sus propias ideas, o si quiera intentar ponerlas a prueba, buscando posibles objeciones o nuevas perspectivas que señalen otra realidad. En efecto, la inteligencia no es garantía de racionalidad; ni de coherencia, ni siquiera de sensatez —recordemos que existen “genios idiotas”, como se les conoce en neuropsicología—, aunque es lógico suponer que una persona, por ejemplo, con una inteligencia lingüística notable necesariamente es racional, o, por lo menos, le resultaría más fácil serlo.
No obstante, esta suposición podría ser errada, ya que sujetos con gran potencial cognitivo suelen enfocar su inteligencia y suspicacia con el fin de alimentar y hacer más profundas e irrefutables sus creencias; es decir, su ingenio los arrastra con mayor ímpetu mar adentro de sus prejuicios. Así, pues, una elevada inteligencia —guiada dogmáticamente— puede condenarnos a un pensamiento inflexible e intransigente, un hecho que, por cierto, parece frecuente en sujetos instruidos y con amplio reconocimiento social, o que ostentan alguna posición de poder, en especial, si a esto se suma un orgullo exagerado o una personalidad narcisista. Como se sabe, los rasgos de personalidad juegan un papel decisivo en la racionalidad; muchas veces, en menoscabo de esta.
En consecuencia, un elevado coeficiente intelectual es susceptible de obstaculizar la racionalidad. En este caso, el pensamiento queda obnubilado por una tendencia al sesgo de confirmación, y es aquí cuando surgen dificultades para desconfiar de las convicciones propias, y, más aún, para introducir cambios sobre estas, por pequeños que sean. Un terreno árido para el razonamiento crítico, pues este involucra la capacidad de autocrítica, la búsqueda de diversas fuentes y el diálogo con posturas distintas. Esto es, en últimas, lo que hace posible el pensamiento crítico, que es una expresión de pensamiento objetivo, de neutralidad, que no debe confundirse con ser indiferentes o con no tomar postura.
Desde esta perspectiva, el pensamiento crítico va más allá del acto racional de emitir juicios lógicos con fines argumentativos. De hecho, quienes se adiestran en el sesgo de confirmación hacen justo eso: emitir juicios lógicos, hábilmente enlazados, a los que a veces se añaden datos y conceptualizaciones rigurosas. Y, sin embargo, tales sujetos se extravían en el deseo inquebrantable de reafirmar sus convicciones. Por el contrario, el pensamiento crítico es un proceso más profundo y complejo que la evaluación analítica de un conjunto de ideas o afirmaciones. Va más allá de la naturaleza formal del silogismo y de la habilidad de contrastar, deducir e interpretar. De hecho, lo que se encuentra, usualmente, no es un pensamiento crítico, sino genios y verdaderos expertos del sesgo de confirmación; un pensamiento crítico “hacia afuera”, direccionado contra las opiniones de otras personas, donde resulta muy fácil ver fallas y errores.
En realidad, lo que distingue al pensamiento crítico de otros procesos mentales es la disposición a examinar “cualquier” idea —sea que simpaticemos con ella o no— y la conciencia de que estamos sujetos de manera constante a ilusiones cognitivas, que son los famosos “sesgos de pensamiento”. Muchas de nuestras más profundas convicciones son, precisamente, resultado de una ilusión de este tipo; un atajo del cerebro. Reconocer esto es difícil, incluso para quienes se esfuerzan en identificar dichos errores cognitivos (con frecuencia, ser conscientes de que estamos viendo una ilusión óptica no hace que nuestro cerebro deje de verla).
El pensamiento crítico, en definitiva, requiere de un esfuerzo excepcional; en primer lugar, superar la tendencia al sesgo de confirmación. Y, como es de esperarse, casi nadie está preparado para algo así, pues esto significa cambiar —específicamente, ir en contra de— la forma en que habitualmente funciona el cerebro.
* Ludwing Cepeda es filósofo y editor de libros y revistas.