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Ensayo sobre pensamiento político: la psicología del “borrego”

La visión de un filósofo sobre las actuales tendencias de filiación política: ¿sus convicciones son profundas o superficiales? ¿Usted es un radicalista o está atrapado en el automatismo ideológico?

Ludwing Cepeda Aparicio @Ludwing_Cepeda / Especial para El Espectador
19 de diciembre de 2023 - 04:00 p. m.
El ensayista advierte que el "automatismo ideológico se cierne sobre las sociedades polarizadas de nuestros días" y que el “borrego” es contrario al ethos del liberalismo moderno, que proclama la libertad, autonomía y elección del individuo. La imagen es de seguidores de María Corina Machado, candidata de Vente Venezuela a las elecciones primarias que se celebraron el pasado 22 de octubre.
El ensayista advierte que el "automatismo ideológico se cierne sobre las sociedades polarizadas de nuestros días" y que el “borrego” es contrario al ethos del liberalismo moderno, que proclama la libertad, autonomía y elección del individuo. La imagen es de seguidores de María Corina Machado, candidata de Vente Venezuela a las elecciones primarias que se celebraron el pasado 22 de octubre.
Foto: EFE - MIGUEL GUTIERREZ
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Los convencidos no ven bastante lejos.

[…] La dependencia patológica de su óptica hace del convencido un fanático.

—Nietzsche

En materia de perspectivas estrechas y unilaterales, sobresale en primer plano el tipo psicológico del “borrego”, un ser de partido, de facción, dado al pensamiento mágico y poseído por las más profundas convicciones; es decir, por convicciones absolutamente superficiales, como es propio del fanático y del radicalista. Es fácil intuir un delirio en la perspectiva de aquellas criaturas convencidas, dogmáticas y orgullosas. Un delirio el cual se acrecienta si tales sujetos se sienten apoyados por un amplio público, que también “moriría” —o, más bien, mataría, exterminaría— por una causa, por su causa.

Que tales convicciones sean reafirmadas por un numeroso grupo social es un rasgo fundamental de aquella peligrosa especie de automatismo ideológico que se cierne sobre las sociedades polarizadas de nuestros días, pues el “borrego”, contrario al ethos del liberalismo moderno —que proclama la libertad, autonomía y elección del individuo—, poco sabe acerca de la soledad, de apartarse un poco, de guardar siquiera una mínima distancia, y mucho menos anhela desarrollar valoraciones propias, cultivadas por su propio ingenio y valentía; en una imaginación binarizada de “buenos y malos” e “izquierda y derecha”, jamás se roza la sospecha de una manera de ver el mundo propia, individual, de una perspectiva distinta o de un matiz. Ello sería una desviación del sentido común, de aquella fantasía compartida entre muchos.

Por tal razón, valerse de su propio pensar consciente no es una aspiración para el adorador de recetas fáciles y moldes prefabricados. Incluso si alguien tratase de explicarle dicho asunto no comprendería tales palabras. ¿Un pensamiento propio, distinto? ¿Volvernos flojos y ambivalentes, “tibios”, acaso? Podría objetar el sujeto polarizado y de creencias inamovibles ante tan singular invitación a la divergencia. En todo caso, ¿para qué querrían tales idólatras fabricarse el jarabe amargo de un pensamiento marginal y rebelde, una sospecha, un desacuerdo al menos superficial, si ya se pertenece a una doctrina comunitaria, con sus símbolos y emblemas canonizados, y se cuenta, además, con la adherencia a un rebaño que se pasea inocentemente en las pasturas de su propio corral? (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre el pensamiento crítico y el sesgo de confirmación)

Sospechar, discrepar, apartarse de la línea prestablecida conlleva, desde luego, el rechazo y la estigmatización. En esta materia, dicho en términos lógicos, no cabe duda de que (1) el “borrego” es un ser de rebaño y (2) de que la criatura de convicciones inamovibles es un “borrego”; por consiguiente, (3) la criatura de convicciones inamovibles es un ser de rebaño. En este terreno, el inveterado silogismo aristotélico no falla. El sujeto de convicciones inamovibles pertenece —y debe su alienación— a la multitud; es la bestia social en grado sumo, un organismo despersonalizado, sin el menor asomo de individualidad y diferencia, incapaz de “desviarse”, de oponer resistencia a su entorno ideológico y, en consecuencia, sin una noción de sí mismo. Su tendencia a atrincherarse bajo aquella fortaleza en la que ha convertido la primera persona del plural, el “nosotros”, es síntoma de ello. Un “nosotros” que no es plural de modestia, sino justo su antípoda. Un plural mayestático, señal inequívoca de un rebaño empoderado y presuntuoso. El tipo psicológico al que me refiero, por supuesto, no suele ser visto en las praderas solitariamente. Lo guía y direcciona, patológicamente, el espíritu de la manada. Sin embargo, ese altivo “nosotros” quiere decir, en el lenguaje de aquel ser de ojos vendados, “nosotros... la patria”, “el pueblo”, “el cambio… la esperanza, “nosotros... los salvadores del país”. Entiéndase, “nosotros… ¡los auténticos borregos!”.

