“Ensayo sobre la ceguera”: un aviso (Tintas en la crisis)

La historia escrita por José Saramago resulta ser un reflejo estremecedor de estos tiempos. Aunque las circunstancias narradas en la obra son extremas, la fragilidad a la que los personajes quedan sometidos y la similitud con algunos escenarios de nuestro presente, podrían iluminar el túnel que actualmente cruzamos.

Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad
27 de marzo de 2020 - 07:08 p. m.
“Ensayo sobre la ceguera”: un aviso (Tintas en la crisis)
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La historia de “Ensayo sobre la ceguera” se inicia con la tragedia de un hombre que, de un momento a otro, deja de ver. Está sentado en su carro esperando a que la luz de un semáforo cambie a verde para avanzar, pero nunca se entera. Se queda ciego. Los demás: conductores que van detrás y algunos peatones, se ofuscan. Quieren que avance, que deje de estorbar. Al ver que no hay movimiento se acercan. El nuevo ciego grita “Estoy ciego, estoy ciego”, y la condición humana comienza a desbordarse: algunos intentan calmarlo, otros solo se quedan por el morbo, unos cuantos siguen con el afán de que se quite, que ya tendrá que resolver su problema y hay uno que se ofrece a llevarlo a casa. Después, consciente de la indefensión del hombre ciego, se lleva las llaves de su carro y lo roba.

Esta escena, que es el origen de las más aberrantes, caóticas y degradantes circunstancias de una sociedad civilizada, se desenvuelve entre humanos a los que, dependiendo de la incomodidad o la amenaza, se les rebosa su verdad. Lo que realmente son queda evidenciado en un gesto sencillo.

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Somos frágiles. Saramago lo retrató en una historia de ficción que, justo por estos días, se lee aterradoramente real. “Ensayo sobre la ceguera” es un espejo doloroso. Leer sus 244 páginas es un desafío para la incertidumbre con la que se debe lidiar en este momento. La ceguera de la que allí se habla es un virus que comienza a regarse por los ojos de quien se va topando con el contagiado. Los desgraciados que ante el desespero se convierten en animales gobernados por el pánico, corren hacia el que seguramente tiene las repuestas: el médico. Cuando no encuentran explicaciones y entienden que el de la bata blanca también es mortal, el caos se desata. Cuando se enfrentan a que el personal de la salud, el más necesario de todos, no tiene cómo salvarlos, el miedo se toma las mentes. Ahí es donde el infierno comienza a recibirlos, a recibirnos.

No hay capítulos ni puntos seguidos. Los personajes se reconocen como el médico, la esposa del médico, el primer ciego, el niño estrábico, etc. Saramago desechó los nombres. En el libro tampoco hay posibilidad de reconocerse en los pasados de los ciegos o los no ciegos, sino en sus comportamientos, que ante cada acción, los dejan expuestos. La esposa del primer ciego, cuando se enteró de la limitación de su marido, se agarró de una esperanza que se parecía más a un dogma. Ni siquiera lo pensó. Del llanto pasó a un positivismo sin sentido. Se aferró a ilusiones para ganar tiempo, para que le doliera menos, para que las circunstancias no se convirtieran en realidades permanentes. Por su lado, el ladrón del primer ciego se fue con un sabor a viveza que después se le convirtió en un sudor frío. La culpa, que se le dividía entre la bajeza de sus acciones y los miedos ligados a su pasado y creencias, lo sometieron a la parálisis, que luego se le convirtió en ceguera. También, entre los muchos casos, hubo una mujer que, antes de que los ojos se le nublaran con el “mar lechoso”, cobraba por sexo. Cuando se quedó ciega pensó que lo merecía. Que ese era el castigo por usar su cuerpo para ganar dinero.

La historia de Saramago se va desgranando por el número de contagios. Después de que la ceguera llegó a un médico, el caso llegó al Gobierno central, que al principio lo subestimó. Después, cuando los del poder se dieron cuenta de que el problema era serio, las medidas para atajarlo se fueron ejecutando. “Poner en marcha el maldito engranaje oficial” no es fácil, pero cuando arriba se asustan, cuando el control se ve amenazado, comienzan las decisiones drásticas, que en el caso de estos ciegos fueron las de la deshumanización total. Como ya se dijo antes, los giros de esta historia podrían encontrarse en las noticias que por estos días circulan, que a pesar de no contener la degradación narrada en el libro, demuestran que para algunos dirigentes, la vida no es una prioridad.

La fuerza, las armas, las amenazas, el sometimiento y la humanidad anulada, fueron las decisiones que el gobierno de los ciegos tomó para “proteger al resto de la población”, que no se diferenció mucho de los abusadores. Una vez confinados, la búsqueda de culpables, el “sálvese quien pueda” y el hambre, sobre todo el hambre, demostraron que no existía un fondo que detuviera su rebajamiento. La necesidad de sobrevivir y el desinterés por el dolor ajeno, los nublaron de una oscuridad que no se parecía a su ceguera: un destello de luz blanca que les tapaba todo.

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Después de leer este libro, cualquier lector podría implorar para que además de escritor, a José Saramago no se le tenga que llamar profeta. Esta novela, además de ser una coincidencia entre la ficción y la realidad, debería ser una obligación para una cuarentena en la que el mundo entero se pregunta por el futuro, por la duración, por las consecuencias. Este reflejo escrito en 1995, permite reconocer que la historia de la humanidad es cíclica. Las noticias, que por estos días no son buenas y abruman, se exageran, se inflan, se ignoran o se reducen. De su anhelo por atención, su esperanza, aburrimiento o de su intención por generar conciencia a través del miedo, el que comunique influirá en la calma o la bruma del que lo escuche. En el mundo de los ciegos no fue distinto: “Así, de cama en cama, iban las noticias circulando por la sala, desfiguradas cada vez que pasaban de un receptor al receptor siguiente, disminuida o agravada la importancia de las informaciones, conforme al grado personal de optimismo o pesimismo propio de cada emisor”.

“Organizarse ya es, en cierto modo, tener ojos”, dijo alguno de los ciegos en las últimas páginas del libro, sugiriendo que se establecieran normas con las que la convivencia fuese más llevadera. Unas normas como las que en la realidad existen y nos rigen a nosotros. Unos acuerdos como los de la Constitución, en la que se habla de derechos humanos y la protección de la vida. Este acuerdo por cederle el poder al otro para la organización del resto, es uno de los componentes que de la realidad, Saramago usó en este libro en el que la pregunta por la existencia se repite sin cesar.

Este 2020, que desafía a un mundo que creía garantizados la comida, la salud, la liquidez, los abrazos y hasta la vida, requiere de un desgarre como el que Saramago ofrece. El arte, que atraviesa las superficies para colmar de belleza o de conciencia a las mentes dispuestas, esta vez busca la fractura a través de imágenes sórdidas que en muchas ocasiones, la humanidad ya ha experimentado. El cuerpo femenino para saciar el salvajismo, la dignidad en venta, el hambre, los olores y la oferta de la vida ajena para conservar la propia, son rasgos conocidos.

Estas páginas, que más allá de contribuir al terror que genera la deformidad de un futuro que ya habíamos planeado, hablan sobre la necesidad de que no solamente se crea, sino se convenza de que la vida es sagrada. El resurgimiento de los vivos, idea que en las últimas páginas del libro se repite, también es una característica de lo humano. Saramago se sigue dirigiendo a una sociedad que, a pesar de contar con los ojos, podría quedar enterrada en una ceguera elegida. En el libro flota la sugerencia de que tal vez estas crisis no se deban a un problema de oscuridad, sino de exceso de luz.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad

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