El día que conocí a Mongo Santamaría
Ramón “Mongo” Santamaría, percusionista y director de orquesta cubano, desempeñó un papel crucial en el desarrollo del Latin Jazz en Nueva York. Conocido por su habilidad con la conga, Santamaría se destacó como una figura clave en la introducción y popularización de la música afrocaribeña en el ámbito del jazz.
Eduardo Márceles Daconte
Ramón Mongo Santamaría era ya un mito viviente de la música afrocaribeña el día que lo visité en compañía del fotógrafo colombiano Germán Barón en su apartamento del Alto Manhattan. Acababa de regresar de una gira por Japón y cuando lo interrogué sobre su experiencia, comentó con una amplia sonrisa: “el club donde nos presentamos estuvo siempre lleno. Los japoneses gozan de mi música con frenesí. A diferencia de nosotros, danzan sin tanto ruido pero con mucho entusiasmo.” Su fama universal nos da una idea del camino que ha recorrido este músico cubano desde aquel remoto día de 1948 cuando llegó por primera vez a Nueva York.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Ramón Mongo Santamaría era ya un mito viviente de la música afrocaribeña el día que lo visité en compañía del fotógrafo colombiano Germán Barón en su apartamento del Alto Manhattan. Acababa de regresar de una gira por Japón y cuando lo interrogué sobre su experiencia, comentó con una amplia sonrisa: “el club donde nos presentamos estuvo siempre lleno. Los japoneses gozan de mi música con frenesí. A diferencia de nosotros, danzan sin tanto ruido pero con mucho entusiasmo.” Su fama universal nos da una idea del camino que ha recorrido este músico cubano desde aquel remoto día de 1948 cuando llegó por primera vez a Nueva York.
“Trabajamos en el Teatro Hispano que está ahí todavía (aunque ahora es una iglesia) en la calle 116 y la 5ª Avenida de Manhattan. Era un centro muy activo en aquel tiempo con espectáculos populares de cabaret que incluían a las rumberas del Tropicana de La Habana, a Chano Pozo, Olga Guillot, Armando Peraza y muchos artistas…” Si bien no estuvo exenta de contratiempos, su llegada a Estados Unidos fue decisiva en el desarrollo de ese género musical que se conoce hoy como Latin Jazz. No fue fácil, el camino del éxito ha sido una cuesta dura de subir. Para empezar, tuvo que combatir con todas las armas a su alcance, el racismo que dominaba la política migratoria del país en aquella época de la segunda posguerra.
“Era muy difícil conseguir una visa -comenta sin amargura-, no era igual dar la visa a un blanco que a un negro como yo. Tuve la suerte de que un amigo también de apellido Santamaría me enviara un affidavit a Cuba, haciéndose pasar por tío mío. Después de agotar todos los recursos en La Habana, viajé a México, pero el cónsul allí era un déspota que tiró mis papeles al suelo y me dijo que no siguiera insistiendo porque era inútil. Regresé a La Habana donde seguí insistiendo. En eso pasó como un año. Ya estaba descorazonado cuando un día encontré en mi casa una carta del consulado de Estados Unidos citándome a una entrevista.”
Una vez en Nueva York, no tuvo obstáculos para conseguir trabajo. Es más, al día siguiente de su llegada a Nueva York visitó el Palladium en la calle 53 con Broadway y de inmediato se enganchó con la primera charanga que existió en la ciudad. Era la charanga de Gilberto Valdez, un musicólogo cubano que regresó a la isla después de la revolución. En Cuba intentó rehacer su orquesta pero tuvo algún conflicto que obligó su regreso a Estados Unidos. Tiempo después murió en Miami. Era, de acuerdo a la lúcida memoria de Mongo, un músico extraordinario, fue el primero en introducir los tambores batá a la charanga que incluye también violines, chelo, flauta y timbales.
La música antillana no era, sin embargo, una novedad para la ciudad de Nueva York. Desde los años 30, Andrés Machín cantó y popularizó melodías como El manicero (pregón cubano de Moisés Simons) que tuvo resonante éxito en el mundo entero. En los salones se bailaba el danzón y la guaracha. Las películas cubanas y mexicanas exhibían las sensuales contorsiones de rumberas famosas como María Antioneta Pons que interpretaba los ritmos tropicales. Pero el destino le deparaba a Mongo (La Habana, 1922-Miami, 2003) una trágica sorpresa.
Cuando terminó con la charanga de Valdez, se fue a tocar al Tropicana, un club en el condado del Bronx, y un día apareció por allí un señor vestido de blanco con quien él había trabajado en Cuba, y quien buscaba ahora músicos para integrar una orquesta. Era nada menos que Dámaso Pérez Prado quien empezaba una triunfante gira con su contagioso mambo. De inmediato le encargó de la percusión. Para Mongo la gira terminó en Texas. Allí tuvo un accidente que casi acaba con su vida. El autobús en que viajaba la orquesta cayó a un precipicio y cuando recobró el conocimiento quedó petrificado. La chica que iba sentada a su lado estaba yerta, y él sentía que sus piernas, aunque estaban ahí, se negaban a responder.