El “nosotros” ideologizado borreguilmente se manifiesta a través de diferentes rúbricas. No solo está implícito al decir “creemos en la honorabilidad de X”, “sabemos que X es inocente”; sino también en expresiones del tipo “todo el país sabe…”, “los buenos somos más”, que alardean de un mayor grado de universalidad y en las que el “individuo” echa mano del rebaño. Esta es su forma de hacerse más poderoso y saciar su nostalgia de lo absoluto, su horror a sentirse fuera de lo Uno. Incluso la construcción “lo que es con X es conmigo” responde a una estructura psíquica de solidaridad borreguil, a un esquema de tropilla, de pandilla justiciera. Sin embargo, tales muletillas comunales suelen esconder una verdad incómoda: que el “borrego” no sabe mayor cosa; y a lo mejor ni le interesa informarse, aunque crea tener una explicación lógica para cada suceso. En realidad, sucede al contrario: un instinto de certeza ha tomado posesión de un cuerpo. Presa de tal convicción, aquel poseso se ve abocado a polarizarse en torno a una idea y a repetirla y ejercitarse en ella durante el resto de su vida, incluso insuflándola de un aire de legitimidad colectiva, como lo es aquel petulante “nosotros” en el cual camufla su soberbia e inseguridad.

Para quienes han sido poseídos por una convicción dogmática, la sospecha y el malestar recaen en todas las representaciones que no hagan parte de aquella mismidad denominada “nosotros”. De esta manera, toda posible crisis social tiene —y tendrá— su origen en la otredad, en lo extraño y lo diferente; “en ellos”. “Ellos” como categoría de discriminación y perfilamiento humano. Como dispositivo militar. “Ellos... los infames”, “los vendepatria” y “asesinos”. Mediante esta milagrosa transvaloración político-espiritual, el “borrego”, que es un ser todo pasión, todo sentimiento, una criatura de interpretaciones inmediatas y dotada de gran excitabilidad nerviosa, encuentra en “ellos” un enemigo natural, y, por ende, un opuesto irreconciliable —¡un opositor!—. “Ellos, los que no son nuestros idénticos”, y tampoco unos semejantes, se convierten, así, en el arquetipo de la desconfianza. Como si se buscara protección ante una amenaza. Y “ellos”, con quienes se ha establecido una relación de terceros, son metamorfoseados en “borregos”. Tenemos, entonces, un primer “borrego” cuya pretendida superioridad moral duplica su propio borreguismo y lo proyecta en “ellos”, configurando así un segundo “borrego”. A esto podemos llamarlo el “espejo mágico del borrego”. (Recomendamos: Otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre la argumentación y la anulación del debate)

Este espécimen comunitario desconoce la serenidad. Se lo impide un sobrealimentado sentido de alerta e hipervigilancia, gracias al cual permanece al acecho ya no solo del prójimo, de los extraños, sino también de los miembros de su propia tropilla —sus fraternos e idénticos—, para señalarlos cuando parezcan flaquear en su convicción comunitaria; para atacarlos si se vislumbra en sus conciencias apagadas el indicio, la chispa rojiza de un desacuerdo, por pequeño que sea; y alertar así al grupo sobre cualquier signo de rebeldía. Esta neurosis obedece a un paradigma inmunitario, de repliegue sobre sí mismo, de protección y ataque, y, por ende, opera con base en el rechazo y la desconfianza, en una paranoia xenófoba; allí solo cabe una exclusión radical de la otredad. Por su parte, en una sociedad predominada por estructuras psíquicas borreguiles, la desconfianza es patológica y conduce a la ruina del organismo social entero. Como quiera que sea, un paradigma inmunitario hipersensible representa una seria amenaza para la sociedad humana.

