“Entre acuarelas y lágrimas”: El sinsabor que deja el destierro
El escritor colombiano José Orlando Castañeda publicó su primera novela en septiembre de 2021 “Entre acuarelas y lágrimas”, por Talento Caligrama Editorial. Una historia que nos muestra las grietas que producen las partidas sin retorno. Un doloroso caminar causado por la inmigración.
Elena Chafyrtth/@lachafyrtths
Tan pronto tuve entre mis manos la novela “Entre acuarelas y lágrimas” observé su portada y me quedé un rato admirándola y acariciándola. Sus colores verdes y azulados llamaron mi atención, por lo que decidí que no la leería en mi casa. Quería explorar lugares nuevos, pues entre más pasaban los días, el encierro me agobiaba. Justo en ese momento encontré un café nuevo a tan solo diez cuadras del sector. Me senté en la mesa del rincón y pedí lo de siempre: un tinto bien cargado para poder empezar la lectura. Aún no sabía de qué se trataba la novela cuando presenciamos una fuerte discusión entre una mesera y un hombre corpulento, quien creo, era el dueño de la tienda de enfrente. El hombre le manoteaba y le gritaba: “Ustedes llegaron a desbaratarnos el país, porque fue por ustedes que esto empeoró”, la mujer se sonrojó al escuchar aquellas palabras, por lo que pensé que se callaría y continuaría organizando los postres frescos que acababan de llegar. “¿Usted no recuerda que nosotros los recibimos en la década de los ochenta? Claro eso sí se les olvida, ¿No les dimos cédulas nuevas y permisos de trabajo?”, respondió con voz entrecortada y añadió: “¿Cree que me gusta estar aquí, en un lugar que me resulta cada vez más extraño?”. Al no tener argumentos con que defenderse el señor le gritó que era una loca, prendió un cigarrillo y se fue. Las manos le temblaban y sus lágrimas caían encima de la mesa donde empezó a decorar las tortas de cumpleaños para disimular con los clientes —quienes nos sentíamos impotentes ante aquella situación—. Días después me enteré de que su nombre era Jenifer y hacía tres años que no veía a sus padres. Llegó aquí para poder costear el tratamiento de leucemia con el cual había sido diagnosticada su madre.
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Tan pronto tuve entre mis manos la novela “Entre acuarelas y lágrimas” observé su portada y me quedé un rato admirándola y acariciándola. Sus colores verdes y azulados llamaron mi atención, por lo que decidí que no la leería en mi casa. Quería explorar lugares nuevos, pues entre más pasaban los días, el encierro me agobiaba. Justo en ese momento encontré un café nuevo a tan solo diez cuadras del sector. Me senté en la mesa del rincón y pedí lo de siempre: un tinto bien cargado para poder empezar la lectura. Aún no sabía de qué se trataba la novela cuando presenciamos una fuerte discusión entre una mesera y un hombre corpulento, quien creo, era el dueño de la tienda de enfrente. El hombre le manoteaba y le gritaba: “Ustedes llegaron a desbaratarnos el país, porque fue por ustedes que esto empeoró”, la mujer se sonrojó al escuchar aquellas palabras, por lo que pensé que se callaría y continuaría organizando los postres frescos que acababan de llegar. “¿Usted no recuerda que nosotros los recibimos en la década de los ochenta? Claro eso sí se les olvida, ¿No les dimos cédulas nuevas y permisos de trabajo?”, respondió con voz entrecortada y añadió: “¿Cree que me gusta estar aquí, en un lugar que me resulta cada vez más extraño?”. Al no tener argumentos con que defenderse el señor le gritó que era una loca, prendió un cigarrillo y se fue. Las manos le temblaban y sus lágrimas caían encima de la mesa donde empezó a decorar las tortas de cumpleaños para disimular con los clientes —quienes nos sentíamos impotentes ante aquella situación—. Días después me enteré de que su nombre era Jenifer y hacía tres años que no veía a sus padres. Llegó aquí para poder costear el tratamiento de leucemia con el cual había sido diagnosticada su madre.