“El racismo sureño por aquella época era más pronunciado, recuerda Mongo, yo tuve la suerte de que Paquito Sosa, uno de los cantantes de la orquesta, se introdujera en la sala de operaciones donde un médico estaba a punto de amputarme una pierna. No quería él perder tiempo en curaciones con un negro, explota Mongo con una de sus sonoras carcajadas. Sosa ni siquiera sabía que tenía un brazo fracturado e insistió con el médico que yo no era de este país sino un músico cubano.”
“Entonces el médico cambió de opinión, me pusieron una inyección y salvaron la pierna. Por eso el otro día que me encontré, después de 30 años, con Sosa a la entrada de un teatro en el Bronx donde teníamos un concierto, se me escurrieron las lágrimas.” Mongo se tomó una fotografía con Pérez Prado antes de éste reemprender su gira y esa fue la última vez que vio al Rey del Mambo. Tuvo que permanecer cerca de tres meses en una cama de aquel solitario hospital tejano.
Reconoce que está endeudado con muchos músicos que han influido en su carrera artística. Algunos de ellos ni siquiera son conocidos porque en el negocio de la música, hay algunos talentos fenomenales que nunca trascienden, viven en la oscuridad a pesar de su vena creativa. De todos modos, supo entroncar su trabajo con el movimiento que protagonizaban músicos como Charlie Parker, Thelonius Monk o Dizzy Gillespie.
Fue por aquel entonces que Chano Pozo experimentó con la introducción de la percusión en el jazz, y ahí nace el Latin Jazz. “Dizzy, comenta Mongo, tuvo siempre la obsesión de asimilar ritmos típicos de América Latina. El ya había tocado en grupos donde estaban cubanos como Mario Bauzá, y había empezado a interesarse por la música cubana. Así que cuando tuvo su propia orquesta llamó a Chano, aunque algunos músicos del grupo se oponían, pero él cayó simpático y si bien era difícil comunicarse en inglés, se integró rápido y crearon Tintindeo, Manteca y otros números que hoy son clásicos”.
En realidad Chano Pozo (La Habana, 1915-NY, 1948) es el puente que une a la música afrocubana con el jazz estadounidense. Su éxito con Dizzy causó sensación, y ya después los músicos cubanos encontraron el camino abonado para ingresar a las orquestas estadounidenses. Tal situación era propicia para que Mongo tocara con muchísimas agrupaciones musicales que él ni siquiera conocía. “Mi llegada fue oportuna para la época. Yo estaba aquí cuando mataron a Chano Pozo. Regresé a Cuba para arreglar mi situación y cuando volví a Nueva York, ya estaba en boga la música cubana a tal punto que los grupos se disputaban el privilegio de tener a un cubano en su nómina”.
En Cuba siempre ha existido la afición por el jazz puesto que a solo 90 millas se sintonizaban las emisoras de Estados Unidos e iban artistas de todas las disciplinas a visitar la isla. Es el caso del saxofonista Paquito de Rivera quien llegó a Estados Unidos y en breve tiempo ya estaba integrado a la corriente jazzista del país, una modalidad musical que él conocía desde su infancia. Igual suerte tuvo Ignacio Berroa que llegó en 1980 y se enganchó como baterista del conjunto de Dizzy Gillespie. ¿Cómo así? Si hay otros músicos que nacieron aquí, dominan el inglés y poseen todas las ventajas, pero quizás no tenían el talento artístico para tocar con Gillespie.
La proximidad de los músicos latinos en Nueva York al género llamada rhythm and blues (R & B) que dominaba el barrio de Harlem, influyó en el desarrolló del bugalú que asimiló el R & B a los ritmos latinos. En la década de 1960, se constituyó en un fenómeno comercial que monopolizó la escena musical mientras estuvo en boga. Entre los grandes éxitos del bugalú estuvo El Watusi de Ray Barretto en 1962 que vendió un millón de copias, Watermelon Man (1963) de Mongo Santamaría, conocido como el Maestro de la Conga y Bang Bang (1966) de Joe Cuba. Hacia finales de la década del sesenta, el bugalú había pasado de moda.
Ya reconocido como percusionista y director de orquesta, Mongo había alcanzado tal fama que Jerry Masucci y Johnny Pacheco, fundadores de Estrellas de Fania, lo invitaron a participar con una nómina de lujo en aquel histórico concierto de salsa que estremeció al Yankee Stadium de Nueva York el 24 de agosto de 1973. Mongo era un hombre modesto y tímido. Vivía en un cómodo apartamento del Upper West Side de Manhattan decorado con trofeos, imágenes del apóstol independentista José Martí, la figura de un negrito bongocero, un buda gordo para la buena suerte, algunas portadas de sus discos favoritos, tallas africanas y cerca a la puerta una maleta que parecía estar siempre a la espera de su próxima gira.
A pesar de su edad avanzada, era un roble que imprimía cadencias insospechadas a la tumbadora, también llamada conga, instrumento de percusión que conocía a fondo y del cual extraía todos los matices que necesitaba para interpretar sus propias composiciones, dos de sus predilectas eran Afro Blue (1959) y Para ti (1961). En esas fusiones de soul blue y música caribeña es fácil escuchar el cercano rumor de Africa. El eclecticismo de su orquesta reflejaba el espíritu experimentalista que caracterizó siempre su vocación musical, además de piano, bajo, timbales, batería, saxofón, flauta y conga, introdujo la marimba y alguna voz femenina que susurra canciones de amor o de esperanza.