La perspectiva inmunitaria arroja otras luces a propósito del tipo psicológico aquí descrito. El activismo borregil haya concentradas sus energías en función de una presunta “causa”. Sin embargo, esta “causa” no es sino una aversión obsesiva y un repudio hostil por quienes manifiestan una óptica diferente, óptica que el sujeto de convicciones irrefutables siente como una falta cometida contra los ideales de su propio grupo, de ahí su persecución, su anhelo de castigo y aniquilación hacia lo extraño, pero también —aunque en mucha menor medida— hacia sus fraternos, hacia quienes profesan su misma tendencia ideológica, cuando estos flaquean en la convicción comunitaria o ponen en duda algún valor de la colectividad.

Tal “individuo” se convierte, así, en una especie de célula inmunitaria cuya función es contener y neutralizar posibles traidores y “tibios” al interior de su torrente de simpatizantes; que nadie flaquee en aspecto alguno de su convicción, pues tal certeza representa un sistema, el cual —en cuanto totalidad acabada y perfecta— debe permanecer puro e incontaminado de toda duda, y ser ajeno a cualquier interacción amigable con un agente “externo”. Una sola e inofensiva sospecha o discrepancia por parte de un miembro del grupo social, así como la cercanía de al menos un “intruso”, crea la posibilidad de una fisura en aquella sugestiva trama de ficción. Hay, en efecto, un derroche de fe dogmática en dicha especie de sectarismo convertido en sistema. Y los adoradores de sistemas, como es sabido, gustan de poderosas fortalezas y murallas, aman ser irrefutables. Y, sobre todo, aman ser multitud, pertenecer a un colectivo robusto, pues la soledad no crea ejércitos ni grupos armados, ni lleva a cabo jornadas inmunitarias y, mucho menos, genocidios. La soledad no es un terreno fértil para practicar con eficacia la lógica inmunitaria.

El “borrego” de nuestros días anhela el conflicto, la contienda; necesita una coartada que desdibuje su patología e imprima heroísmo a sus descalificaciones más viscerales en su guerra contra “ellos”. Sin duda, a aquella bestia pendenciera le urge un enemigo a quien pueda lanzar su ponzoña y ostentar de esta manera ante el propio rebaño su insigne patriotismo, su gran sentido de hermandad con “los buenos”. Además, no se descarta que de esta forma la siempre indignada criatura de convicciones radicales ascienda al estrellato y, por esa vía, ocupe más tarde altas dignidades en escenarios públicos, o pueda por lo menos monetizar su espectáculo de corral.

En estas circunstancias, con frecuencia el borreguismo no es siquiera un instinto real de oponerse a lo diferente y extraño, sino simplemente un pretexto para obtener una fuente de ingresos o una manera fácil de ejercer una “ocupación”. La autoconfesión de que se es un bueno para nada. Y de que, gracias a un activismo grotesco y sin escrúpulos, se alimenta una esperanza poco patriótica: la de vivir algún día del nombre, de una fama adquirida con vilezas y difamaciones de toda índole. Tenemos, así, el borreguismo como actividad económica, como “profesión” del fracasado y como un estilo de vida rico en venias y concesiones hacia quienes aquellos profesos consideran sus semejantes. (Recomendamos: Otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre el odio y la indignación en redes sociales)

Ya sea como un acto reflejo de oponerse a lo extraño y diferente, o bien como profesión del fracasado, la patología borreguil necesita en ambos casos de la confrontación “directa”. Tal sujeto sentiría disminuida su potencia vital si no contara con la descalificación ni el ataque personal. En un utópico estado de paz y reconciliación, el carácter instintivo aquí descrito no tendría razón de ser; su interpretación actoral estaría de más. Sin razón alguna para indignarse y conspirar ante la menor señal proveniente de una orilla “opuesta”, sin enemigos naturales ante los cuales encizañarse en calidad de opositor, aquella alma hiperestésica sería tragada por el abismo. Si de repente fuera exiliada de aquel incesante estado de guerra de todos contra todos, su teatro para los demás no hallaría lugar en el mundo.