“Llevas riquezas ahí adentro y no debes malgastarlas yéndote a sufrir en otra parte. Quédate mejor. Quédate conmigo y aprenderás a sanar y a consolar”. Eso fue lo que le dijo el señor Jesús Montero Cabisaca a Manuel Tenesela. Sí, le rogó que no se fuera a sufrir a otras tierras porque no traían ningún consuelo sino todo lo contrario, provocan un sinsabor de por vida. Irse no era otra cosa más que abrir grietas y sumar lágrimas a los seres queridos, pero Manuel pensaba en su esposa, Elvira Pintado, y además pensaba en sus dos pequeños hijos, Andrea y Néstor. Reflexionaba acerca del Ecuador, el país que lo había visto nacer. Había cambiado tanto que conseguir trabajo le había sido imposible en los últimos meses, los barrios cada vez lucían más viejos y descuidados y el ambiente le parecía más sórdido. En las noches divagaba entre opciones que le hicieran desistir de su viaje, pero sabía que si se quedaba sus hijos pasarían hambre y no les podría brindar ningún “futuro”, esa palabra que le taladraba la mente y le apuñalaba el corazón. El solo hecho de pronunciarla le hacía trastabillar y dudar en cada paso que daba. Lo ahogaba tanto que le hacía tenerle miedo a la vida, miedo a sí mismo, miedo a cada objeto que tocaba. Partió sin siquiera sospechar que desde aquel momento su vida se había dividido entre el pasado que habían sido sus años al lado de la mujer que amaba y el futuro que se trataba de tener que renunciar a ella. “Habían salido del Ecuador para cambiar sus vidas y al final la vida los había cambiado a ellos”.
A la salida del Aeropuerto Internacional de Guatemala lo esperaba un grupo de hombres quienes se harían pasar igual que él, por deportistas que viajarían alegres a un supuesto torneo. Sí, tendría que arriesgar su vida para poder llegar al país prometido en el que tanto hombres y mujeres soñaban llenarse los bolsillos de dólares y enviárselos a sus familias en la distancia. Eso había escuchado muchas veces, pero jamás oyó decir que para lograr llegar al lugar prometido debía aguantar golpes y maltratos por los hombres que los transportaban. Nunca pensó que debía ir armado para defenderse del terror que le provocaban las personas con quienes se encontraría durante los cientos de kilómetros que debía atravesar. Soportó varios golpes en el estómago y en la cabeza y observó a muchos de sus compañeros morir durante aquellos días. Aún en medio de tanto dolor y desespero su mente se trasladaba a los años donde pintaba acuarelas y recordaba las clases que tanto disfrutaba de su abuela en las que le enseñó sobre las hierbas medicinales. Cada tanto repasaba que el anís estrellado era útil para los retorcijones y la uña de gato servía para la inflamación y el dolor causado por la artritis.
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Por su parte, Elvira había salido de Ecuador dos semanas después que su esposo. Se subió en un barco sin imaginarse que viviría el momento más duro de su vida. Lo primero que observó fue que el barco era muy pequeño para la cantidad de pasajeros que se encontraban allí. Tanto el capitán como los ayudantes del barco observaban atentos a las mujeres y elegían quién sería la “afortunada” para pasar la noche con uno de ellos. Las mujeres lloraban y temblaban de miedo mientras que los hombres las protegían y estaban atentos ante cualquier movimiento. Una noche, en medio de olas grandes, pesadas y ruidosas, el motor del barco se apagó lo que causó su hundimiento. La esposa de Manuel estaba destrozada. No solo había visto como muchos de sus compañeros se ahogaban en el mar, sino que además tuvo que pasar hambre, resistir y aguantar hasta que llegaran a salvarlos. La narración y el ritmo sutil del escritor José Orlando Castañeda nos lleva a comprender y al mismo tiempo abrazar el dolor, la angustia y el revés que sienten millones de personas al dejar su tierra y tratar de sobrevivir en un lugar prestado, un lugar que sería indiferente ante su propia pena. “Entonces lloró delante de todas, sin ocultar el rostro. Lloró por la humillación y la rabia de estar allí. Lloró como lloran los inmigrantes ante la frustración de sentirse ignorantes, atrasados, desplazados”.
Mientras Manuel trabajaba como vendedor ambulante con un puesto de flores en Estados Unidos e iba construyendo su vida en Port Chester, Elvira se fue a vivir a España. Allí trabajó de mesera, cocinera y niñera. Los años y la distancia los hicieron aferrarse a otros amores, a diferentes pruebas y diversas decisiones. Mientras ella se refugiaba en la literatura, y repasaba las frases del escritor Español Miguel de Unamuno en su libro Niebla: “Dice el escritor, y lo dice en latín, que, así como cada hombre tiene su alma, las mujeres todas no tienen sino una sola y una misma”, Manuel se sumergía en sus plantas y volvió a pintar para poder sanar. Aprendió a curar a la gente por medio de las hierbas y así le llegaban inmigrantes que se desahogaban contándole su vida.