Cabe añadir a este sumario que el “borrego” está limitado a una línea exclusiva de “pensamiento”, en el cual, por cierto, no es posible la autocrítica, sino solo el elogio y la aquiescencia. Debido a este trastorno, que erige un mundo de “bueno y malos”, cualquier práctica, evento o representación que marche en otra dirección a la de sus propias simpatías es condenada de antemano de modo lacerante, como el acecho de un escorpión de mil agujas. Tal prototipo ideológico tiene predispuesta patológicamente su imaginación; por tal razón, su visión es de cortísimo alcance. Y si acaso intentara hacer zoom, deformaría aún más la imagen ya burdamente acomodada según sus predilecciones y antipatías, pues solo percibe un color, un partido, una perspectiva legítima: la “suya” misma, la cual en realidad no le pertenece como una creación propia, sino que le ha sido heredada por la inercia de la repetición, que la convierte poco a poco en sentimiento, en aprendizaje y, finalmente, en convicción inamovible.

Fuera de aquella pequeña órbita perceptiva, el ser de convicciones eternas únicamente avista milicianos, paramilitares, narcoguerrillas, terroristas, corruptos y desgobiernos; calañas con las peores credenciales. Y, por supuesto, jamás podría dialogar con aquella otredad, tan distinta y lejana ante sus ojos; para tal efecto, el ser de estructuras binarizadas borreguilmente tendría que superar la neurosis xenófoba y validar a los otros no como otredad radicalmente opuesta a sí mismo, sino como semejantes. Sin embargo, desde una perspectiva antitética —de opuestos irreconciliables— no puede existir una otredad semejante a sí mismo, una otredad fraterna. En consecuencia, aquellos solo podrán representar enemigos; enemigos que, a su juicio, se comportan además como asnos rebuzneros, con quienes se torna imposible el diálogo y la comunicación. Ciertamente, también ellos —los “otros”— están resguardados en una burbuja y llevan consigo su propio espejo. En el paradigma inmunológico no hay, pues, término medio. Se está aquí o allá. Se es fraterno o extraño. Amigo o enemigo. Nosotros o ellos. En consecuencia, una sociedad polarizada en bandos borreguiles inevitablemente se halla en guerra. La paz es apenas el preludio sombrío de un nuevo escenario de exclusiones y antagonismos.

Pero eso no es todo. Hay un aspecto que brilla con fulgor incandescente. Y es que el “borrego” es alguien dispuesto a mentir y a falsear hasta agotar cuantas falacias y errores lógicos existen. Un hipócrita de profesión. Su capacidad de indignarse de manera rigurosamente selectiva es un auténtico prodigio del fraude, la irracionalidad y la mala fe. Su abrumadora elasticidad moral, el oportunismo con fines mediáticos, la envidia y un fervor por la maldad hacen parte de su gran pasión. Los “borregos” desean la derrota y debilitamiento total de fuerzas de sus contradictores, ansían su exterminio y que acaezcan sobre aquellos las más trágicas desventuras; y, por efecto de extrapolación infame, anhelan también el fracaso del país: la ruptura de las relaciones diplomáticas, que la economía colapse, que se vaya a pique la credibilidad en las instituciones, que la inseguridad y el estallido social se apoderen de las calles, que mueran niños de hambre, aumenten las masacres y triunfen el desempleo y la informalidad. Además, tales sujetos se esfuerzan para que ello en realidad suceda —el pánico económico es uno de sus juguetes de guerra adorados—, pues de esa forma se tranquilizan y sacian su instinto de odio. Ese es el pathos fundamental de aquella estructura psíquica de instintos criminales, capaz de cualquier atrocidad, incluido el terrorismo, el bombardeo de civiles y el apoyo al genocidio.

El anterior acervo de perversidades ocupa un lugar destacado en los deseos más íntimos e impetuosos de aquella estirpe radicalizada. Por esta razón, el “borrego” no solo es un ser de visión corta y de convicciones irrefutables, sino básicamente un canalla. Sería una proeza caer en las afiladas garras de cuervo de aquella pandemia ideológica y lograr escapar a la gran pasión canalla. Por mencionar un ejemplo aparentemente trivial, nadie que experimente tal forma de polarización reconocería siquiera —y mucho menos públicamente— los logros y aciertos de su “antagónico”. Se lo impide un orgullo inmanente a su ser, un egoísmo inexorable y una tenebrosa falta de empatía.

Pese a lo polémico, o políticamente incorrecto, de un discurso sobre lo borrego, es innegable que existe una mirada borreguil del mundo, en la que fallan los mecanismos de autodeterminación, en especial, en la construcción de lo político. Contra todos los pronósticos y sospechas de los más agudos pensadores de antaño, no hemos presenciado el advenimiento de una sociedad crítica e intuitiva, capaz de una mirada propia, sino, más bien, cierta fatiga del pensar consciente, una atrofia progresiva del intelecto crítico; atravesamos, pues, la era del superborrego. Y este es apenas el comienzo.

Yo anuncio el superborrego y el inicio de una era sombría, por lo menos para el Homo sapiens: el Borregoceno. En cualquier bando, encontrarás uno, dos, tres, innumerables “borregos”. Los verás tanto por mar, por tierra y por aire. Los verás llover incluso en las tardes de cielo despejado. Estos constituyen el elemento más abundante del pluriverso social; y de aquel codiciado “talento humano” se alimentan quienes dirigen las grandes “causas”. A este respecto, lo mejor que puede sucederle a un líder de masas es poseer un gran caudal de seres alienados. Que juntos hagan vocería de su candidatura, que repitan el libreto, y que de esa manera se cultiven nuevos autómatas. Aquellos movedores de hilos saben que los “borregos” son personas. Gente a la que hay que ir a abrazar y conquistar en las calles, en especial en momentos de campaña electoral. Personas-borrego del más alto valor.

En efecto, aquellos individuos volatilizados en el espíritu gregario son mayoría, conforman rebaños multitudinarios, en quienes los grandes sujetos de Estado ven una maquinaria solícita y gratuita. Algunas de estas personas, aunque no son tan diferentes de los demás, sobresalen de entre su grupo. Por ejemplo, posan de periodistas, de comunicadores y expertos. Incluso parecen periodistas. Pero al acercar la lente se comprueba un autómata emitiendo consignas a través de un micrófono. Un “borrego” especializado en propaganda y panfleto. Y, a su lado, se avista un séquito de concurrentes, quienes aplauden haciendo “voluntariado”, haciendo carrera en el “lamesuelismo” borreguil. He ahí un verdadero espectáculo de enajenados sin comparación, presas de un frenesí colectivo. El frenesí que causa ser alguien de convicciones profundas e irrefutables, un centinela de lo fraterno y lo extraño, un devoto del sabor arenoso de la suela y, en general, un alma poseída por la gran pasión canalla. En definitiva, un peligroso animal de corral, un “borrego”.

* Ludwing Cepeda es filósofo, ensayista y editor de libros y revistas.

Por Ludwing Cepeda Aparicio @Ludwing_Cepeda / Especial para El Espectador

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enriqueparra1978(84821)21 de diciembre de 2023 - 11:26 a. m.
La derecha colombiana posa de comportamientos de "borrego" del expresidente Uribe. No hay nadie más cuestionado, cuya única defensa es negar y dejar que sus amigos paguen cárcel por él. El primero y más execrable objeto de exposición es el de los falsos positivos. Así diga que no tuvo que ver con tales actos la doctrina jurídica internacional responsabiliza por la cadena de mando. Algo le tocará. Su reelección fue delictiva. Ministros y funcionarios de otros rangos en la cárcel. Nada le pasó.
Adriana(dcx4i)20 de diciembre de 2023 - 11:50 a. m.
Me parece interesante el planteamiento soportado de la psicología del "borrego", muy de la mano del movimiento de pasiones que el populismo genera, además del mecanismo expiatorio del que se vale para dar sentido a una ideología sacrificial. Felicitaciones!!!!!
hernando(26249)19 de diciembre de 2023 - 08:12 p. m.
Hace tiempo la sicologia evolutiva resume esto en la fijación en un estadio adolescente del ego: la identificación de grupo. Algunas personalidades se quedan en esta etapa q basa el yo en la aprobación de un grupo inmediato (dentro o fuera d la familia u otra instituciòn). El yo no logra independencia por temor a lo nuevo. Podria abreviarse mucho el articulo y eliminar calificativos redundantes.
H. Callejas(4167)19 de diciembre de 2023 - 08:10 p. m.
Borreguismo Uribista y borregjismo Petrista y el pais cada dia mas jodido
hernando(26249)19 de diciembre de 2023 - 08:04 p. m.
Hace tiempo la sicologia evolutiva resume esto en la fijación en un estadio adolescente del ego: la identificación de grupo. Algunas personalidades se quedan en esta etapa q basa el yo en la aprobación de un grupo inmediato (dentro o fuera d la familia u otra instituciòn). El yo no logra independencia por temor a lo nuevo. Podria abreviarse mucho el articulo y eliminar calificativos redundantes.
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