Esta novela nos llevará a sacudir nuestra realidad y también nos llevará a preguntarnos, ¿qué tan empáticos hemos sido con el otro? Ante la mujer que nos pregunta alguna dirección y pasamos de largo sin prestarle atención, ante aquellas personas que se sienten abrumadas ante tanto ruido. Este es un relato que nos obliga a despojarnos de nuestro egocentrismo para así poder llegar a ser algún día más humano. Unas páginas que nos reconcilian con la persona que tenemos al lado y así mismo nos hacen renunciar a la indiferencia y, por medio de sus personajes, nos hace repensar en la fuerza y el poder que tienen una palabra de aliento, una sonrisa o un abrazo duradero.
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¿Qué actitud deberían adoptar los ciudadanos cuando se presenta un caso de migración en su país? Para no irnos tan lejos, podríamos poner como ejemplo lo que está viviendo Colombia frente a los casos de xenofobia, violencia e inseguridad contra la población venezolana. ¿Cree usted que si los colombianos nos mostráramos más empáticos la historia hubiese sido distinta?
Cada país, región o vecindario rechaza a los de afuera al percibir en ellos una amenaza a sus intereses. Sin embargo, todos nuestros países hispanoamericanos heredamos la misma historia de desigualdad y sufrimiento y todos sus habitantes tenemos las mismas ilusiones de progreso y de sacar a nuestras familias adelante. Las divisiones por líneas fronterizas, ya sea entre países, entre departamentos o entre barrios, son totalmente arbitrarias y destructivas. Nos debilitan. Lo opuesto, ofrecer ayuda al forastero, nos fortalece en el largo plazo. No olvidemos que las poblaciones de casi todos los países del hemisferio hemos sido en algún momento forasteros, inmigrantes en tierras ajenas. En el caso de Colombia, son millones los emigrantes repartidos por todo el mundo. Es cuestión de recordar el pasado y abrir los brazos al peregrino. Lo han hecho con nosotros y esperamos que lo sigan haciendo.
En las páginas de esta novela hay una frase que una vez leída se queda en el alma: “Pues ojalá que los que se van no nos olviden, y los que se quedan no se cansen de esperar. ¡Buen viaje, señorita!”. ¿Cree usted que una vez una persona está lejos de su país puede cumplir esta frase que en realidad es una promesa? ¿Cómo fue su experiencia personal al estar lejos de su país?
La gran mayoría de emigrantes partimos con la promesa de que nuestro viaje será de corta o mediana duración, pero pronto se atraviesa la realidad de los nuevos compromisos, nuevas ilusiones, nuevos caminos, y la urgencia de regresar se va transformando en un fuerte deseo de quedarse. Los años van pasando, el tiempo lo va alejando todo, hasta que la muerte se interpone para cortar de un tajo la esperanza del reencuentro. En Entre acuarelas y lágrimas, un personaje lamenta el fallecimiento de su madre antes de que él pudiera regresar a verla: “¿Sabe lo duro que es eso, Manuelito? Mi madre murió esperándome”. Esa es parte de la tristeza colectiva del emigrante. Se vive de los recuerdos, de las nostalgias, hasta que estas últimas también se esfuman.
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¿Tiene alguna anécdota que le haya dejado la literatura en algún momento de su vida y que usted recuerde con bastante gracia?
El enamoramiento entre Florentino Ariza y Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera. ¿Cómo no quedar con el alma en vilo ante la rotura inesperada de ese gran romance, cuando el padre de Fermina al descubrir sus cartas clandestinas se la lleva a lomo de mula por las cordilleras de la Sierra Nevada hacia la tierra del olvido? En la época en que yo leía la novela salió en Nueva York un comercial de televisión en el que un grupo de ingenieros de una planta de automóviles de este país en sus batas blancas desbarataban pieza por pieza un nuevo modelo japonés. Solo se escuchaban los suspiros de admiración de los ingenieros a cada paso, el mejor testimonio a la calidad del fabricante extranjero. En esos días empezaba mi aprendizaje sobre el arte de escribir, y pronto me vi estudiando párrafo por párrafo, frase por frase la construcción de nuestro gran Nobel. Mi ejemplar se fue desbaratando por el uso constante, hasta que terminó literalmente descuartizado entre mis manos, como el automóvil japonés. Tuve que mandarlo a encuadernar de nuevo, y así lo conservo, con notas y todo.